Tierra Adentro
Julio Cortázar. Imagen de dominio público.
Julio Cortázar. Imagen de dominio público.


Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana.


Julio Cortázar

I

Después de darle vueltas a la tarde, me he animado a buscar el mosaico entre las esquinas de mi librero. Ocurre lo mismo que el día en el que logré reunir los volúmenes por primera vez: extendido sobre mi cama, observo el rostro de Julio impreso en los tres tomos de sus cuentos completos. ¿Atinaría al llamar emoción a esto que me abruma la vista? Es más bien una suerte de espasmo melancólico, acaso un asalto de ternura recobrada.

Tenía quince años y un puño de dinero ahorrado. Hurgué durante un par de semanas los estantes de varias librerías en busca de los cuentos de Julio, editados por Punto de Lectura (baratos, de bolsillo, aunque con un detalle que potenciaba mis ánimos de colección: el trío de portadas formaba la cara del argentino en una de sus fotos más famosas, tomada afuera de los jardines de la UNESCO, en París). Tras varios fracasos y un par de victorias, llegó el momento en el que al fin me encontré con el tercer volumen al fondo de una librería Porrúa. Volví a casa lleno de un gusto que no me ha sido común desde entonces.

Observo con calma mineral las cejas pobladas, los ojos levemente desviados en su camino al lente de la cámara. En el retrato que forman las portadas no aparece el icónico cigarro blanco, sostenido por su boca cerrada. La toma encuadra (mutila, sí) sólo la parte superior de la cabeza, encima de la nariz. El de Julio es uno de los rostros de los que no me separé durante los días en los que la literatura representaba para mí más fe que angustia.

Se me escapa una risa incómoda: aparento comprobar las aseveraciones en torno a Julio que tanto me molestaron y tantas veces procuré refutar. Temo engrosar la lista de cosas que de él se han dicho hasta cuajar un lugar común a punta de repeticiones a media cocción: que es un autor iniciático, un tránsito que sirve apenas para mediar la felicidad de las primeras lecturas con las que vendrán después, el heraldo de unos cuantos esnobismos imposibles de evitar cuando son muchos los libros y pocos los años que uno carga encima.

¿Qué ha hecho el mundo con la obra cortazariana? Entre las páginas irrelevantes que pueblan las librerías y los programas acartonados con los que se estudia Literatura en las universidades, los libros de Julio —y sobre todo Rayuela, epicentro de una reputación— parecieran no terminar de encajar. Quizá se trate de una dislocación, un reemplazo: las y los jóvenes, quienes históricamente fueron sus lectores más asiduos, han comenzado a apuntar sus intereses hacia otros sitios, otras tradiciones, varias reivindicaciones tan inexcusables como urgentes.

Habría que plantearnos una cartografía: mapear la ruta de las lecturas que han suplido a Rayuela y, luego, darle nombre a las trincheras incansables en las que ha sobrevivido la novela, tan luminosa como lo fue desde el momento de su publicación, hace sesenta años.

II

Tenía diecinueve años y un puño de preocupaciones entre la mandíbula y el paladar. Me recuerdo sentado en una de las bancas que descansan frente a la entrada de la Preparatoria Jalisco, en espera de unos amigos. Me dolían los dientes: los apretaba, molesto, mientras hojeaba las primeras páginas de Clases de literatura, transcripción de las conferencias impartidas por Julio durante 1980, en Berkeley.

No era un enojo particular, el mío. Me agobiaba el semestre universitario: a media semana de evaluaciones, un disgusto cualquiera habría bastado para tirarme por la ventana de algún edificio. Los alumnos de la prepa, apenas un par de años menores que yo, peregrinaban hacia sus casas desde un sitio opuesto al de mi infelicidad.

Asfixiado por la rutina académica, había procurado recuperar una intimidad perdida, un vínculo olvidado. Julio apareció como los amigos que, tras una prolongada ausencia, regresan para desempolvar los recodos del pasado y orientarnos el presente.

Las tardes de Berkeley son, pues, mi punto de partida. Ante un grupo de alumnas y alumnos que lo escucharon con devoción —era ya un autor al que no le faltaban ni prestigio ni lectores—, Julio dedicó varias lecciones a reflexionar su obra desde una óptica inevitable: la biografía.

Es fácil distinguir en sus textos —especialmente en los cuentos, ese conjunto portentoso que mutó para bien a través de los años— una suerte de migración. El primer Julio, animado por los estímulos intelectuales de la clase media argentina y de sus protagonistas literarios, estaba interesado, más que en la creación de personajes, en la de mecanismos. Es decir: para él, los protagonistas de sus historias eran el medio a través del cual se manifestaban artificios fantásticos, juegos, giros de tuerca. Los actores servían para hacer un despliegue de recursos de orden estético.

