Tierra Adentro

Basura.
G. Cabezón Cámara

Y después (en la colonia, en la iglesia, en el artículo minúsculo del periódico sobre lo que ocurrió en esa zona en la temporada de lluvia), dijeron que fue Rosaura la que tomó el camino equivocado cuando ese miércoles salió a las cinco y media de la mañana, a cumplir el turno en la panadería del centro (el camino aislado, dijeron, que nadie toma excepto que esté acompañado o sea muy de día y haya gente saliendo a trabajar, el que está luego luego del bloque de edificios en forma de ele, ese descampado como en desnivel, cerca de las vías viejas, que se cargaba de charcos y árboles pudriéndose en la temporada de lluvia, el que nadie toma, dijeron, excepto que esté buscando algo), pero por el apuro de devolver el dinero y meterlo en la caja sin que nadie se entere, y porque habían clausurado la subida del puente, con las inundaciones. Rosaura lo pensó un momento y se decidió: pasó por la oscuridad de debajo del puente y cruzó en diagonal a la hilera de edificios, y se metió en el descampado. Iba pegada a las vías cuando, bastante antes de llegar a la callecita que la sacaba a la avenida para tomar el camión, distinguió o creyó ver el auto blanco que rondaba el sitio con lentitud. Con mucha lentitud, pensó Rosaura, con los vidrios subidos y tres tipos dentro, y creyó ver (aunque no estaba segura) a ese tipo sin barba que a veces aparecía por la colonia (y fue ese domingo cuando ella estuvo todo el día en la puerta, tomando el agua de jamaica que le había preparado a Maribel, después de pasar la noche sin dormir y atenta a la fiebre de su hermana, hasta que Rosaura se cansó de estar en la puerta, y decidió dar una vuelta por el centro, y fue justamente en el paradero donde apareció otra vez el tipo sin barba, que se adelantó y pagó el boleto de ella, a pesar de que Rosaura insistió en que no hacía falta, y que de veras hubiera preferido que el tipo no se adelantara y le diera las monedas al chofer, porque después él se sentó a su lado, y no dejó de conversar, y de preguntarle cosas, y ella respondió como pudo, ese domingo en que no tenía ninguna gana de conversar ni de escuchar a nadie ni de soportar a nadie, en realidad, en que quería que la dejaran en paz, pero el tipo sonrió y dijo que había que ser cortés con una dama tan joven, y se adelantó y sin preguntarle pagó el boleto, y eso, de alguna forma rara, lo autorizaba a hablarle todo el camino, y la obligaba a ella a escuchar, hasta que por fin ella se bajó del camión, aliviada de no tener que soportar más esa conversación, con la mirada de él que de tan pesada podía sentirla fija a su espalda, sentir cómo le medía las caderas, y las piernas desnudas debajo del short). Entonces ese miércoles a las cinco y media de la mañana Rosaura creyó que era él quien estaba sentado en el asiento trasero del auto blanco, y pensó que el auto estaba avanzando con demasiada lentitud. La muchacha siguió adelante. Sin tiempo, había que atravesar la callecita y llegar a Municipio, y devolver los pinches doscientos pesos que el sábado sacó de la caja. Fue tan fácil sacarlos después del corte, que hasta ella se sorprendió. Como si los pasara de una mano a otra, en realidad, se los dio esa tarde a Maribel, y esa misma tarde las dos se metieron en el cuarto que apestaba a cloro donde la señora hacía el raspaje, y ella (Rosaura) se quedó esperando en la salita de entrada, hasta que la llamaron para que se llevara a Maribel, y después a su hermana le dio fiebre todo el fin de semana, y ahora por fin estaba mejor. Por fin. Y todo se acabaría de una pinche vez hoy, pensó Rosaura, dentro de un rato, no bien metiera el dinero en la caja. Por eso se sobresaltó cuando el auto blanco se estacionó junto a ella. La ventanilla se abrió con lentitud y