Tierra Adentro
El último anfitrión. Isidro R. Esquivel

1987

Los libros prohibidos se guardaban en los estantes de hasta arriba. Mis padres pensaron que una altura de casi dos metros era suficiente para borrarlos de mi curiosidad, para conjurar su tentación. A los nueve o diez años rompí el cerco: escalé un sillón, una suerte de cornisa que tenía el librero, y llegué al nivel maldito. Había pocas cosas en realidad. Colecciones de chistes para adultos, de los que no entendí casi nada, y que abandoné luego de un par de rápidas incursiones. También encontré algunos tomos que no se fijaron en mi memoria. ¿Qué serían? ¿Novelones, cosas de política? Lo cierto es que ya le había dado diez y veinte vueltas a las colecciones de cuentos infantiles que me eran permitidas, y mi incipiente avidez lectora me exigía algo más. Instalado en las alturas, alguna vez que me quedé solo en casa, encontré un diamante negro: se trataba de la novela Dragón rojo, de Thomas Harris. En pasta dura, impreso por Edivisión en 1983, el tomo estaba protegido por una camisa amarillo oscuro, que reproducía lo que al principio me pareció una especie de ser acuático —piel que sugería tersura y humedad, negra y con brillos plateados— mezcla de tritón, murciélago y feto humano. En ese momento rompí una barrera: la de los libros adultos, esos que tenían capas y capas de misterio acumuladas; uno debía presionar para romperlas, concentrarse para avanzar, penetrar en otro mundo. No leí la novela completa, ni en esas escaladas ni en los años siguientes. Estaba lo suficientemente aterrado y fascinado —por la otredad que se me abría y por los nervios propios del infractor primerizo— como para echar sólo rápidas hojeadas y captar, siempre a medias, si bien me iba, la urgencia, la oscuridad y la trasgresión que electrizaban la escritura. Tenía miedo, eso sí, de presenciar el corazón de la oscuridad. Mi primera lectura adulta[1] se ubica en una página intermedia de esa novela, una escena donde el asesino Francis Dolarhyde escucha la voz que habita su cabeza, la del Dragón, el artífice de sus crímenes, su amo. Asustado o sólo inquieto, cerré el libro, seguro de que aquella singularidad no podía durar mucho. No debía. Lo acomodé de nuevo y lo recuperé años después, para leerlo a trancos, desbarrancándome, recuperando el hilo cada tanto. Lateralmente, sentía que honraba la tradición impuesta por mi abuela paterna —el suyo fue un apostolado solitario: casi nadie en la familia resultó lector, y menos del género negro—, mientras buceaba en las lagunas más oscuras del alma humana. En la locura. Porque eso fue lo que me fascinó del pasaje. Dolarhyde habla con el Dragón Rojo; el Dragón lo manda y Dolarhyde obedece; el Dragón no existe; ambos son un mismo ente; el poder del Dragón consiste en guiar a Dolarhyde por el camino de la Realización; entonces, se trata de dos conciencias; pero son una. Una vez, David Toscana me dijo que su interés central es narrar desde la locura; gracias a ello, sus  narraciones poseen una perspectiva tan radicalmente personal. No hay dos locuras iguales. En cambio, la normalidad aspira a, se apoya en, lo semejante. A los diez años me atropelló la ficción, con sus posibilidades descabelladas, su traición debida a lo común. Las voces en la cabeza que moldean y resignifican el mundo. Sus diálogos imposibles. Las huellas con que horadan el siempre agónico edificio de lo real.

