Tierra Adentro
Ilustración de Mildreth Reyes

…hay gente que observa los pájaros,

gente que observa las estrellas,

y hay gente como yo

que observa a los demás…

Diario de un voyeur

La última vez que me hospedé en un hotel de carretera fue en un Baymont Inn & Suites en el 4210 de la IH-35 South, en San Marcos, TX. La habitación era una doble del segundo piso, tenía una lámina con el 227 en la puerta y daba directamente al parking. En la recepción, un sujeto hindú atendía el teléfono y tecleaba en la computadora, rellenaba la cafetera y aspiraba la sala de espera, a veces, todo al mismo tiempo. El piso interior estaba cubierto por una moqueta esconde polvo y había máquinas expendedoras de refrescos y hielo, una cafetera, pan de caja y cestos para cubrebocas. Una alberca, casi un lujo, empañaba el cristal que dividía la recepción en dos, comedor y balneario, pero nadie comía ni se bañaba. Era de noche y hacía frío en Texas.

Había dos maneras de ingresar a la zona de recámaras: una era por un corredor que salía en medio de la entrada de la alberca y el cuarto de servicio; la otra, a la Hitchcock, desde el estacionamiento, directamente del coche a la cama. Luego de introducir la tarjeta magnética en la puerta del edificio del hotel, una escalera de peldaños grasosos. En el pasillo central, habitaciones idénticas a cada lado, extintores, lenguaje covid por doquier. Todo normal, muy roadtrip, hasta cozy. Si no fuera por la retorcida crónica que Gay Talese escribiera sobre el Manor House, seguramente no habría revisado tan minuciosamente cada aspecto de mi habitación con vista al Whataburger, camas twin, ducha con bañera y mesita de estudio con biblia encuadernada en piel. No me sentía en el Bates Motel, sino en The Voyeur’s Motel.

Aquel invierno de principios de década, Gay Talese recibió en su casa de Nueva York una carta escrita a mano, enviada por correo exprés y sin firma, fechada el 7 de enero de 1980, en la que un tal Gerald Foos confesaba lo siguiente: “Compré este motel para satisfacer mis tendencias de voyeur y mi irresistible interés por todas las fases de la vida de la gente, tanto social como sexualmente, y para responder a la antiquísima pregunta de «cómo la gente se comporta sexualmente en la intimidad de su dormitorio»”. Hablaba de un pequeño motel de 21 habitaciones ubicado en la zona metropolitana de Denver: el Manor House en el 12700 de la avenida East Colfax de Aurora, Colorado.

You have to be there: físicamente, in situ, y corroborar vis-a-vis la historia, al menos, en las bases del Nuevo Periodismo que instaurara Gay Talese como dominante en el journalism norteamericano durante la segunda parte del siglo XX. El cronista insistía en utilizar nombres auténticos, situaciones verificables en tiempo y espacio, datos reales. Esta poética de la no ficción no imagina nada, sino que obtiene la información directamente de sus fuentes: Talese, según sus propias palabras, no oculta nada a sus lectores. En caso contrario, no hay historia.

Esta fijación por la veracidad del relato lo llevaría, unas cuantas semanas después, al edificio de ladrillo verde y puertas de color naranja que regentaba Foos, y en cuyo tejado a dos aguas mantenía un «laboratorio de observación», plenamente consciente del fisgoneo y la invasión a la privacidad de sus huéspedes. Gay Talese entonces viajó de Manhattan al desván privado del Manor House para comprobar la efectividad del método que el voyeur tardó casi un año en perfeccionar: de las 21 habitaciones del motel, en 12 había instalado falsos conductos de ventilación —una rejilla de celosía de 15 por 35 centímetros con una docena de listones—, personalmente diseñados y colocados por Foos, además, con la absoluta aprobación y apoyo de Donna, su primera esposa.

Una historia por lo menos morbosa y, detalles adelante, un tanto obscena y hasta ilegal. Gerald Foos se compromete a enviar el Diario de un voyeur a Gay Talese, siempre y cuando éste preserve el anonimato del mirón y el estatus saludable del motel. En Voyeur, el documental producido en 2017 por Josh Koury y Myles Kane basado en el libro de Talese, se pueden observar en la oficina del escritor neoyorquino decenas de cajas, cada una con su archivo personal, notas, cuadernos, recortes de periódicos y revistas, apuntes inéditos. En la etiquetada como «The Voyeur» hay más de 30 años de cartas, entrevistas y fotografías concernientes al Manor House y su perturbado dueño.

A diferencia de Norman Bates, Talese no describe a Gerald Foos como un sujeto clínicamente desquiciado, sino como un norteamericano cualquiera, poco fiable, es verdad, pero no lo trata como un perturbado sino como un «investigador social». Foos considera que su experimento cuenta incluso con mayor validez que los de cualquier institución académica enfocada en el sexo, pues sus «informantes» no solo desconocen su rol como conejillos de indias, sino que proporcionan información en vivo y en directo, justo a 2 metros de la cama de su habitación. El voyeur observó y documentó en varios volúmenes durante más de 15 años a miles de personas que alquilaron una habitación en el Manor House y siempre se mantuvo orgulloso de su secreto. Hasta que acudió a Gay Talese, quien recientemente había publicado Thy Neighbor’s Wife, historias de primera mano que el cronista convierte en un descomunal compendio de las costumbres sexuales en Estados Unidos, y del que Foos tenía noticia por el Denver Post.

