Borrachito
Esperaba a mi padre en la calle Zaragoza,
lo reconocí entre la gente
porque parecía un grumo difícil de disolver.
Traía puesta una playera negra,
un pantalón sucio de mezclilla
y las botas negras de la fábrica.
Nos metimos a una tienda de mascotas en Morelos
y vimos pequeños tiburones encerrados en una pecera.
Después fuimos a una cantina.
Nunca me había embriagado con mi padre,
pero él se iba en unos días a rehabilitación.
Se iba borracho, con la piel colgando de su cara
y con la panza desbordándole de su cinto.
Llevaba dos semanas embriagándose a diario,
sus ojos eran telarañas con hilos de sangre.
En la cantina me dijo:
¿Recuerdas que cuando eras niña yo te decía que ibas a ser líder?
¿Tú sabes que somos diferentes, verdad?
Que algún día gobernaremos estas putas ganas de matarnos.
El dueño del lugar nos miraba de reojo
mientras nos traía la siguiente ronda de caguamas Carta Blanca.
Papá enumeraba acontecimientos que involucraban
a las mujeres de su vida: su madre y sus hermanas.
Chasqueaba la lengua, le tambaleaba la cabeza
y cuando me volteaba a ver, sonreía apenas.
Todas sus palabras eran un lugar común,
un abrazo incómodo
del que me quité despacio.
Luego de tres meses, papá regresó de rehabilitación.
Me citó en un Carl’s Jr. para conversar.
Baños de agua fría, cientos de cigarros e insultos,
y un terapeuta que le dijo: Ya basta de tu mamá, cabrón.
Algunas amistades también
y una libreta Scribe en la que escribió su biografía.
Relataba todo con la boca llena de cebolla,
tenía cátsup en el bigote y se chupaba los dedos.
Así que esto es la familia,
comida echándose a perder en el refrigerador
y, sin embargo, fresca.
Le pregunté si podía enseñarme su libreta.
Dijo que iba a pensarlo.
Papá regresó de rehabilitación
como un tiburón
al que le extrajeron los dientes.
Es un costal
que ya no puedo golpear.