Cómo enseñar poesía sin morir en el intento
Para mis estudiantes de UC Riverside
Te veo: nerviosa, güera con una larga trenza, caminando en fila detrás de los demás niños (me has confesado lo mal que te caen todos) hacia la biblioteca. En la plataforma de arriba, te sientas con el resto de tus compañeros, te acomodas la falda, tus pies no llegan al piso. Debajo están los “estimados padres de familia”. Algunos con sus cámaras de video aparatosas (de casete) sobre tripiés. En tu escuela, le llaman “ejercicio de elocución”. Van por orden de lista y te toca hasta el final. Escuchas una tras otra. Que si juventud divino tesoro, que si te quiero te lo he dicho con el viento. A tu mejor amiga se le olvida el poema. Pero viene al rescate la maestra, que se sienta siempre de lado y tiene la copia de todos los poemas. Le susurra en voz baja la siguiente línea. A otros se les olvida todo. El más alto del salón se pone a llorar. Tú no te inmutas. Siempre igual de bien portadita y lista. No le hablas a nadie en el recreo, pero bien que declamas y acabas cada año yendo a la final del concurso de elocución. Te paras al fin, te subes a la tarima. Lista con la mímica, la entonación, bien memorizado el poema. Te colocas y recitas “Pleito de cobijas” de Margarito Ledesma (autodenominado humorista involuntario). Necia con que querías recitar ese poema que encontraste en un libro viejo en casa de tus abuelos:
Y, como eran dos voluntades
que jalaban con rumbos diferentes,
llegaron a ponerse tan renuentes
que de una colcha hicieron tres mitades…
no dejaron de darse algún moquete,
y dicen que ya se andan divurciando
Como para muchos, estos fueron tus primeros encuentros con la poesía. Contactos forzados y para otros traumáticos. Ejercicios de oratoria, de declamación, de memoria. En retrospectiva crees que uno de los aspectos más importantes de la poesía es su carácter memorable. Interiorizar y apropiarse de un poema. Adentrarse en el pulso del ritmo, la melodía y la estructura. Un poema se dice siempre en presente. Cada vez que te paras y repites un poema, cada vez que usas ese verso que tanto te gusta en una conversación, cada vez que encarnas el deíctico y decides que el yo del poema eres tú. En Memoria y materia Bergson dice: “La memoria… no es una facultad de clasificar los recuerdos en un cajón o de inscribirlos en un registro. No hay registro, no hay cajón, no hay facultad… la memoria está siempre presente; pero esta memoria, a la que su elasticidad permite dilatarse indefinidamente, refleja sobre el objeto un número creciente de cosas sugeridas”. La memoria es nuestra forma de ver el mundo y nos permite percibir las cosas de otras formas, mucho más ricas, que a través de la mera percepción inmediata.
Años después, quizás lo imaginan bien, esa pequeña güera de la trenza se volvió profesora de literatura y ahora obliga a sus estudiantes a recitar poemas en voz alta. Se le conoce por inventar clases raras y poner a sus estudiantes a realizar ejercicios incómodos para ejercitar la memoria y experimentar con los sentidos y sensaciones, para comprender mejor sus dos géneros predilectos: la crónica y la poesía (hace tiempo que las novelas y cuentos le aburren mucho).
Después de que leí Moonwalking with Einstein: The Art and Science of Remembering Everything (en español se tradujo como: Los desafíos de la memoria), del periodista Joshua Foer, decidí volver a esos años de los “ejercicios de elocución” a manera de experimentar con mi propia forma de ver y enseñar poesía. En el libro, Foer narra cómo logró, luego de entrenar y “ejercitar su memoria” durante un año, ganar el campeonato de memoria de los Estados Unidos. Tras entrevistar a los campeones de memoria, Foer se da cuenta de que usan técnicas milenarias de nemotecnia (basadas en el método de loci, los lugares) para ejercitar la memoria y aprenderse cientos de cifras, palabras, o el orden de barajas enteras. Inspirada por la idea de que se puede ejercitar la memoria y este tipo de técnicas están al alcance de todos, decidí implementar el método y torturar a mis estudiantes de licenciatura y doctorado.
Tanto en mi seminario de poesía y psicoanálisis del doctorado como en mi clase de poesía latinoamericana del siglo XX de licenciatura, los estudiantes debían aprenderse como mínimo tres líneas o versos del poema que teníamos asignado. Cada una de las clases comenzaba con una ronda en la que cada uno recitaba el fragmento que había elegido. Así, el ejercicio nos permitía ejercitar el debilucho músculo de la memoria que rara vez utilizamos.
