Del viaje del héroe a la promesa de la virgen
En dos mil tres, el premio Alfaguara de novela lo ganó el mexicano Xavier Velasco con la obra Diablo guardián. Tuve oportunidad de leerlo hasta dos mil cinco, y eso porque en mis excursiones dominicales al tianguis lo encontré por treinta pesos en uno de los puestos improvisados al final de los últimos pasillos, en los que regularmente podía hacerme de buenos libros porque podía costearlos. La situación económica de mi familia era más precaria que en cualquier otro momento en tanto mis padres estuvieron juntos. Más adelante su matrimonio terminó, y esa transición provocó que el libro tomara una gran importancia para mí. Amé desde el primer momento todo de esa novela: la enorme diferencia entre las voces narrativas que cuentan las dos historias que en algún punto se entrelazan; la personalidad cínica y mañosa de Violetta y la contemplativa y distante de Pig; el ritmo que por momentos toma la narración. Tengo que confesar que me enamoré a tal grado de Violetta, que en esos últimos años de mi adolescencia creí que una vida como la suya sería algo que también yo podría perseguir. A la fecha he leído Diablo guardián al menos cinco veces, y en cada relectura me convenzo más de que lo que en verdad me hubiera gustado tener de Violetta en mis veintes es su deseo de huir del amor romántico. Al contrario de ella, pasé todos esos años creyendo que una relación amorosa con un hombre debería ser el fin máximo de mi vida, y en eso me enfoqué. Claro que venía de un súper consumo de telenovelas del horario familiar y libros producidos durante el boom latinoamericano, en los que el papel de la mujer era esperar a ser descubierta/rescatada/salvada/vista/poseída por algún protagonista heroico y nada más. No le envidié a Violetta la ambición, los métodos de seducción ni la habilidad para alimentarse exclusivamente de comida rápida sin tener un solo estrago. Tampoco le envidié la cantidad de hombres que podía envolver o los alcances que a través de ellos conseguía. Lo único que verdaderamente deseé aprender de ella fue el desapego, la ligereza con la que brincaba de una conquista a otra y el poder de cosificar a cada uno de los personajes con los que se topaba, incluido Pig. Fantaseaba con poseer esa sangre fría que ella demostraba al batear las intenciones de cada pretendiente. Sin embargo, cuando aprendí a ser un poco como ella, me cayó el veinte: Violetta no era una mujer. Y más allá de eso, era un personaje femenino creado desde el imaginario de un hombre.
Carl Gustav Jung dividió la mente humana en dos: el consciente y el inconsciente. Este último, a su vez, lo separó en inconsciente personal e inconsciente colectivo. El último es una especie de memoria genética que conecta a toda la especie humana. El inconsciente colectivo, por ejemplo, es el responsable de que cada sociedad a lo largo de la historia se haya dado a la tarea de construir una mitología para tratar de satisfacer la necesidad de saber dónde viene el ser humano y cuál es el sentido de su existencia. El inconsciente personal es todo aquello que la mente del individuo intenta comunicarnos a través de los sueños y otros símbolos. El selbt. Dentro del inconsciente personal habitan animus y anima, los arquetipos que funcionan como filtros para, a través de ellos, construir el entorno. Hombres y mujeres percibimos al otro desde el arquetipo al que asociamos lo que debe ser. En Diablo guardián, Xavier Velasco nos presenta a Violetta como una mujer valiente que huye del amor, que se obliga a echar de su vida a cualquiera que pudiera entrar en la etiqueta de amado porque, como ella misma lo dice: cuando te enamoras te pasas la vida haciendo excepciones. Violetta quiere ser más importante que cualquiera, pero no para los otros. Usa sus senos como un arma poderosa para enganchar a los hombres y no siente remordimientos. Pero Violetta no menstrua, no tiene cólicos, no se queja de su peso, no experimenta orgasmos. Violetta no es consciente de su cuerpo o de la manera como lo habita sin la validación exterior.