1990

La piedra angular de mi biblioteca no es el Quijote ni tampoco Pedro Páramo. El primer libro de mi absoluta propiedad —el resto llegaba para uso común de los menores de la casa— fue un tomo que se ofertaba como material de consulta: La enciclopedia de los monstruos. Su autor era un gringo bastante nebuloso, pues el libro no consignaba ficha ni datos suyos, aparte de que se trataba de un pionero en la difusión de la criptozoología, ciencia apócrifa de las formas de vida fantásticas y extrañas. El título fue publicado por Edivisión, en 1989 —empiezo a preguntarme si la editorial me tenía tomada la medida, o si yo entraba de lleno en su nicho de mercado—. Lo encontré en la reducida área de libros y revistas de una tienda de autoservicio, no me desprendí de él y conseguí que me lo compraran. El autor, Daniel Edward Cohen, nació en Chicago, en 1936. En la University of Illinois abandonó sus estudios de biología para graduarse en periodismo en 1958. Fue editor y articulista de la revista Science Digest. Publicó su primer libro, Myths of the Space Age, en 1967, sobre el tema de los monstruos y fenómenos paranormales. Se mudó junto con su esposa a una granja, en Forestburgh, New York, con la intención de dedicar todo su tiempo a escribir libros de divulgación científica, pero la demanda del mercado lo orilló a escribir sobre fantasmas, ovnis y poderes síquicos. Su obra abarca biografías, libros de historia, ciencia y tecnología, y temas populares. Todo esto lo sé ahora. Durante más de veinte años, Cohen fue para mí un enigma. Un enciclopedista que recopiló y escribió las entradas de un tomo que dominó mis sueños durante años. Lo que más me atrajo fue esto: que asuntos tan volátiles como las leyendas y el folclor fueran material para una taxonomía donde cabían todas las pesadillas del mundo. Iba y venía a todos lados con mi Enciclopedia de los monstruos; la imaginación y sus criaturas se habían vuelto portátiles. Los extremos se tocaron. El caos de la imaginación y el orden de la biblioteca. (Parece que Borges ya lo soñó todo. O, al menos, ordenó los sueños de tal forma que se convirtieran en paradigmas de lo imposible, modelos a seguir y resúmenes de la quimera. La biblioteca absoluta, y aún más, su versión portátil, el tomo absoluto, se prefiguran en un cuento suyo.) Años después fui seguidor de la serie Expedientes secretos X, y me pareció que encontraba también en ella ese afán de recopilación, de ser una especie de pararrayos sobrenatural que atrae las descargas de la época. Para crear la serie, Chris Carter se inspiró en el hecho estadístico de que, a principios de la década de los noventa, casi cuatro millones de estadounidenses afirmaban haber sido sujetos de una abducción extraterrestre. Los capítulos protagonizados por el creyente Mulder y la escéptica Scully peinaban prácticamente toda la zona sobrenatural: mitos urbanos, leyendas locales, seres fantásticos, brujería, criptozoología, etcétera. En su formación (y no hablo de la escuela), uno encuentra a veces estas suertes de nudos de donde surgen —y seguirán haciéndolo— sus claves culturales, sus referencias. Ritornelos en la partitura de la vida. Sean libros, devedés, cómics o novelas gráficas, álbumes musicales, éstas piedras de toque van cambiando con nosotros, pero se mantienen como puentes, como centros de la telaraña de relatos que a nuestro alrededor se teje. La imaginación fantástica es tan noble y tan rara que nos tienta a ordenarla: pronto me fui haciendo de recopilaciones, diccionarios, antologías, que recogían misterios por orden alfabético. De aquellos productos culturales aprendí una estrategia que altera e inspira: hacer colindar el caos y el orden, formar lo incontable.

