El genio de la familia //Raúl Aníbal Sánchez//
Un joven aspirante a poeta, que no escribe, se repite hasta el cansancio que “el genio, esa fuerza que viene de lo oscuro, es impredecible”. Unos niños consiguen recuperar el paraíso sólo para descubrir que ya no lo necesitarán en el futuro. Un pequeño de nueve años descubre la fragilidad de las instituciones sociales gracias a un partido de futbol americano. La transición —desalentadora— de la juventud a la madurez es una cuestión repentina y de difícil justificación; ésta es la tesis que une los cuentos recopilados en El genio de la familia. Los habitantes de estas historias nos recuerdan lo que sucede cuando el pasado sólo es una enumeración ingenua de deseos. Raúl Aníbal Sánchez concibe una realidad juvenil notable, porque gracias a su habilidad de plasmar con sentido del humor las ambiciones desmedidas de toda una generación, logra remitir al lector a un sitio de honda familiaridad.
Un adelanto:
Nova 79
1
Dijo a sus padres que Cristina estaba embarazada, con los dientes apretados y los hombros encogidos, como si fuera a recibir un golpe. No fue tan grave. Hubo escándalo pero no pasó de unos cuantos gritos, maldiciones y qué vas a hacer con tu vida, para dar paso a los gimoteos, abrazos, pañuelos desechables y el nosotros te apoyamos.
Tiempo después, Adrián se felicitó por encontrar un lugar decente por un precio tan bajo; un pie de casa, como le dicen a las barracas prefabricadas de interés social listas para habitar. El pie eran apenas dos recámaras, un baño y una pequeña sala con el piso de cemento pulido; los cimientos auguraban nuevos cuartos y un segundo piso. Sus padres dijeron que parecía un lugar frío en invierno y caluroso en verano; que el patio estaba lleno de maleza por el abandono; que cuando alguien cerraba la puerta con fuerza temblaba toda la estructura. ¿Pero quiénes eran ellos para cuestionar las bondades del ladrillo industrial? El lugar le gustaba y era él quien iba a pagar la renta después de todo. Al mes y medio, gracias a los esfuerzos diligentes de su madre, ya tenía un refrigerador pequeño —de esos que llaman frigobar—, lavadora, estufa, licuadora, cuna, colchón matrimonial y una mesa de lámina de acero con el logotipo de cerveza Carta Blanca.
Consiguió un trabajo de taxista, dejó la banda de rock que formó con sus amigos en los años de la preparatoria y con la que obtuvieron alguno que otro éxito local, y abandonó la universidad. La deserción escolar no trajo consigo amargura o pesadumbre: nunca estuvo muy contento con lo que decidió estudiar, de cualquier manera. Administración de empresas sonaba bien, apenas una idea abstracta y sin forma en la cabeza; el término “carrera”, algo oscuro y poderoso que abría puertas en el mundo y le otorgaba sentido a la vida.
Compró al poco tiempo un Chevrolet Nova, modelo 1979. Por fuera se veía bien, pero la tapicería era un desastre, los indicadores del tablero no funcionaban, la banda del motor rechinaba y todo el automóvil crujía con misteriosos y diversos sonidos que a un oído experto hubiesen revelado una larga historia de maltratos e injurias. Pensó que lo arreglaría después de instalarse en su nueva casa.
Cristina también dejó de lado sus proyectos, los cuales a Adrián no le quedaban muy claros. No le puso mucha atención en el corto periodo de su noviazgo y sólo tenía una imagen nebulosa de su personalidad. Era una mujer limpia, sensata, a la que el embarazo le sentaba bien. Adrián se dijo que cualquier persona sería feliz al lado de una mujer así. También sentía un cándido respeto por la madre de Cristina y temor de que ésta pensara que era un niño mimado y mujeriego, un irresponsable que embarazó sin pensar a su única hija. Se consoló diciéndose que la situación cambiaría, sólo necesitaba tiempo y voluntad, un estímulo mundano: la carne asada en el patio una vez arrancada la maleza, la visita de sus padres al recién nacido, las felicitaciones de los amigos, envidiosos de la estabilidad alcanzada. Se imaginó como un patriarca benevolente de rostro curtido, símbolo hecho carne de madurez y solvencia.
2
Cristina tenía siete meses de embarazo y se volvió iracunda y caprichosa. Adrián trabajaba hasta las dos de la madrugada, entregaba el taxi en la estación y subía al Nova; el cual seguía en el mismo estado que cuando lo compró y se mostró poco confiable, no sólo por los ruidos molestos de frenos y motor, sino porque lo dejó tirado varías veces pues no servían ni la luz ni la aguja del indicador de gasolina. El trabajo no le daba tiempo para llevarlo al taller y los fines de semana sólo podía pensar en beber y salir de fiesta. Gastaba lo ganado en cerveza y se movía de un lado a otro sin quedarse nunca en el mismo lugar, buscando entre la gente alguien con quien conversar y beber hasta perder la conciencia. Con frecuencia se quedó sin dinero y a falta del sustento de la casa, su madre, a escondidas de su padre, le depositaba cada tanto pequeñas cantidades de dinero con las que Adrián lograba completar el día a día.
