Tierra Adentro
Bradbury. Ilustración por Richard Zela.

Por el cosquilleo que siento en mis pulgares, en la punta de mis dedos, sé que algo extraño y retorcido se aproxima. La rareza, llena de asombro y oscuridad, pero principalmente de nostalgia; va y viene por el aire de otoño.

Esa extrañeza se esconde en las profundidades marítimas, esperando por millones de años el sonido espectral de una llamada; controvertida, bajo el ruido de un trueno que todo lo confunde; conmovida, como una mujer que ve a su esposo construir un cohete falso para llevar a sus hijos al viaje de sus vidas.

Ray Bradbury (1920-2012) nació el 22 de agosto de 1920, en Waukegan, Illinois, un pueblo de la América Profunda donde los prejuicios raciales, la ignorancia y la depresión hacían mella.

Los años que siguieron en la historia del gran fantasista, convirtieron su vida -la de un escritor que buscaba el pan en las revistas Pulp– en una carrera como autor de revistas más serias, como la publicación Mademoiselle (revista americana fundad en 1935), en la que un joven caricaturista del New Yorker, el casi desconocido Charles Addams, creador de la famosísima familia Addams, ilustró lo que terminaría siendo una de las obras más personales de Bradbury: De la ceniza volverás (2001). Lo que siguió después de esas primeras publicaciones terminó por convertirlo en uno de los grandes clásicos norteamericanos del siglo XX.

Se han dicho demasiadas cosas de Bradbury. Yo no estoy aquí para decir algo nuevo, sino para sumar a esa marejada de autores que elogian, con toda justicia, la obra bradburyana, un texto más, una aspiración al sueño de aquel hombre que trascendió la oscuridad, la fantasía y el miedo; incluso ese temor a la bomba nuclear, a los soviéticos, del que habla Stephen King en Danza macabra (1981), y que parece tejer para siempre el aura que pendía sobre las cabezas de los norteamericanos durante años. El temor a la guerra nuclear, hasta a la destrucción de la humanidad, puede notarse en la literatura de Bradbury y en la de contemporáneos suyos; hay películas que así lo atestiguan.

Bradbury se hizo famoso siguiendo la estela de la Weird Tales, aunque nunca se convirtió en un escritor al estilo de H.P. Lovecraft, Clark Ashton Smith, y por suerte tampoco en un August Derleth. En Unutterable Horror V. 2 (2014), S.T. Joshi se sorprende de la cualidad especial de Bradbury, quien, a pesar de elogiar a los autores ya mencionados, escribe una obra que nada tiene que ver con los mundos de Los Mitos de Cthulhu, o con los universos de Clark Ashton Smith, que reunió Lin Carter para Ballantine Books en tres tomos: Zothique (1970), Hyperborea (1971) y Xiccarph (1972)1.

La construcción imaginativa de Bradbury posee un muy especial espíritu otoñal y melancólico que terminó por florecer en la idílica e imaginaria Green Town2.

Los cuentos de Dark Carnival (1947), que pueden ser leídos en la versión extendida y revisada: El país de octubre (1955), fueron publicados por August Derleth en la ya mítica editorial Arkham House. Bradbury, de esta manera, se daba a conocer al mundo como un gran nombre en la literatura de terror, pero ¿lo era realmente? Cuando uno escucha la palabra, ese apellido, Bradbury, que suena como a trueno o a sándwich con queso y pepinillos (muy americano), le viene a la cabeza las naves espaciales, principalmente los cohetes, o quizá un hombre con una manguera en las manos, expeliendo fuego en lugar de agua.

Para los más entendidos o curiosos, Bradbury remitirá a un hombre atiborrado de tatuajes que cuenta historias imposibles sobre lluvias infinitas y viajes a planetas no tan lejanos a la Tierra; también a carnavales que abundan por ahí para contarnos narraciones del tiempo. De igual forma, por supuesto, habrá dinosaurios que provocarán desajustes en la línea espacio-temporal que conocemos.

El hombre de Illinois no fue una voz de la narrativa de terror, y nada más. Ni siquiera podría afirmar que fue un pionero de la ciencia ficción únicamente, pues aunque los cohetes, las videollamadas (que en esta temporada de pandemia nos parecen de lo más normal) y las máquinas espeluznantes, estén en su cabeza y en las hojas de sus libros; también podría decirse que fue un gran escritor. Haber logrado algo así no es poca cosa.