1994

En el pantano literario, el primer gurú que tuve fue Howard Phillips Lovecraft, maestro indiscutible del horror cósmico. El “Prisionero de Providence” renovó el género al agregar a la usual historia de aparecidos un “elemento cósmico”: en sus narraciones encontramos monstruosas razas prehumanas interestelares, así como dioses venidos de dimensiones alternas, oscuras. “Era, verdaderamente, un sembrador de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los sueños.” El narrador del cuento “La última visita del caballero enfermo”, de Giovanni Papini, describe así a su extraño protagonista. Pero parece que detallara a Lovecraft. Autor de sesenta relatos de diversa extensión y una ingente cantidad de textos ensayísticos, periodísticos, poéticos y epistolares, el escritor, en su ciclo “Los mitos de Cthulhu” establece una mitología de seres demoníacos que habitan dimensiones alternas, razas espaciales venidas de oscuros universos, poderosos monstruos que duermen en las profundidades del mar. En suma: se trataba de un loco. Un loco fascinante y terrible, a la manera de Poe. Aunque su imaginario ha permeado en prácticamente todas las expresiones de la cultura contemporánea, Lovecraft nunca pretendió renovar nada, simplemente escribió un arte acorde a sus preferencias y su carácter: “[Los cuentos fantásticos] me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello”. Escribió para exaltar “la emoción más antigua y más intensa de la humanidad”: el miedo. La parte irracional que nos define. La primera vez que escuché de él, yo tendría algunos 16 años, y fue por boca de un amigo —mayor por varios años que todos en el grupo de amigos de la cuadra— que confundió la novela En las montañas de la locura con un testimonio enloquecido pero verídico. Tiempo después me volví a topar con la ficción lovecraftiana, en un par de ocasiones, al grado de pensar que, puesto que podía encontrar sus libros en Monclova, debían de consistir en una especie de enfermedad viral. Pasé años contagiado a tope por la estética lovecraftiana de lo bello y lo terrible. Cuando pocos años después llegué al caserío minero de Esmeralda, en Coahuila, no pude menos que pensar que había encontrado mi Providence desértica: un pueblo aislado, de escasos habitantes y casas clausuradas, rodeado por montañas que la encajonaban, y en las que a cierta hora del atardecer, parecía dibujarse la silueta de sombras de un rostro con cuernos. Lovecraft, lo mismo que Poe, reconocieron la raíz de la creación en la soledad, el delirio y la imaginación. Lección que un joven, tarde o temprano, debe confrontar.

1997

Los orígenes de la narración fantástica se internan en la prehistoria de la especie. Oral y multiautoral era la naturaleza de los relatos que se acuñaban para explicar lo visible y lo invisible. Pero las cosas cambiaron. “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”: así empieza el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis tertius”, y pareciera que tal frase no sólo es uno de los sólidos y sencillos arranques ficcionales de Borges, sino que determina el cariz que adopta con el correr de los siglos la narración fantástica. Debemos a los libros, lectores contemporáneos (y con esta palabra abarco, displicente y temeroso, a quienes leyeron en el siglo XVIII y de ahí hasta que la humanidad colapse), el murmullo de tinta que sustituyó en nuestras vidas adultas a los cuentos de apariciones y fantasmas que eran narrados por la voz familiar más antigua, abuelo o abuela la mayoría de las veces. Hoy, es en los libros donde está el reducto de lo fantástico. Pero también en el cine, en las series de televisión que se alimentan de la tradición literaria. Nuestro bibliotecario ciego escribió: “Los libros son ocasiones para la poesía”; la afirmación opera lo mimso en el caso de lo fantástico. Todo relato fantástico tiene como destino la pagina. La circulación. Volver a contarse. Ahora bien, la literatura no evoluciona, ni tampoco progresa (emplear estos vocablos me parece confiar excesivamente en la linealidad, en la quema de etapas de un diagrama de flujo empresarial). Más bien, la literatura es un mutante. La mutación es impredecible, puede dar un salto, ser sutil, inútil, o terrible. Borges lo entendió así, y por ello no hizo distinciones entre los géneros: en él, ensayo, cuento y poesía se confunden. Borges no estableció líneas divisorias inquebrantables entre sus temáticas y estrategias. Se trataba de escribir. De contar, de producir emoción, provocar vida. Sus poemas narran lo insólito, sus cuentos reflexionan la inhumana dimensión científica, sus ensayos se dejan seducir por el azar y sus misterios. Es una realidad que alcanzamos a reconocer sólo lo que ya está en nuestra experiencia: cuentan que los pueblos mesoamericanos que presenciaron la llegada de los españoles no pudieron describir los barcos y los hombres montados a caballos. Para ellos viajaban en nubes flotantes (las velas hinchadas del barco) y eran mitad hombre mitad ciervo sin astas. Ante una imagen retadora, la mente busca establecer lazos con lo que conoce y empieza por aplanar lo inaudito, descartar lo extraño, borrar lo nuevo; lo sustituye con conceptos e imágenes familiares, forma con ellos un collage que lo ayude a manejar la situación (se enfrenta a la realidad desde lo que sabe, desconociendo lo nuevo). La frase “Lo que hoy es evidente, un día fue imaginario”, de William Blake, evidencia el estatuto de avanzada que impulsa a la mente abierta a la creación: aquellos seres fabulosos hoy son piezas de la Historia. La ficción nos previene: el mundo puede ser así de amplio. La ficción fantástica —oral o escrita— va más allá: el mundo es un mutante que no termina de asombrarnos.