En la primavera de 2013, después de poco más de 3 décadas de correspondencia, Gerald Foos llamó por teléfono a Gay Talese y le informó que por fin estaba preparado para dar a conocer su historia al público. Donna había muerto en 1985 y ahora su nueva esposa, Anita Clark, lo ayudaba con su «laboratorio de observación». Sí, ella también estuvo de acuerdo e, incluso, entre los dos adquirieron el Motel Riviera, en el 9100 también de la avenida East Colfax de Aurora, muy cerca del Manor House. Foos creía que, en el más apetitoso de sus sueños, merecía cuando menos difusión y hasta cierto reconocimiento por su labor. En las páginas del Diario de un voyeur había descripciones explícitas —que van desde lo escatológico hasta lo genital—, juicios de valor, opiniones políticas y, desde luego, confesiones comprometedoras. El voyeur confiaba que la ley de prescripción lo protegería de las demandas de violación de la intimidad que pudieran presentar antiguos huéspedes.

Objetos de su deseo, los personajes reales del voyeur eran también personas normales: comían pollo frito y embadurnaban las sábanas, no siempre cogían, muchas veces solo veían la tele, también eran víctimas del tedio, se masturbaban, dormían. En su bitácora, Gerald Foos describe cuerpos, extraños fetiches, impotencias, curiosidades generales y asquerosidades de la clase media norteamericana. Hay grupos swinger, interracial, incesto; prostitutas, dílers, gígolos; burócratas, profesoras de escuela, monjas; veteranos, tullidos, deformes; menores de edad, sugar daddies y cougars. Desde luego, también una gran cantidad de manifestaciones del sexo, acompañada de robos, violaciones, golpes, daño psicológico, hasta un asesinato impune que Foos presenció el 10 de noviembre de 1977 a través de la rendija de la habitación número 10 del Manor House y del que no informó en su momento a las autoridades.

Ilustración realizada por Julissa Montiel.

Ilustración realizada por Julissa Montiel.

La historia de Gerald Foos puso en entredicho el prestigio literario de Gay Talese, por un lado, y cuestionó los mecanismos del periodista, por otro, sobre todo en los sentidos ético y legal. Paul Farhi, en su entrada del 8 de abril de 2016 en el Washington Post, no solo apuntaló el espeluznante recuento de las actividades del voyeur, sino la responsabilidad del periodista frente a actos evidentemente criminales. ¿Eran, en todo caso, cómplices de un asesinato? ¿Hasta dónde se implicaba el autor en su historia? ¿Consideraba fidedignas las fuentes? Porque el gran error de Talese fue confiar en un único informante truculento, un tanto cínico, que resultó caer en algunas incoherencias temporales y narrativas en su relato, resueltas en la última edición de The Voyeur’s Motel con una «Nota del autor», suerte de fe de erratas que busca enmendar ciertas carencias en la trama del fisgón del Manor House.

En Google Street View, todavía hoy, se puede visitar una parcela llana de 30 por 86 metros en el lugar donde estaba el «laboratorio de observación» del voyeur, en el 12700 de la East Colfax Av. de Aurora, Colorado. El Manor House fue demolido en la primavera de 2015, mientras que la columna de Gay Talese en The New Yorker apareció en abril del siguiente año, unos días antes que la entrada de Paulo Farhi. The Voyeur’s Motel se publicó un poco después y podría considerarse como uno de los textos más polémicos del periodista norteamericano, no solo por el tabú, sino por la inconsistencia y, hasta cierto punto, por poner en escena las grandes carencias del Nuevo Periodismo: mientras que Foos, el voyeur, se escapa de los límites de la no ficción, Talese, el cronista, peca de crédulo y curioso. Ambos, para variar, con un fuerte tufo patriarcal y machista, hasta mesiánico, que confunde la realidad con la pornografía.

Para Gay Talese, Gerald Foos fue un narrador inexacto y poco confiable, pero sin duda un voyeur épico, aparentemente indultado en pos de la curiosidad. Mientras que el Motel Bates, The Overlook o The Grand Budapest Hotel son mitos instalados en el imaginario colectivo debido a la ficción, el Manor House y su mirón existieron efectivamente pero, ¿a quién le gustaría ser observado mientras come, caga o coge, sin aviso, remuneración o beneficio? Habrá quienes, seguramente.

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Autores
(Torreón, 1994), hispanista por la UNAM y lector. Literaturas contemporáneas y de ciencia ficción, crítica literaria, escritura creativa y archivo. Escribo en la aldea global desde el western y la distopía. Posnorteño. Doppelgänger: @lagunauta.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.