A la manera de Le Guin, podríamos creer que la obra de Bradbury merece estar junto a la de cualquier otro autor cuyo apellido empiece con la letra B. Pasando por Honoré de Balzac, Charles Baudelaire, Samuel Beckett, o Saul Bellow. La literatura de subgénero tiende a seguir ciertas pautas que la “encuadran” en determinado estilo: los detectives, para la narrativa policíaca; el romance complicado, para la novela rosa. Sin embargo, autores que escriben dentro de un espacio que muchas veces reniega de la mimesis, no olvidan las grandes preguntas filosóficas de la literatura ni el estilo de la prosa. Aquí un ejemplo bradburyano:

“El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años…”

Por supuesto, esta es una traducción y un pequeño ejemplo de la difícil transición entre la prosa inglesa de Bradbury al español, como lo es también la de tantos escritores, de Virginia Woolf a Lovecraft.

Sin embargo, el punto, y si se quiere leer en inglés este será refrendado, es que el autor de Illinois no buscaba tan solo la literatura espectral, el aullido, la sangre, el tentáculo. Le importaba poco la basura efectista, lo que buscaba era la poesía, el uso complejo del lenguaje, hasta los juegos con los significados de los nombres de sus protagonistas. Además, la profundidad y el significado de sus historias, desde La feria de las tinieblas (1962), hasta Fahrenheit 451 (2009), se manifiesta como una búsqueda personal, una reflexión que convierte su literatura en una posibilidad de atisbar el alma humana.

Lovecraft, en El horror en la literatura sobrenatural (publicado en 1927, y luego revisado y expandido en la edición de 1934), habla de la importancia del ejercicio literario incluso en las obras populares. Para él, era importante la calidad en la prosa, no solo el efectismo de las historias. Bradbury, como Lovecraft, también buscaba hacer literatura, no solo diversiones populares.

Bien podemos imaginarnos a un Bradbury niño, girando en sentido inverso sobre un carrusel, con la Marcha Fúnebre siendo tocada al revés, convirtiéndose en ese infante aterido de frío y gusto y miedo, en una tarde otoñal, frente al desfile de los muertos, junto a los niños que avanzan para pedir dulces o amenazar entonces con una jugarreta. Bradbury en un día de verano, esperando ansioso la llegada de la feria, el olor de los algodones de azúcar, de las palomitas de maíz, de la bosta de caballo, de elefante.

Gran parte del imaginario del autor permite enfocarnos en un punto distante de la narrativa americana, donde mitos fundacionales que permearán en la cultura occidental están naciendo. No es casualidad recordar Eso (1986), de Stephen King, cuando se revisa La feria de las tinieblas (1962), porque su aura, sus temas y obsesiones, harán mella en los escritores tanto de ciencia ficción como de cualquier otro género (incluso de aquellos que no llevan género en sus cuentos o novelas).

Bradbury es regularmente emparejado con Richard Matheson, otro de los fantasistas que parecieron fundar una época, la literatura especulativa y extraña de mediados de los años 50. Esa generación publicó durante la época más imaginativa de la Guerra Fría. A veces se olvidan de mencionar a una escritora igual de trascendente como Bradbury: Shirley Jackson, una autora tan interesante e inconmensurable como Matheson o Bradbury, aunque su estilo se enfocara en las oscuridades íntimas de la mente, de lo que ocurre en la cocina o en la alcoba.

Como hizo Shirley Jackson con su exploración de lo que se llamó “Domestic Chaos”, Bradbury también revisita las casas de las familias americanas, de personas que tratan de asistir a sus propias vidas con la frente en alto y con los ideales aún incorruptos de ese “American Dream”, y que aun así se hacen preguntas, muchas de ellas incómodas, sobre el tiempo, la muerte, o el otro.

En Crónicas marcianas (1946), Bradbury se hace una pregunta incómoda (muchísimas, en realidad): ¿qué pasaría si los negros abandonaran el país, y no solo el país, el mundo? En el relato “Un camino a través del aire”, expone las heridas abiertas de los prejuicios, del racismo de una sociedad clasemediera que vive su día a día sin preocuparse de su entorno, de lo que ocurre en el mundo. Pueblos en los que nunca pasa nada, donde las mujeres visten de acuerdo a las normas y hacen lo que deben de hacer; lugares en los que la religión permea en la vida de los hombres, donde la violencia soterrada y el machismo siempre imperante se mantiene bajo la carne de los sujetos. Ahí, en esas colonias, Bradbury plantea cuestiones complejas, sentimientos que se exacerban en la imposibilidad aparente de un viaje a Marte.

En su libro de cuentos lo importante nunca es el Planeta Rojo, sino la soledad, los sueños y la certeza de la muerte. Para un lector que desconozca por completo la obra del autor de Illinois, descubrir Crónicas marcianas conllevará a muchas sensaciones, algunas de ellas contradictorias. No es un libro sobre conquista, sobre la fundación de una civilización, sino sobre los sueños, las fantasías y los temores de la gente común, de quienes en ocasiones levantan la mirada y sienten el “calor” de las estrellas.