Conoció a Nadia en el patio de la casa de un amigo; era como el suyo: pequeño y con altas paredes de concreto; dos metros de alto para aislarse de los vecinos, con sus perros, su ropa tendida y algún saludo incómodo a media mañana. Ella estaba en el muro contiguo, con un círculo de amigos.
Conversaba animosa mientras pasaba un cigarrillo de marihuana a la derecha, como indican las reglas no escritas. De cerca le agradaron su cabello lacio, amarillo como la paja, y sus grandes ojos de color café enrojecidos por la droga. Notó que tenía las manos largas y curtidas, como las de una pianista, y los hombros blancos y huesudos le asomaban por la blusa. Le contó que había tocado en una banda y le enseñó los callos producidos por el golpeteo constante de un bajo eléctrico.
La reunión terminó y algunos de los presentes comenzaron a quedarse dormidos en la sala. Adrián le ofreció a Nadia llevarla a su casa; vivía muy lejos, en una colonia de reciente creación, a orillas de la carretera: una casa a medio construir, situada en una oscura calle sin pavimentar. Cuando llegaron, ella lo besó con candidez y largueza, y le dio su número de teléfono.
Nadia tenía diecinueve años y estudiaba la preparatoria en una escuela del centro. Tuvo que repetir varias veces el tercer semestre cuando los conflictos familiares y la experimentación con drogas afectaron su rendimiento. Su madre tenía un puesto de comida en la casa a medio construir y su padre era profesor de artes plásticas en una universidad de Durango; estaban divorciados hace tiempo. El padre no mandaba dinero seguido, y si lo hacía era exclusivamente para Nadia. La casa era mantenida entre la madre y el hermano, un muchacho delgado y de ojos grandes como Nadia. Se llamaba Carlos, trabajaba como mesero en un bar gay y se prostituía de vez en cuando. Nadia temía que tuviera sida.
Ella provenía de un lugar distinto al de Adrián. Decía saber que las drogas le causaban problemas en la escuela y con la familia, pero era joven y consciente de lo que hacía; también dijo comprender que su hermano sufriría mucho a causa de la vida que eligió, pero no iba a ser ella quien se lo reprochara. A Adrián le inspiró compasión y ternura hasta el grado de olvidarse de sí mismo.
Era diciembre y Cristina, casi a punto de dar a luz, se paseaba por los cuartos de la casa como un fantasma. Hinchada y despeinada, barría sin descanso el piso de cemento pulido para acelerar el parto, como su madre le dijo que hiciera. Adrián compró un teléfono celular para que le llamara cuando comenzaran los dolores y decidió pasar fuera de la casa el mayor tiempo posible. Pensaba en Nadia constantemente y todo lo que no fuera ella le parecía odioso: el trabajo, el hogar, las voces de sus padres al teléfono y la visión de su mujer.
Una noche, a la salida de un bar, decidió contarle todo a Nadia. Pensó la mejor manera de hacer su confesión mientras paseaban en el auto por una larga avenida. Se dijo que era buena idea fingir la naturalidad que le había visto a ella tantas veces al hablar de su vida. Y así comenzó a contar la historia de su matrimonio, el hijo en camino, la casa rentada, el escaso dinero.
En lugar de llevar a Nadia a su casa decidió cambiar el rumbo; se encontraba de buen humor y no quería que la noche terminara. Se dirigió hacia el mirador y estacionó el coche en un lugar poco iluminado. Ella permaneció callada, con la mandíbula apretada y eso la hizo parecer más hermosa, como si en ese momento tendiera un cerco de frialdad que pedía ser roto. Afuera hacía frío y las luces de la ciudad parecían estrellas de hielo. Comenzó a besarla, a tocar despacio sus pechos y su vientre, a besar su cuello con ternura. Pensó que la amaba, pensó en decírselo, en gritarlo muy fuerte, pero ella seguía tras aquella barrera de frialdad, y él no podría romperla con palabras porque hubieran sonado vacías, como un truco barato.
Le desabrochó la bragueta. El automóvil comenzó a hacer ruidos extraños, tal vez por el frío invernal que comprimía los metales de su estructura o por alguno de sus innumerables desperfectos desatendidos. En el silencio de la noche, el crujir del automóvil sonaba anticlimático, socarrón. Adrián se incorporó en su asiento y golpeó el tablero con rabia: se encendió el foco del indicador de gasolina. Soltó una carcajada. Se le escaparon de la boca nubecitas de aliento condensado. Tenía meses sin reír abiertamente. Se volvió para mostrarle a Nadia el indicador de gasolina, pero al verla se le desfiguró la sonrisa: ella tenía el rostro lleno de lágrimas. Encendió el auto para llevarla a casa.
Cristina despertó con los rechinidos del auto: los ojos muy abiertos en la oscuridad. Adrián entró con sigilo y se acostó enseguida sin hacer ruido.
—Llamó tu madre —dijo—, que ya nos depositó el dinero.
Adrián fingió estar dormido y emitió un ronquido falso, pero luego sintió que caía con suavidad y despacio en mullidos almohadones de plumas, en una habitación cálida y reconfortante donde ningún mal podía alcanzarlo y el mundo y su ritmo eran uno y constante. Y siguió así hasta que terminó de dormirse, arrullado por certezas.