En las clases, les expliqué a mis estudiantes el método del “palacio de la memoria” para que se acordaran de las palabras de un poema. El método se describe por primera vez en la “Retórica a Herenio” donde se cuenta la anécdota de cómo Simónides logra identificar los cadáveres de los fallecidos durante un terremoto porque recordaba el lugar exacto en el que estaba cada uno de ellos antes de morir y quedar desfigurados. Según ya lo intuían los oradores romanos y hoy confirma la neurociencia, los recuerdos están entrelazados en una red de asociaciones y es más fácil acordarse de las cosas que se asocian con una imagen del entorno, sobre todo si están asociadas a emociones muy fuertes o si contienen detalles ridículos, que se salen de lo ordinario. La memoria está íntimamente ligada con el orden espacial. Para recordar un poema, les decía a mis estudiantes, deben crear imágenes extrañas (mientras mas ridículas, obscenas y detalladas, mejor) asociadas con las palabras para después colocarlas en un espacio que conocen muy bien (la casa en la que creciste, en la que has vivido muchos años o la casa de tus abuelos). Se colocan las palabras hechas imágenes en las diferentes habitaciones, en el orden correcto y así al ir en tu mente por la casa, recuerdas el orden exacto de las palabras.
Una vez que nos quedó claro que la memoria es fundamental para apropiarse de la poesía, me importaba dejar en claro que no quería que pensaran la poesía de la misma manera en la que piensan un cuento, una novela o un ensayo. El siguiente reto fue inventar formas de leer y hablar de la poesía que no recurrieran al clásico esquema de la narrativa. Al principio fue muy complicado no atribuirle las líneas o versos a un personaje, narrador o autor, y no hablar de trama, espacio o tiempo causal. Me di cuenta de que la narrativa no es solo una de las muchas formas literarias que hay, sino la condición misma de la experiencia (que es inteligible en forma narrativa, traza secuencias causales, y representa la experiencia como hechos que se pueden contar o resumir o relatar). Hablar “de lo que trata” un poema es empobrecerlo y quitarle toda su dimensión de trabajo con el lenguaje. La métrica, el ritmo, la estructura, la musicalidad y el fraseo son tan importantes como el mensaje del poema (si es que lo tiene) y toda lectura narrativa lo reduce a un mensaje que se quiere transmitir. El resto del lenguaje poético pasa a ser decorativo o accesorio. Nos enfocamos, entonces, en aspectos que son más difíciles de “analizar” como la musicalidad y ritmo, el carácter epideíctico del discurso poético, dirigido a alguien y fabricado para ser dicho, el carácter memorable (una memoria mnémica, no interpretativa) de los versos que se guardan íntegros para ser repetidos.
Llegué a la conclusión, luego de copiar versos enteros en el pizarrón y dividirlos para enseñarles a los estudiantes la musicalidad del lenguaje y convencerlos de que la poesía es también música, que la transmisión del poema se aproxima más al de la matemática que al de la narrativa (que es lo que el psicoanalista Jacques Lacan llama “la instancia de la letra”). La poesía fundamentalmente saca al lenguaje de su función comunicativa hacia la función poética, lo que quiere decir que se sustrae de la mercantilización y uso de las palabras con un propósito concreto. El poema despoja a las palabras de su uso cotidiano y más que un significado distinto, les da otro orden y sintaxis.
En su movimiento, el poema comienza por interrumpir la continuidad de la cadena significante: una forma poética es capaz de reformular y socavar el espacio necesario de lo que es posible expresar en el lenguaje cotidiano. Si un poeta coloca la palabra “amueblado” en la siguiente frase: “mujer el mundo está amueblado por tus ojos”, no se refiere en realidad al departamento que uno quisiera rentar, ya cómodamente amueblado, sino que usa lenguaje figurado para denotar cómo es la presencia de la mujer en el mundo.
Para lograr captar estos aspectos del discurso poético hicimos varios ejercicios: escribimos poemas con el ritmo y líneas de nuestras canciones favoritas, jugamos a recortar palabras de poemas para armar un poema nuevo, hablamos de a qué saben las palabras o de qué color imaginamos que son, descompusimos imágenes de Instagram para fabricar haikús, musicalizamos poemas y leímos mucho en voz alta, en diferentes tonos (enojados, cursis, como discurso político, llorando, sensual), cada verso de los autores a los que nos acercamos (desde Vicente Huidobro y Oliverio Girondo hasta Minerva Reynosa y Coral Bracho).
Aproximarse así a la poesía, obviamente, requiere un esfuerzo enorme. Algunos de mis estudiantes estaban felices de experimentar conmigo algo distinto en el salón de clases. Otros, decían: “la poesía no es lo mío” y repetían “no entiendo”. Pero acabaron por encontrar su propia manera de leer y escribir poesía. Debo decir aquí que mis estudiantes de licenciatura en la Universidad de California en Riverside son en su mayoría estudiantes que crecieron hablando español en sus hogares, pero muchos de ellos no tuvieron una educación formal en español, sino en inglés y por lo tanto son particularmente sensibles a los vericuetos y rarezas del idioma que a veces uno da por sentado. A través de sus voces descubrí una nueva forma de leer poesía: más íntegra y menos cerebral, mucho más intuitiva que textual, más performática y corporal que escolástica.