Call of Duty
I began to believe
the true position in life
was standing still.
José Ángel Araguz
Verano.
Duermen apacibles en la litera. El mayor arriba, la pequeña debajo. Declina el domingo. Se atenúan los aguafuertes que los impresionaran en la excursión a mediodía:
/ un olmo frondoso, cálido al tacto, de ramas como garabatos marrones, verde turbio las hojas hospitalarias por las que se adentraban, encaramándose, iluminados por el resplandor de sus brazos amarillos, espadas de sol
/ la salpicadura de plata helada, en la charca de los bebederos, que brotaba de las volteretas de un bulldog blanco, sin correa, tiovivo de músculos y espumarajos, la lengua un péndulo de sangre pulimentada por la sed
/ las extenuantes acrobacias y los bailes, los duelos y las competencias de velocidad en la hierba inmensurable, autopista o coliseo sobrevolado por nubes diáfanas de insectos
Duermen.
Fueron dos nuestras caminatas: breve hacia el parque, la de ida; la del regreso, eterna. Las cuadras que las intermediaron, imagino, les laten aún a los hermanos en las plantas de los pies, prolongándoles un dolor adormecido, vibrante de felicidad y de asombros transitorios que pueblan el cinematógrafo alucinante detrás de la pesantez de sus párpados:
/ las banquetas hostiles en declive, o en ascenso, gibas de un colosal dromedario fósil
/ los rines de los automóviles, las aspas cromadas tan cerca de sus rostros, emitiendo zumbidos amenazantes, dinamos vertiginosos que a bufidos de combustible los mecían, ingrávidos al caminar de mi mano y de la de su madre por aceras angostas, en deterioro, al ras de un accidente mortal
/ los contenedores negros con las tapas roídas por la destreza mendicante y famélica de criaturas virales que aparentan ternura de dibujos animados y carcomen con astucia de prófugos los basurales de la ciudad
/ la fetidez vaporosa de los hombres cloaca que renquean la lepra de su indumentaria, que desvarían sorpresas o malas noticias y que las discuten o celebran con fantasmas pertinaces que los consuelan, hombres cocodrilo absortos, aspirando tabaco dulce, que sorben latas agrias, varados en el espejismo del asfalto o en los maderos humedecidos de la banca que publicita milagros plásticos contra la obesidad
Duermen.
Qué otros recuerdos electrizan las extremidades del mayor, de la pequeña en reposo. Los huesos, los cartílagos, dientes y hebras finísimas, capilares, comienzan a crecerles bajo la sábana impredecible de sueños disparatados que los colman y serenan. Su postura, prenatal, los torna cuerpos diminutos en silenciosa expansión.
Oprimo con cautela el interruptor de la lámpara. Ejerzo, con mudo cansancio, la ceremonia paterna de brindar la penumbra. Desde fuera, una intermitencia escarlata se apodera de la pieza. Es el resplandor que noche a noche calca su recuadro en la cortina traslúcida y que reproduce los estrépitos de la emboscada, entre laberintos envilecidos, que nuestro vecino adolescente protagoniza frente a un plasma inmenso, instalado en una recámara con la persiana siempre abierta.
De no ser por mi desidia incurable, o por las fobias pueriles, de franca ridiculez, que me crispan los nervios al cruzar la puerta de acceso a cualquier supermercado, ese parpadeo trémulo, de cacería virtual y espectaculares masacres, no allanaría la más estrecha de las alcobas del departamento. Debo comprar un cobertor voluminoso, una frazada, y colocarlos entre la cortina traslúcida y el amplio vidrio al que no polariza. O sencillamente reemplazarla por otra, de textura impenetrable. Proveer una confortante, absoluta intimidad. Por qué no impido la intromisión de las conflagraciones que perfecciona un ludópata, si dieciocho meses han transcurrido ya desde que alquilamos el primer piso de un edificio que, adujeron las propietarias, supera el siglo de antigüedad. ¿Por qué retardo una compostura de procedimiento tan simple?