Es un mundo salvaje el de Bradbury, pero no es uno imaginario. Cuando la población negra se va de ese pueblo de Illinois, en el cuento mencionado, un hombre pretende asustarlos para que no se vayan, incluso juega una mala treta a un joven que trabajaba para él. No lo dejará partir hasta que le pague lo que le debe. El miedo se percibe en el aire, pero no es el del chico, sino el de aquel hombre que ve su mundo derrumbarse. Los otros se van allá arriba, “al cielo”. ¿Y qué le dejan, dónde? La nación triste, la sociedad conformista, temerosa, incluso racista: el infierno. Ellos escapan, ¿es eso justo? Junto con él, sentimos un escalofrío muy humano recorrer nuestra piel.

Ilustración por Richard Zela.

Ilustración por Richard Zela.

El otro, ¿quién es el otro para Bradbury? Siguiendo la idea de Mijaíl Bajtín sobre la otredad, leo Crónicas marcianas o Fahrenheit 451 buscando al enemigo. La época podría hablarnos de ellos: los soviéticos. ¿Dónde están? Suele entenderse el tema recurrente de la invasión de los marcianos (el planeta rojo, de los rojos) o de cualquier otro planeta, como una forma de externalización del miedo hacia la URSS y los enfrentamientos con armas atómicas.

Basta ver el cine de aquellos años y analizar una película como The day the Earth stood still (1951) para comprender ese miedo, esa histeria de la que habla King en Danza Macabra al narrar cómo un día, en el cine, todos se paralizaron cuando la función se detuvo para que el dueño del recinto les hiciera un anuncio tremebundo: los soviéticos habían alcanzado el espacio, el Sputnik estaba sobre ellos. No imagino un evento más terrorífico que aquel: un niño blanco, estadounidense, nacido poco antes de los años 50, se entera de que no han sus compatriotas quienes alcanzaron el espacio, sino sus enemigos. En la mente de King, de muchos de esos niños, la Guerra Nuclear nunca estuvo tan cerca. Quizá un evento que podría superar esa sensación de inseguridad y terror fue el incidente del 9/11.

Stephen King comprendía que ese evento marcaba a toda una sociedad, la más influyente en siglos, y Bradbury sabía que esa misma importancia, tal impronta mental, no podía ser eludida. Sin embargo, la paranoia hacia “el otro” en Bradbury, puede explicarse de una manera distinta. No es el racismo que exhibió, por ejemplo, Lovecraft (durante una temporada, y que tampoco era un asunto extraño para la sociedad de la época), tampoco la xenofobia; sino la introspección cuidada, profunda, hacia el corazón de lo humano. Tenemos miedo, terror de nosotros mismos.

Cuando las bombas caen en Crónicas marcianas, o en algún otro de los cuentos de El hombre ilustrado (1951), o de Las manzanas doradas al sol (1953), viene la muerte, el olvido, pero nunca el enemigo; tampoco puede entenderse qué tipo de villano ha sido el causante. La pregunta escondida se revela: ¿acaso habremos sido nosotros? Cuando Montag, en Fahrenheit 451, empieza a liberarse de su prisión mental y acude al viejo profesor de alguna de las “terribles” materias prohibidas -todas aquellas que necesitaban libros-, la duda empieza a cundir en su mente. ¿De quién son aquellos bombarderos? ¿Dónde ocurre la batalla? ¿Qué es la guerra? Y el lector quizá haga el mismo cuestionamiento. ¿Será un invento de la televisión para mantener arriba el sentimiento patriótico, la paz?

El fuego sí que aparece, no como una amenaza velada al estilo El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati; sino como una presencia insidiosa que incluso termina por borrar del mapa a una civilización. El renacimiento de la cultura emana de las cenizas, de las tumbas y las hogueras aún encendidas. Irónico, Montag entiende que se buscaba quemar los libros para acallar los pensamientos de la sociedad, de las personas, pero son las flamas las que acaban con ellos también. Y lo que queda no es lo material, sino el conocimiento, la frase recordada, la memoria.

A cien años de Ray Bradbury, podemos estar seguros de que su obra no ha sido olvidada. Quizá, como anuncia S.T. Joshi, el trabajo más relevante del escritor de Illinois esté centrado en las décadas de los 50 y 60. Sin embargo, nunca dejó de escribir, ni siquiera se olvidó de explorar otros intereses como la poesía, o la novela de misterio. Su prosa, siempre contundente como el galope de un semental, entrevera cada uno de sus cuentos, novelas y obras de teatro. Puede verse incluso en el guion que realizó para John Huston, haciéndose cargo de Moby Dick (1956).