2009

Escribí los cuentos de La noche caníbal entre 2002 y 2005. Después de un debido peregrinaje en el limbo, se publicó en 2008. Llevaban más o menos un año en librerías, cuando Álvaro Enrigue escribió un breve comentario a propósito: “siete cuentos cuya voluntad es resucitar a los géneros en los que nos formamos: hay un relato gótico, otro de terror, alguno policiaco. Entre todos anuncian a un narrador desinteresado por la moda y repleto de memoria literaria.” Cuando lo leí, me sentí (ardores de un fan) Lovecraft: desinteresado por la moda, claro; repleto de memoria literaria, desde luego; o por lo menos esas eran y siguen siendo mis aspiraciones. La noche caníbal significó para mí no sólo la aparición del diálogo con la crítica, sino la identificación pública con autores de mi generación que iba descubriendo, o bien, a quienes llevaba años leyendo. Con uno de ellos tuve un diálogo casual que dejaría la impronta de una declaración de principios o confesión debida. Estábamos en la Feria Internacional del Libro Oaxaca, y yo buscaba hacer llegar a mejor puerto una botella de mezcal que tenía en mi hotel. Terminé regalándosela a Bernardo Esquinca, y le dije que podíamos pasar por ella de una vez. Esa ocasión, la organización de la Feria me había hospedado en una suite que estaba en la planta alta de una boutique. El local cerraba temprano por la tarde, y aunque mi esposa y mi hija me habían acompañado durante algunos días, ellas emprendieron el regreso antes, y me quedé solo en la suite casi una semana. Hacia allá íbamos para cambiar de manos el mezcal. La escalera y el pasillo que rodeaban un patio interior me parecían tétricas e infranqueables luego de que, la noche de nuestra llegada, mi hija hiciera una pregunta inocente: ¿quién es el viejito que nos miraba por la puerta de uno de los cuartos allá atrás? Desde un principio supimos que estaríamos solos en el edificio después de las seis de la tarde. En realidad, nunca vi nada por mí mismo, pero no pude deshacerme de la sensación de estar en extraña compañía. Se lo conté a Bernardo. Él me pregunto, con la certeza de que llegábamos a un punto nodal en la amistad y el oficio: ¿Y tú crees en esas cosas? Le respondí con el convencimiento de un cruzado o de un alma influenciable: “Pienso que para escribir lo que escribimos, hay que creer, en alguna medida.”