Al adolescente lo narcotizan los gráficos en alta resolución que trama su consola. Permanece inmóvil en el sofá, sin apasionarse, marmóreo. Al incrementar sus inventarios de homicida y aventajar niveles, no prescinde del sonido, aunque se priva de aturdimientos modulando el volumen hasta lo indispensable, apenas el rumor de una frecuencia que no lo distrae, y que yo percibo con angustiante claridad. Lo separa del mayor, de la pequeña, no más que un reducido declive de césped que cruje y se reseca entre los dos muros que separan las viviendas, y cuyas ventanas, idénticas, quedan inevitablemente confrontadas. Nítido, contemplo duplicarse un simulacro infinito de combates que se filtra en los ámbitos de la pieza de los niños y ondula sobre los edredones y los barrotes de la litera. La contienda, cruenta e improbable, les desfigura las facciones con el espectral holograma de una guerra encarnizada que parecieran librar adversarios de otro tiempo, remoto y superpuesto al del domingo en que ya principian a desperezarse las horas de mi oscuridad intranquila.
Sirenas ululan frecuentemente, transitando las inmediaciones de Auburn. Tampoco escasean las maniobras aéreas de la guardia de seguridad. A la espera del aullido de las ambulancias, de los canes entrenados para la persecución de criminales, la impaciencia recrudece mis insomnios y me levanto, tiritando, de la cama matrimonial que instalamos mi esposa y yo en la recámara contigua, dividida de la de los hermanos por un panel doble de cedro, corredizo. Es imposible que me recupere del sobresalto aun cuando las brutales detenciones, los fuegos cruzados, las redadas que idealizo no pasen de ser alucinaciones con que me inflige la incertidumbre, y debido solamente a ocasionales rondas de vigilancia. He despertado, incluso durante la madrugada, sin el acicate de un impulso exterior que me perturbe, presintiendo que una ráfaga de disparos habrá de acribillar nuestra paz endeble, hiriéndonos: a los niños, de muerte; a su madre y a mí, de por vida. Cavilo, aterido en mis estanques de sopor, que hacia nosotros va precipitándose la parafernalia de los paramédicos y de los periodistas, que acuden sin dilaciones a preludiar las primicias de las pocas o de las innumerables portadas. Y aguardo el remache de balas perdidas o a mansalva, sin que suceda y sin emprender una medida protectora que, me burlo entonces de mi fatalismo, no mitigaría de todas maneras, por su nimiedad, el daño al que nos condenaría un atentado, un robo azaroso.
Hace un par de meses un autobús de transporte colegial aparcó tres calles al sur, en dirección a los rascacielos y al gran río que bracearan esclavos en fuga durante décadas. Le saltaron el cofre con explosivos. Entreabriendo la puerta del porche, columbré la humareda, la coreografía de los bomberos, el conciliábulo de vecinos intercambiando rictus, conjeturas, testimonios inútiles y exultantes. Los hermanos me preguntaron la causa del olor a diesel, a neumáticos carbonizados. Corrí el seguro y los empujé dentro, impidiendo que se asomaran. Protestaron por mis restricciones tajantes de que no salieran y por mi negativa a brindarles una respuesta dramática que compensara su terca curiosidad.
En época de fiestas navideñas, repeticiones de arma corta, simultáneas, provinieron circundándonos desde otras casas. Mi esposa y yo decidimos taparles los oídos con almohadones, acercándolos a nuestro pecho y permaneciendo alertas aún después de que finalizaran los tiros al aire, todavía por un expectativo lapso de minutos inanes, incluso cuando ya las alarmas antirrobo de los coches hubieron apagado por completo sus desacompasadas estridencias y cuando, desde una distancia nebulosa, un tren iba, parsimonioso, aquietando su silbido.
Duermen, apacibles.