una voz muy clara preguntó dónde estaba Municipio. Rosaura se detuvo, y le sucedieron dos cosas: primero, se sorprendió al no ver al tipo sin barba del domingo (y esto, un poco, la tranquilizó) y, casi enseguida, instintivamente, se arrinconó contra unos pastos altos antes de alzar el brazo y responder. Giró la cabeza y señaló hacia adelante. Y quizá por esto, porque se tardó unos segundos en la respuesta, dijeron después que ella sabía quién iba adentro. Que los conocía, si se había detenido a conversar con ellos, cuando ella andaba por ahí. A los tres hombres. O por lo menos, a los dos que se bajaron no bien Rosaura se giró apenas, y uno la sujetó de los brazos, y otro la golpeó en plena cara, y así la tironearon hasta subirla al coche. No la insultaron. La metieron en el asiento de atrás, y uno le seguía sujetando los brazos a la espalda, mientras el otro la golpeaba y la golpeaba. Los dedos gruesos cayeron sobre el pómulo y esto casi la desmayó. Antes, Rosaura alcanzó a librarse una mano, y buscó arañar la cara del tipo. Dio un tirón, y la carne húmeda se le metió bajo las uñas. Ahora sí le gritaron (se lo estaba buscando, dijeron) y le ataron las manos atrás, y le anudaron una especie de venda que le tapó los ojos. Y sin embargo, por debajo, pudo ver (y fue lo último que vio, mientras le arrancaban la blusa, y uno la empujaba sobre el otro, y le entraba así, mientras ella gritaba, y le aplastaban la boca, y el auto seguía a la misma velocidad), pudo ver los brazos del que ya estaba sobre ella. Con mucho pelo. Hasta que la mano de él (áspera también) subió por el pecho y la tomó del cuello. Después, fue el chico que cumplía con el turno de reparto de periódicos, el viernes de la semana siguiente, el que dijo (el que avisó) que había un cuerpo de mujer revoleado entre la basura. Abandonado, revoleado ahí como si fuera lo mismo que los cartones viejos pudriéndose con tanta lluvia, y los desechos, un cuerpo de mujer boca abajo, con las piernas abiertas, el pelo enredado, la cara deformada por los golpes, dijeron, cuando la policía llegó y dio vuelta el cadáver de Rosaura, de ella, que a juzgar por la ropa y por estar sola tan temprano en ese sitio quizá era medio pu- ta, o quizá era una chica que (eso dijeron) se escapó con el novio y a último momento todo fue mal, y se pelearon, hasta que el forense le dijo a Maribel (que seguía con fiebre, y había preguntado en todos lados, y había buscado en todos lados, y no, nadie le decía nada, decía Maribel) que les quiebran la mandíbula así cuando la chica grita demasiado (entonces Maribel se apoyó contra la pared de la morgue, y retiró los ojos del pecho tajeado de Rosaura), y era extraño, porque las putas están medio acostumbradas a gritar, dijeron después, y que seguro había sido un tipo aislado (un caso aislado), o a lo sumo dos, y que Rosaura los conocía, sino cómo se explicaba que ella (Rosaura) se hubiera detenido a conversar, y en la panadería se sorprendieron con la noticia, pero faltaban doscientos pesos en caja, y quién sabe si eso no indicaba que algo andaba mal (y Maribel, entonces, qué chillaba tanto ahora) porque, francamente, mucho no se puede esperar de una chica que se pasa todo el domingo en la calle, muy bien no le puede ir a una chica a la que veían irse con cualquiera en cualquier camión, si al final fue Rosaura la que decidió andar sola esa mañana, y fue ella la que tomó el camino equivocado, y la que se quedó conversando con los del auto, y después todos dijeron que más le hubiera convenido no salir, y no vestirse de esa manera, si de verdad la chica quería que estas cosas no pasaran, si de verdad quería que esto nunca le hubiera sucedido.

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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