2011

Los relatos fantásticos son altamente antologables. No se trata de reunir temáticas y completar nóminas: cuentos de amor, de sexo, de Navidad, ni generaciones o grupos. Las antologías de cuento fantástico son distintas porque reúnen singularidades. Son una mirada en busca de lo insólito, no un procedimiento o una fórmula, sino lo único. Hallazgos, como se les llama en la lírica. El cuento siempre me ha parecido que tiene más que ver con la poesía que con la novela. Con la mecánica misteriosa de la poesía: desvelar, no cuestionar ni acumular, sino embriagar. Inventar. Cuando quise perpetrar una antología, pensé en un título que la distinguiera y fuera irrepetible, casi imprudente: Lantánidos. O en su caso, un deslizamiento de éste: Los actínidos. Por lo extraño de las tierras raras de la tabla periódica (esa subfamilia de átomos inquietos que rompen con el orden primario, ubicados hasta abajo de la tabla). Entonces, lo que se cartografía es una región de la imaginación: la que está en el borde, la que debe inventar el siguiente paso y ganar así hectáreas a la nada. Un editor (quien quería publicarla pero por diversas razones no tuvo oportunidad) me convenció de no hacerlo. Los lectores no van a saber qué esperar del libro, me dijo. Yo accedí. Todavía no sé si doblé las manos por la mercadotecnia o por la razón (a fin de cuentas: dos caras de la lógica, una más amarga que la otra). En el prólogo a la decana Antología de la literatura fantástica, Adolfo Bioy Casares señala: “Pedimos leyes para el cuento fantástico: pero ya veremos que no hay un tipo, sino muchos, de cuentos fantásticos.” Tal revelación nos quita un peso de encima. No hay, en este paisaje, un solo camino, sino muchos para atravesarlo. Fuera de aquí los dogmas, las listas de los cuarenta principales, los “deber ser”, los “no te lo pongas”. Es cierto que el asunto de la terminología es delicado, y algunas veces tratado con exageración, pero a veces sucede que enfocamos tan abajo que las cercas no nos dejan ver el bosque. Las clasificaciones sirven para ordenar libreros, para orientarnos, no para crear. La primera vez que leí la frase “cuento fantástico”, pensé que se trataba de un adjetivo: un elogio rendido o una recomendación inapelable, no de una categoría menor. O bien, “terror cósmico”; bueno, pensé, si el terror no se siente hasta los huesos y cuestiona la vida, no es terror de veras. Vuelvo a Bioy, ahora en su posdata, donde de verdad se deja ir en la defensa del género: “Tampoco peligra el cuento fantástico, por el desdén de quienes reclaman una literatura más grave, que traiga alguna respuesta a las perplejidades del hombre —no se detenga aquí mi pluma, estampe la prestigiosa palabra—: moderno. […] A un anhelo del hombre, menos obsesivo [que la política y la economía], más permanente a lo largo de la historia, corresponde al cuento fantástico: al inmarcesible anhelo de oír cuentos: lo satisface mejor que ninguno, porque es el cuento de cuentos, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmerín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación.” En el párrafo final, el argentino se disculpa: “Perdone el amable lector las efusiones personales”. No es necesario. Lo compartimos o no. Y nada hay que perdonar en la lectura y el amor por las historias. En la afición incurable a esta literatura menor que pone en entredicho a los gigantes.

2013

Sergio Pitol escribió en un ensayo una frase que es declaración de principios mística de una genealogía: “Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, desde la más prestigiosa a la casi deleznable.” Es claro, real, inevitable. ¿De quién soy hijo, entonces? ¿Qué oscuros padres me forjaron, me dieron alma, en la noche sin tiempo de la más oscura estación de la nada? A los libros les ponemos separadores, los rayamos, los anotamos: esos tomos son marcadores a su vez en nuestras vidas. Cuando pisan fuerte, dejan huella. Cuentan en sus páginas historias de lectura, y vidas. La mía, me percato en el recuento, es un ir y venir entre cuentos fantásticos, sueños, pesadillas. Formas en que la imaginación extrema descubre las venas secretas del mundo.


Nota

[1] Uso el adjetivo “adulto” sin el menor demérito para la noción de lectura infantil. Más bien, como una suerte de marcador. Un límite sobrepasado: esto te está permitido y esto otro no. Por primera vez en mi vida me interné en el territorio del No. Salí del redil. Lo cierto es que una vez afuera, no regresas, no del todo. Algo de ti se queda del otro lado. Creo que a eso se refería Dorothy cuando dijo: We’re not in Kansas anymore.


Autores
(Monclova, 1977) Ha sido becario del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca en tres ocasiones, y de la Fundación para las Letras Mexicanas durante dos periodos. Ha recibido siete premios nacionales, entre ellos el de Poesía Joven Elías Nandino 2007, el de Ensayo Carlos Echánove Trujillo 2009 y el de Poesía Ramón López Velarde 2009. Es autor de Las afueras, entre otros libros.
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