Acecho al adolescente, sin que me avergüence la imprudencia, la recién adquirida costumbre de aborrecerlo, de admirar la rigidez metódica de su abstracción. Mientras espío el exterminio que lo entretiene, adivino, al rape, un cráneo que sobresale del respaldo del sofá y al que cincelan relámpagos y lashes. Lo juzgo adolescente porque del edificio aledaño en que hiberna no salen o entran más que individuos escurridizos que dan la impresión, por el particular azoro de sus miradas, de no sobrepasar en edad la veintena. Los escucho embrutecerse, reventar cervezas o platos en el pavimento. Derrapan a bordo de sillas giratorias, de oficina, o de butacas despedazadas por la cuesta. Queman muebles en torno a pestilentes fogatas de patio trasero que compiten por extinguir a escupitajo y meada. Traduzco a un español que me serpea la sien los improperios, los ruegos de clemencia interrumpidos por vanos que azotan, por tablas de patineta que les truncan la osadía de burdas peripecias, derribándolos para el beneplácito tribal de los más ebrios que incentivan el certamen, secundando rimas de un gangsta rap monocorde que vibra cuadras a la redonda. El jugador no bebe con ellos ni alardea de su misoginia con la broma pésima o el eructo altisonante. Se reserva, huye del cardumen. Opera el amuleto de su control inalámbrico. Destruye, detona y dinamita. Asalta y es emboscado. Resucita cientos de veces y cientos de veces empala o acuchilla. Se condecora y no duerme; no puede, como los hermanos, dormir, apacible.
Sonámbulo indeciso, mortecino tenant que repta en sigilo. Desando con mesura de saqueador mi espacio de alquiler sin que asimile cualesquiera convicciones de pertenencia, siquiera temporal. Hurgo en el frigorífico, agoto de un trallazo la gaseosa púrpura. Bebo del envase, febril, sin obediencia a los modales por los que airadamente censuro en la cena. Mis palmas amoldan el agua tibia en el tocador del baño: dos cuencos enmascarándome. Palmoteo el desvelo de mis pómulos con la camiseta, hasta que casi lo absorbe, y me posiciono en mi trinchera invariable: la hoja doble, centenaria y de cedro, en la que me incrusto al entornarla, para inspeccionar las luces caóticas que serpean en la pieza de los hermanos. Los admiro descalzo y los venero, demencial, rumiando la tibieza de mi carácter, espantándome por las inconfesadas razones que maquino para no cubrir, con los reductos excesivos de papel en el que dibujan, adheridos con cinta, o con cartones, o con los periódicos que devalúan la mortandad humana entre comerciales, ese vidrio, sin una grieta, que frisa el techo, y por el que continúa tamizándose una fantasía futurista de ruinas pulverizadas y de supervivencia entre predadores de pesadilla.
Se tendieron sobre un mantel que impediría, supuse, que los regimientos de hormigas, laboriosos, les estropearan el refrigerio. Concedí que consumiéramos nuestras raciones a la sombra del olmo, como con insistencia me reclamaron. El mayor arrojó, aún sin morderla, una rebanada de pan, sacudiéndose los pómulos, anunciándonos que un escorpión lo picaba. En el asma del llanto echó a correr, desbocándose, acelerando. Nos apresuramos tras él. Quizá no se detenga, preví, palideciendo. (Quizá la inercia del miedo le ocasione a tu muchacho un tropiezo de fracturas irreversibles). Calculé que se decantaría más allá de los arbustos a los que se fue precipitando, ahí donde una escarpa de la colina se me reveló tan pronunciada como para que resultara imposible alcanzarlo antes de que lo desgarraran los incalculables metros de descenso por la pendiente que demarca los límites del parque y que reconstruyo, ahora, en el departamento mientras duermen, apacibles, frente a mí que los escudriño, a salvo ya de aquel pánico que aún demora en abandonarme. Pretendí un tono de voz lo menos histérico que me fue dable articular, deplorando mis incapacidades de mantener el equilibrio a trote:
—¡No es un escorpión… calma!
—¡Alto, ustedes dos! —exclamó mi esposa.
La incógnita instintiva de dónde habría quedado nuestra hija me produjo un súbito mareo, un esguince de nervios, un pulpo de sal venenosa en la columna.
—¿Y ella? —me detuve, con el afán de virar, tambaleándome lo mismo por una desaparición quizá figurada que por lo inclinado de la ladera, sobre la que ya no era capaz de desplazarme.
—¡Está conmigo!