No había distinciones para Bradbury ni rigurosidad en los géneros. La ciencia ficción dura nunca pareció importarle, pues no era el artefacto, la nave espacial sofisticada, la terraformación, los ejércitos, las fórmulas engañosas del tiempo. Era la especulación: ¿Qué pasaría si…?, Bradbury lo anuncia en la introducción de El hombre ilustrado. En realidad, lo que hace Raymond Douglas Bradbury es escribir. Y eso, lo tenemos muy claro, le ha dado el estatus de inmortal. De cierta forma lo ha logrado. No está muerto, nunca lo estará.

Como apunte final, quisiera decir que la obra bradburyana resulta especialmente importante para los lectores mexicanos, a pesar de las traducciones españolas, de la lectura en inglés, y de la condición “norteamericana” del autor. México siempre fue importante para él, y se nota, especialmente en obras como El árbol de las brujas (1972), o el seminal El país de octubre (1955). Lo mexicano aparece retratado en la forma del pueblo, a la manera de la visión hollywoodense, pero esa aparente simpleza simbólica (y quizá prejuiciosa) termina por dar paso al deslumbre.

En el relato “El siguiente en la fila” una pareja madura hace un viaje al lugar de las momias, a Guanajuato, que se muestra como un pueblo de nada, un villorrio de gente morena que nunca se despierta temprano y que de cierta manera peculiar adora a la muerte. La visión racista no falta, la mujer parece horrorizada, el país se mete en sus huesos y quiere sacárselos. La protagonista quiere huir de ahí, no soporta la idea de convertirse en un muerto en esta nación bárbara, una momia norteamericana en Guanajuato. Y trata, bajo todos los medios de escaparse. Nuevamente, es la ironía la que golpea con más fuerza.

México también aparece en el libro perfecto para el Halloween, y también para Día de Muertos: El árbol de las brujas, pues ahí, un grupo de niños disfrazados exploran las tradiciones que honran a los muertos, desde el Antiguo Egipto hasta México; la última parada fue Michoacán, donde el lago de Pátzcuaro hace presencia con todo su colorido, en el día más especial para los difuntos, en una de las celebraciones más folklóricas y vistosas del país. Bradbury parece alucinado, y nosotros también, pues sus personajes terminan abrazando al otro, no lo rechazan. “Su día de muertos es mejor que el nuestro”, dice uno de los niños, y esa melancolía infantil queda reverberando en el aire, junto con el sonido de la guitarra, o quizá con el cantar de alguna de nuestras tonadas seminales, “La llorona”.

Bradbury es el país de octubre, el del otoño y, principalmente, es el de la melancolía. Los dorados siempre son resplandecientes en su narrativa poética de sueños en la infancia, marcianos y venusinos. Todo eso, la proximidad de la muerte, el aceptar la condición transitoria, hace que después de terminar un libro del gran, gran Ray Bradbury, uno sonría y descubra que, después de todo, la muerte nunca ha estado del todo ausente.

Afuera, el aroma de las hojas caídas, del dulce de calabaza y chilacayote, aún puede percibirse, mientras nosotros miramos nuestros huesos y recordamos siempre a los muertos, incluido él, que ahora en Green Town, Illinois, canta Beautiful Ohio.

 

  1. Los primeros dos se pueden conseguir en español, actualmente, en la editorial española Valdemar.
  2. En esto sí que podría compararse con Lovecraft, pues como el escritor de Providence hace con su Ciudad del Crepúsculo en La búsqueda soñada de la Ignota Kadath, Bradbury termina sus ensoñaciones de infancia y las coloca una a una en un universo idílico e infantil, en su natal Illinois.

Autores
(Tlaxcala, 1988) es egresado de la licenciatura en relaciones internacionales de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (upaep). Ha colaborado en medios físicos y digitales como Ágora, Letrarte y Momento. Parte de su obra se incluye en las antologías Seamos Insolentes (2011) y Sampler (2014). Ha sido becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA; 2013, 2018), del Fondo para la Cultura y las Artes (Fonca, 2016) y de Interfaz (2018). Asimismo, obtuvo el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2016, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017 y una mención honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2018).

Ilustrador
Richard Zela
Ilustrador y narrador gráfico, nacido en la ciudad de México. Estudió diseño y comunicación visual en la ENAP. Ha recibido varios reconocimientos por su trabajo, como: Seleccionado en la beca de Jóvenes Creadores del FONCA, periodo 2012-2013 y 2017-2018 en la categoría de narrativa gráfica, Primer lugar en el 20º Catálogo de Ilustradores de la FILIJ, mención honorífica en el 16º catálogo de ilustradores de FILIJ, seleccionado en 18º Spectrum: The Best in Contemporary Fantastic Art, seleccionado en el Catálogo Expose 11 de Ballistic Publishing. Zezolla, su primer álbum ilustrado fue seleccionado para representar a México en la Bienal de Bratislava y es parte de la lista de honor de IBBY en la categoría de mejor propuesta de ilustración en 2015.
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