Edad sin inocencia: en torno a la literatura joven
La anécdota es conocida: alguien le pidió a Borges que diera su recomendación sobre algún escritor joven. Su respuesta: “¿Joven? Hay uno que se llama Virgilio, y que promete mucho”. La broma esconde otra lectura: una recomendación de Borges consagraría en un instante al recomendado. ¿Que define entonces la valía literaria del aludido?, ¿el espaldarazo o el peso de su propia obra?
Es difícil y casi siempre controvertido llegar a conclusiones, consensos o valoraciones justas cuando nos enfrentamos al juicio de eso que hemos dado en llamar “literatura joven”. El primer bache a sortear está en el nombre mismo: si tal categoría entra en nuestro interés como lectores, escritores o críticos ¿es por ser literatura, por derecho propio, o su valor está anclado a una suerte de condescendencia generacional, más proclive a entregar más promesas que obras maduras?
Ahí reside el debate sobre la literatura “joven”: sus premios y valoraciones, sus justas medidas y los mecanismos por medio de los cuales los principiantes se integran al canon. Discusión trillada. En México esta polémica se reiteró desde finales de la década de 1990, momento en que el aparato de premios estatales y becas publicas creció de forma exponencial. Se modificó de golpe un entorno en el cual el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino representaba el único faro de oportunidad para quienes aspiraban a un esquema de publicación seria, a la distribución efectiva de su obra y a un primer reconocimiento que asegurara el arranque de una trayectoria sólida.
El Nandino funcionó como modelo para una serie de premios nacionales destinados a autores menores de treinta y cinco años. Es un hecho que el amparo del sistema permitió que más jóvenes ejercieran la escritura de manera profesional, incluso cuando los resultados en las obras fueran desiguales y acrecentaran la discusión sobre el valor real de los galardones o de sus beneficiarios. ¿Un premio nacional consagra el valor de una obra o su vocación está únicamente en hacerla pública, poniéndola en los estantes?, ¿se trata de un mero ascenso en escalafón?
Acaso la cuestión de fondo es otra: hay ingenuidad en pensar que el incremento en el número de autores publicados y en los recursos destinados a tal efecto aseguren un aumento de lectores. En otras palabras, un aparato de premios públicos no puede sustituir a una economía del libro sostenida en sus lectores. También es cierto que una generación interesada en escribir más es síntoma de una generación interesada en leer propuestas más cercanas a la sensibilidad de su tiempo y su entorno.
Recién llegaron a librerías tres títulos de autores jóvenes que en 2013 recibieron galardones nacionales y ya forman parte del catálogo del Fondo Editorial Tierra Adentro: Dodo, de Karen Villeda, Musiquito del talón, de Alfonso López Corral, y La línea de las metamorfosis, de Mario Sánchez Carbajal, obtuvieron los premios de Poesía Joven Elías Nandino, el de Cuento Joven Comala y el de Cuento Breve Julio Torri, respectivamente. Leerlos a la par arroja luz en el debate sobre el mecenazgo público: se tratan de propuestas en formación y suficientemente sólidas, cada una tiene sus virtudes, fallas, aciertos y particularidades que ameritan una lectura cuidadosa.
En este entorno repleto de propuestas, pero aún carente de una base suficiente de lectores, la actividad de este sello y de los premios estatales son catalizadores de la literatura emergente. Es importante decir que un aparato de premios públicos no puede sustituir a un mercado del libro basado en los lectores, pero el costo de no impulsar estos programas sería más alto, sobre todo frente al avasallamiento de las grandes editoriales corporativas.
Con Dodo, Karen Villeda (Tlaxcala, 1985) obtuvo el primer Elias Nandino entregado a una poeta en trece años (Gabriela Aguirre fue la última en 2003). En este poema narrativo acudimos a un relato de trasfondo histórico situado a medio camino entre lo lúdico, lo épico y lo erótico: siete marineros, en algún punto entre el siglo xvi y xvii, naufragan en las costas de la Isla Mauricio, en el océano septentrional del sur de África; una región y una época marcadas por la exploración marítima de nuevas rutas comerciales, inmortalizadas en los relatos de Defoe, Stevenson, Conrad o Patrick O’Brian. Su hallazgo está en el uso de la enumeración como un recurso visual y rítmico de plena plasticidad: “Siete barriles desvencijados. Siete barriles como pretexto para catorce brazos. Cuarenta y nueve sacos, sacos de harina de trigo sarraceno para el ánimo púgil. Moscas, un ciento. Siete camisolas que palidecen con siete barriles. Sal por puños. Catorce brazos rivales, siete mares, una escotilla”. Es un recurso del cual la poeta abusa en varios momentos, aunque aporta una musicalidad liquida y juguetona.
Dodo fluye a través de pinceladas fugaces, oraciones ajustadas y ráfagas de calor que a veces son violentas, “Rezamos con más fe ahora que nunca. Hincamos el diente. Le metemos el puño en la boca”, y a veces sensuales, “El Almirante pinta sus labios de sangre. Suena seis marineros sodomizando a una embarazada”, pero siempre brutales. Su fijación por el detalle se despliega en sensaciones y referencias que hacen pensar en una pintura flamenca vista con el filtro de un Robinson Crusoe. Se trata de una “métrica sin números”, basada en la repetición y la acumulación de consonantes agresivas.