Descubrí que la pequeña, impasible, se apoyaba en el muslo de su madre. Obnubilado por las irrigaciones de adrenalina, enfoqué de nueva cuenta el punto al que me dirigiera. No pude ver sino una hondura circular de setos removidos, indicio que me doblegó, adensando en mi paladar el azufre. Al traspasar aquel follaje, admití, habrá resbalado, abalanzándose a una tortura en picada de rocas incisivas y de zarzales. Me dispuse a despeñarme por la misma ruta cuando noté que las hojas reanudaron su estremecer, y que por una brecha repentina, momentáneamente desbrozándolas, emergió un hombre. Aferraba con la izquierda una correa percudida, sin mascota. Sobre la curva de su espalda, y sin manifestar agotamiento, iba transportando al mayor, que hipaba monosílabos, tallándose un codo y sujeto con una naturalidad que me petrificó, a la solidez indiferente del desconocido, para quien las depresiones y desigualdades en el terreno no representaban inconveniencia.
—Sí era un escorpión, papá, he told me so!
El espontáneo rescatista, un sexagenario de bermudas, gorra deportiva con la visera en hilachas y botas de alpinismo, blandiendo una pelota de tenis en la diestra, nos encaró con reproche y frialdad cordiales, lo que me abstuvo de continuar arrastrando las fórmulas de gratitud que, sin recobrar el aliento, intentaba ofrecerle. Inconmovible ante las exhalaciones de alivio y las reverencias que demudaron a mi esposa, se limitó a interpelarnos en un inglés melifluo y tajante, que reprendía el nuestro, parco e inexperto, mientras el niño lo desmontaba.
—Did you see my little baby around here? A big white bulldog. Did you see her?
El tatuaje cruzándole la garganta ralentizó mi cabeceo afirmativo. Daga era mi asombro.
(¿Era en verdad un escorpión azul, enorme, lo que viste impreso en el cuello cetrino del explorador?).
Duermen.
Incuba, sedentario y corpulento, en el sofá. Infiero que lo acompleja el sobrepeso, probablemente la fealdad. Otro atributo: no enciende la consola si los hermanos, a quienes no ve, están despiertos, como si el único principio de honor que rige su pasatiempo le prohibiera esparcir la molicie habiendo testigos inocentes. La fortuna de no haber entre los habitantes de ambos espacios confrontados una interacción contemplativa será tal vez el cobarde argumento que me absuelve de no vedarles al mayor, a la pequeña, el sofisticado teatro de violencia que no presencian.
Recortado contra las fluorescencias que centellea el plasma, en su nicho de indefectible francotirador, el adolescente somete a los imperios.
En otoño, el escándalo de una disputa callejera hizo que me acodara, espabilado y tenso, sobre la calidez amorfa, mullida, de la matrimonial. Por el intersticio del alféizar, a un palmo de la cabecera, husmeé a los causantes. Una rubia semidesnuda, encaminándose a su anticuado convertible, profería insultos a un grupo de jóvenes arracimados, que la vilipendiaban sin importarles la presencia del policía que la iba custodiando, y quien susurraba claves, insistente, pulgar e índice presionando el botón de un radio en la hombrera. La rubia, sin reprimir las imprecaciones que sus destinatarios corearan y retribuyeran con similar encono y divertimento, revolucionó el compacto al que, presuntuosa, se había subido, arrancando con la portezuela todavía sostenida por el agente que intentaba persuadirla, sin convicción y sin firmeza, e incluso amable, sobre los peligros que al manejar se ciernen sobre los incautos en tales condiciones. Olvidándose de las obscenidades de la conductora que, al final, envalentonada, lo incluyeron, bisbiseó con ahínco en la bocina minúscula. De los jóvenes arracimados, en un revés deliberado de actitud, el policía escogió, señalándolo, a uno para que se le aproximara. You! Yes, you! The brunette one, come here! El resto, en desbandada, desapareció de mi ángulo, vaciando el porche desde donde vituperara y fuera vituperado por la inquilina desaliñada que jamás advertí en desmanes anteriores. Reparé, no sin dificultad, en unas manos que se levantaron, rendidas, y en el uniformado que se acercó con discreta satisfacción a la patrulla que retornaba, quizá, desde cuál de las curvas para mí vedadas, que no reuní el valor o el descaro de localizar, pues el refuerzo al volante, apeándose luego del vehículo, barrió con una linterna los contornos de la zona, imprimiendo una elipsis blancuzca en el intersticio por el que me inmiscuía en la captura voluntaria del menor, a quien el oficial que indultó a la dueña del convertible doblegaba dentro de la unidad, para remitirlo. Al descubrirme la linterna, inmediatamente me deslicé a resguardo de las frazadas, esperando con las arterias descabalándose a que la patrulla se marchara, lo que ocurrió justo cuando noté que los espasmos de la tenaz incandescencia, que se suspendiera durante los preparativos del arresto, aleteaban su habitual visitación e invadían, puntuales, la pieza de los hermanos.