Tras una lectura atenta, cronológica, es posible distinguir una grieta que divide a la obra de Julio en dos. La primera manifestación de esta ruptura aparece en el cuento “El perseguidor”, relato protagonizado por el prodigioso saxofonista Johnny Carter, un Charlie Parker que vive en el París de la posguerra. Al músico, genial y bohemio, lo atormenta una urgencia metafísica, una suerte de persecución que lo orilla a buscar entre tropezones el sentido de la vida caótica que lo ha ahogado siempre. Es en este cuento, prefiguración notoria de Rayuela, donde Julio replantea los alcances de sus personajes y los pone al centro de la sustancia misma de sus historias: a partir de ahí, la vida se convertiría en la directriz de su literatura.

Horacio Oliveira, controvertido y memorable, irremediablemente pretencioso ante su prójimo y sensible ante su vida cotidiana, encarna una rebelión que condensa bien los intereses literarios que secuestraron a Julio durante el periodo en el que escribió Rayuela. Oliveira, tan esnob, tan harto de sí, es el perfecto rebelde; quizá por esto es que muchos lectores jóvenes lograron entenderlo con mayor facilidad. El protagonista de la novela recibe al mundo con una mueca de disgusto y reafirma su aversión a él desde dos dimensiones: la del lenguaje y la social.

Por un lado, Oliveira se cuestiona todo el tiempo la manera en la que él mismo articula sus pensamientos, así como los modos con los que la gente se comunica con él. Reniega y rechaza los lugares comunes, las estructuras prefabricadas; sumergido en una neurosis cómica, dedica tramos de su monólogo interno a disputarse sus propias palabras, su concepción de la realidad. Radicalmente insatisfecho,receloso, incómodo, desconfía incluso de los usos y costumbres más elementales de la sociedad de la que forma parte.

Oliveira, igual que Carter, es un perseguidor metafísico, un alienado que detrás de dobleces invisibles y costuras ocultas busca las respuestas a su encrucijada existencial. Dijo Julio, en Berkeley:

La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano, y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en “El perseguidor”, con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Cárter se plantea problemas que podríamos llamar “últimos”. Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir una autoindagación lenta, difícil y muy primaria —porque yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía— sobre el hombre, no como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario misterioso.

Julio, gran perseguidor, trazó los rincones de su Rayuela desde una exploración, una excusa para inquirir y cuestionar. No es casual que uno de los personajes, Morelli, sea un escritor cuyos planteamientos teorizan a la novela al mismo tiempo que se va construyendo frente a los ojos del lector.

En Rayuela, la idea de la exploración es también la idea de su imposibilidad. Maniatado casi, Oliveira encuentra en el resto de los personajes —puntualmente en la Maga, contrapunto suyo que le aterra y asombra— un reflejo de sus mutilaciones existenciales. Piensa, el hombre, respecto a la mujer que ama:

Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.

Es esa la experiencia vital cristalizada en Rayuela: la de los perímetros inaccesibles, la de los descubrimientos frustrados, la de los ríos en los que nunca se podrá nadar. ¿Cómo podría perder vigencia una obra sobre el mecanismo en el que se resume nuestro paso del vientre a la tumba?

III

Tengo veintidós años y un puño de dudas encima de la mesa que me acompaña. Frente a mí se aglomeran en desorden las hojas que he llenado de apuntes y citas sin lograr conectar lo que tengo que decir sobre Julio, sobre Rayuela, sobre la vida sexagenaria de un libro que se asemeja a una tierra santa procurada no por pocos creyentes.

Desde mi sitio alcanzo a observar la única torre de la Basílica de San Felipe Neri, ese búnker barroco de casi tres siglos que disimula sus relieves de piedra tras los edificios de la Preparatoria Jalisco. Me queda poca tarde y muchos párrafos.

Sobre los rayones entreveo las formas discretas de una revelación (epifanía, tan alto el día, es ya una palabra innecesariamente solemne). La vigencia de los debates sobre Rayuela —alrededor de su estructura, su estética y la genealogía de influencias que ha engendrado— no hace más que probarla como un organismo vivo aún, palpitante, capaz de respirar: leído.

Rayuela, sesenta años más tarde, no es la misma que alguna vez fue; y esto no sólo es normal, sino necesario, pues el mundo que ahora habita no es el mismo que la vio nacer. Todas las generaciones se reapropian de las obras producidas por sus predecesoras: las resignifican, las troquelan nuevamente, las intervienen, las ignoran, las rescatan, las destruyen. La literatura se sustenta en los debates inacabables y se legitima en las disputas irresolubles.

Rayuela no sólo está viva: es apenas joven, como los lectores de los que jamás logrará desentenderse.