El dodo del título aporta dimensión simbólica a un espacio tradicionalmente mítico: la isla desierta, meca de una virilidad salvaje y sudorosa que en Dodo aparece acrisolada en símbolos: el mástil, la madera, la piedra, la sal, el sudor, la sangre. Sin embargo, también es el punto débil del poema: su simbología verbal tiende a volverse criptica e innecesariamente densa en algunos pasajes, expulsando al lector de la atmosfera tan bien lograda hasta ese momento.
En otro cosmos más cercano se despliegan los relatos de Musiquito del talón, del sinaloense Alfonso López Corral (Sonora, 1979). Se trata de una apuesta a contracorriente de la cuentística posmoderna: nueve relatos de factura clásica que denotan un aprendizaje de las texturas de Cormac McCarthy o Raymond Carver, a través de un lenguaje pulido y ajustado que denota una lectura cuidadosa de la obra de Daniel Sada y Eduardo Antonio Parra.
Los cuentos reunidos en Musiquito del talón aspiran a capturar el ethos de un lugar a través de las vidas minúsculas de personajes casi anónimos que viven atrapados por dramas interiores. Se trata de Navojoa, ciudad natal de López Corral, hoy lastimada por la violencia del narcotráfico y por los efectos más perversos de la industrialización. El narrador acierta al dotarla de personalidad literaria, pero también evidencia el riesgo de repetirse a sí mismo en el futuro.
La virtud más destacable del libro es su evasión de los lugares más comunes de la literatura fronteriza. Aquí, un juglar del corrido recoge y canta historias ligadas al crimen mientras un decorador de interiores se ve obligado a remodelar una desvencijada casona histórica, sospechando que el encargo proviene de uno de los carteles de la región; cerca, una madre y la nuera a la que nunca quiso se ven forzadas a compartir un café para hablar del hijo y esposo que desapareció sin dejar rastro.
Habitantes de una ciudad invadida por la nostalgia y carcomida por su propia memoria, los pobladores de Navojoa parecen atrapados en un limbo bronco donde carreteras, casonas, gasolineras, iglesias y cantinas se erigen como guardianes de historias casi olvidadas. Tiene gracia que el volumen haya recibido el premio Comala ya que su mundo busca hermandad con el de Juan Rulfo: un espacio fantasmal de tierra caliente donde las sombras cuentan su historia y llegan ecos de otro tiempo devastado por sus propias pasiones. Entre los títulos aquí abordados, es este el que exhibe mayor solidez, al ejecutarse con estilo y en conciencia de sus propias limitaciones.
Por último, las piezas breves reunidas en La línea de las metamorfosis hicieron a Mario Sánchez Carbajal (Distrito Federal, 1983) merecedor del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri en 2013. Se trata de un volumen irregular que combina destellos de gran vuelo técnico con momentos prescindibles; son miniaturas que caminan en la frontera entre el realismo urbano y géneros como el terror, la distopía, el thriller o el humor surrealista.
Los textos muestran vocación de fracturar la realidad para después escurrirse entre sus grietas: un hombre ve en el noticiero el reporte de su propio deceso en un accidente; otro lee en un periódico amarillista el relato de un accidente fatal, antes de morir víctima de la misma circunstancia; una familia se resigna a convivir con una sombra sin cuerpo, que perteneció al difunto padre; un vagabundo recorre las calles de una colonia bajo la leyenda de haber matado y comido a sus propias hijas.
Cabe aquí un apunte a la vocación del Premio Julio Torri y a la ambigüedad intrínseca en un género como la minificción. Confundir la brevedad con el boceto o la ocurrencia es confundir gimnasia con magnesia. Por ello, en los últimos años del galardón, el rango de calidad de las obras premiadas ha oscilado entre el formalismo pop (pienso en Motel Bates, de Yussel Dardon, ganador en 2012) y trabajos perdurables que portan la mejor herencia del propio Torri (aquí pienso en Todo esto sucede bajo el agua, de Rodolfo J.M., de 2008). La línea de las metamorfosis se devanea entre un extremo y otro, víctima de su propia falta de unidad, y solo resiste una lectura fragmentaria.
Mientras el Dodo de Villeda denota el estudio atento de la tradición y el entorno histórico a los que homenajea, y Musiquito del talón se alimenta de escuelas narrativas identificables, los cuentos de La línea de las metamorfosis nacen de una variedad de registros más amplia, que van de la nota roja a la ciencia ficción, la mitología del terror —el canibalismo, el doble— o los registros audiovisuales. Son paisajes marcadamente atmosféricos: tristeza, ironía, inquietud, patetismo, reminiscencias lóbregas. Los tres libros coinciden en la búsqueda de efectos precisos en el lector. Curiosamente, su mayor diferencia está en los recursos con los que cada uno construye y articula esos efectos.
Estos títulos son propuestas que no aspiran a la consolidación sino al afianzamiento de estilos y de obras que se proyectan hacia el futuro en rutas bien definidas, con una vocación auténtica de búsqueda y una conciencia clara de sus propias limitaciones. En adelante, sus autores deberán apostar por un esquema de distribución editorial que lleve las propuestas a sus receptores potenciales, a los lectores y que, usando un término de Gabriel Zaid, “el libro sea capaz de iniciar una conversación”, al tiempo que eleve el nivel de esa conversación que es toda literatura. Si eso pasa, la edad del autor importará poco.
Nota del editor: Una errata en el texto original indicaba que María Rivera había sido la última ganadora del Elías Nandino, en el 2000. Hemos corregido este importante detalle en el presente texto.