Es, casi, el alba.
Me mantuve de pie, observándolos, y el jugador, hábito por lo demás asiduo, extenuó sus talentos, otra vez, durante toda mi vigilia. Los hermanos han pospuesto el intercambio de acusaciones matutinas que nos anuncian, a su madre y a mí, la intensiva jornada de cuidados que nos depara el inicio de semana. No improvisan su carpa de vodeviles fantásticos ni se lanzan liebres, gatos, leones, equinos de felpa. Tampoco distorsionan las dicciones de su elenco apretándose las fosas nasales. Al desperezarse fijan su mirada en la ventana, sin precisarme aún, concentrados en el despliegue virtuoso del asesino, en la destreza y rapidez con que atomiza sus múltiples objetivos: torsos que salpican, osamentas desmembradas que afectan la extraña numerología de un récord que se multiplica, implacable. Un robustecido avatar que blande armas diversas con ágiles ademanes, y que se aparta del sitio en que, dentro de milésimas, el enemigo colocará otra bomba. Sus predicciones y temeridades calcan, bordándola, toda una secuencia de combustiones multicolores en la cortina translúcida, en tanto el amanecer va desvaneciendo el humus de la imagen proyectada y suministra, poco a poco, claridad al rectángulo del que procede. Tomo asiento en el colchón inferior de la litera y me reúno con los espectadores, a los que no importuna, ni da trazas de ser llamativa, mi presencia. El plasma rebosa demoliciones, aunque repentinamente se paraliza el conteo a contrarreloj, pues el adolescente, incomodado al intuirnos, pausa su Apocalipsis y se dirige, ceremonioso, a la persiana. O no es que nos intuya, sino que alguno de los tres, reflejado en la pantalla, le obstaculiza la mira y, por no infligir un blanco anómalo, opta por contenerse. Lo verifico: no es alguno de los vecinos que pudiera reconocer, y a quienes con disimulo inspecciono si vacían de las cajuelas de sus último modelo las provisiones letales de la marca barata que los enerva cuando el fraccionamiento aparenta tranquilidad, y al que desquician con sus instantáneos aquelarres y su lerda melopea. Fui certero en la premisa sobre la gordura y la fealdad. El jugador es un agotamiento encarnado de morsa, casquete rubio y playera holgada, violácea, con estampados ininteligibles. Nos escudriña con estupefacción y acritud, con un semblante de desconcierto y perplejidad, como si nos reprendiera. Sonríe después, taciturno. Tira de los cordeles de la persiana, que al ocluirse lo va fragmentando en líneas verticales.
—¿Quién es? —me consulta, con entusiasmo, el mayor.
—No, no sé quién sea.
(Pero él, cavilas, él acaba de percatarse).
—Parece amable —tercia la pequeña—. Triste, pero amable.
Reemplazaremos, pronto, la cortina traslúcida por otra más gruesa que nos proporcionen, como tantas veces lo han sugerido, las propietarias. Adaptaremos la litera, desarmándola, en lechos individuales, disponiéndolos en un reacomodo que dificulte la observación de los pormenores que acaecen del otro lado. Al sano crecimiento de los hermanos no lo velarán los resplandores que orquesta la puntería del jugador. La más estrecha de las alcobas, cuando apague la lámpara, quedará para mi consuelo hundida en el terso cofre de una tiniebla hermética, para que rememoren en sueños el claro de pasto al que vamos a volver, para que trepen al olmo, para que la charca los anegue, para que los insectos azulados los fascinen, para que derrapen en la hierba esmeralda y para que…
Un estruendo de caos y destrucción. Un cataclismo. Estampidas de pólvora y voces de ultratumba, robóticas. El volumen a tope. “Revenge!”
Andanadas, disparos persecutorios que mi barricada no amortigua.
“From the grave!”
Los asusta el traqueteo de la ráfaga.
“Double kill!”
Y los hermanos, nuestros niños…