En los ochentas, tras muchos años de brindar terapia psicológica a mujeres cuyo conflicto radicaba en la contraposición de lo que era y lo que debía ser, y tras estudiar con especial atención El héroe de las mil caras, Maureen Murdock se reunió con Joseph Campbell. El objetivo de aquella entrevista bien pudiera reducirse a una sola pregunta: ¿qué pasaba con las heroínas, con el viaje transformador de las mujeres? Y es que el papel de lo femenino en El héroe de las mil caras es claro: la mujer es representada como la diosa. La diosa madre que ha parido y echado al mundo al héroe para que lo conquiste; la diosa esposa que debe ser poseída a través del conocimiento; la diosa gestante que le sirve como canal para el renacimiento necesario tras la muerte simbólica. En El segundo sexo, Simone De Beauvior explica que, para Freud, la mujer es ante el hombre lo otro, aquello que no puede reconocer como igual y, por lo tanto, no merece ocupar el mismo lugar que él. El hombre no ingresa en el mundo femenino porque está constituido de intereses menores; lo femenino casi siempre tiene alguna connotación negativa. Escuchamos “Ya vas a empezar de niña”, “Pórtate como hombre”, “Eso es cosa de mujeres”, y asociamos eso femenino con algo de menor valor. Bajo el dogma del amor romántico, la mujer estudia el mundo masculino sin que se le reciba en él, por eso se ve obligada a observarlo desde fuera, a comprenderlo porque así se le enseña a amar. La mujer debe ser poseída en todo sentido, y si ella no lo permite su amor no es legítimo. Como en el viaje del héroe, la diosa está quieta, a la espera de ser descubierta-conocida-poseída. La diosa no es una mujer que toma acción, sino un elemento que espera para cumplir su función en la transformación de alguien más.
El viaje de la heroína de Maureen Murdock, también descrito como la promesa de la virgen por Kim Hudson, nace como una liberación del arcaico arquetipo masculino. Es distinto en sus motivaciones, sus etapas y las transformaciones a las que la mujer aspira. Nace del conflicto sempiterno entre lo que es y lo que debe ser. Implica una ruptura de los valores tradicionalmente femeninos, un intento de apropiación de lo masculino como lo único positivo, una reconexión con aquello que simboliza a la madre, pero no solo a la madre, sino a todas las ancestras que, a su vez, han atravesado el mismo camino. El héroe busca conquistar porque lo merece, porque su naturaleza es expansiva. La mujer introspecta porque su primer territorio de conquista es ella misma, y se expande desde sus propias dimensiones, desde su consciencia y a través de su cuerpo.
Los contenidos están llenos de representaciones incompletas de heroínas que, a lo más que aspiran, es a emprender sus travesías en mundos masculinos. Violetta, Mulán, Katneese Everdeen, Ana Karenina, Betty la fea. Personajes femeninos que miramos a través de la construcción masculina, cuyo fin último y prioritario es el amor romántico, la maternidad, la familia, la voluntad de sacrificio y todos esos valores que tradicionalmente una mujer debe abrazar. Eso o no existir. Si quisiéramos ver heroínas un poco más reales, con menos clichés y mayor libertad de construirse a ellas mismas, tendríamos que voltear hacia Mérida (Valiente), Elsa y Anna (Frozen I y II), Dánae bemba de pato (Querido primer novio) y Nina Sawyer (El cisne negro). No podría decir que la creación de heroínas más reales se limita a la mente femenina, pues tanto la novela como la película de El cisne negro son obra de creadores hombres, en tanto que Mulán y Katneese nacen de la mente de mujeres.
No es regla seguir estos viajes heroicos ni criticar o rechazar estas representaciones; a fin de cuentas, elegimos lo que nos gusta y desechamos lo que no. Quizá nunca dejen de crearse personajes femeninos desde la construcción masculina. Pero, igual que para las heroínas de la ficción, la comprensión y el entendimiento de lo verdaderamente femenino cumple para quien lee una historia o mira una película la labor de validar afuera lo que existe en su interior. Entre más heroínas auténticas consumamos a través del cine, la música o la literatura, más sencillo será interiorizar que, como dijo Simone De Beauvior, no hay una sola manera de ser mujer, sino tantas como mujeres hemos pisado el planeta.