Tierra Adentro

Nadie imagina que terminará metido en un frasco repleto de algún líquido para que se mantenga con apariencia aceptable, aunque en realidad pueda desmoronarse ante la mínima agitación o movimiento brusco.

Sinceramente, no me quejo. Pudo haber sido peor. No sé, hubiera resultado fácil arrojarme a la basura para ser devorado minutos más tarde por algún famélico roedor y terminar convertido en bolitas negras de mierda; o bien, pude haberme descompuesto cual gajo de naranja o bistec descongelado hasta albergar a una colonia de larvas de mosca que me hubiesen olvidado sin darme las gracias.

En cambio, acabé en este impersonal frasco transparente que adorna una taberna que hace las veces de putero, y a la que venían personajes de la más baja ralea a gastarse el cobre cada semana. En un principio pocos reparaban en mí, pues utilizaban la barra del negocio sólo para esperar mientras su chica preferida se desocupaba o para echar un trago barato con las pocas monedas que les habían sobrado tras el acto.

Más de uno me vio, eso sí, y más de uno cogió el frasco entre las manos y se preguntó para sí mismo ¿es lo que creo que es? Y después me dejaron con cierta repugnancia o curiosidad, pero sin indagar más allá.

Fue cuando el negocio se vino abajo por las viruelas que atacaron a la mayoría de las chicas —y éstas a su vez las compartieron con sus clientes, quienes las trasmitieron a sus esposas, que terminaron por contagiar a sus hijos— que me hice famoso.

Meses después, cuando la epidemia estuvo controlada y las pápulas se hubieron transformado en cicatrices, el negocio aún no retomaba los niveles de popularidad que alguna vez tuvo, y lo que otrora eran noches de parranda y filas afuera de los cuartos, se volvieron fríos amaneceres impregnados con el perfume de la carencia. Muchas chicas bajaron sus tarifas y ofrecieron descuentos malbaratando sus servicios, situación que contribuyó poco al restablecimiento de las visitas.

Entonces alguien tuvo la ocurrencia de contar mi historia, o más bien mi procedencia. Y fue así como de un día para otro la casa retomó sus niveles de audiencia y las cosas cambiaron favorablemente, pues el perfil de los visitantes no fue más el del pendencie ro alcohólico o el ratero noctámbulo que acecha, navaja de afeitar en mano. Aunque, a decir verdad, yo siempre preferí esta clientela que la nueva, por parecerme más franca y menos arrogante.

De pronto empezaron a aparecer los pintores y los músicos, a quienes siguieron los científicos y los políticos, que siempre han querido rozarse con la fauna intelectual creyendo que los conocimientos pueden transmitirse por ósmosis. Aunque comúnmente lo único que se les contagia es la petulancia que abunda en los artistas.

La taberna adquirió más tinte de museo que de casa de citas y muy pronto algunos quisieron venir sólo a embriagarse, a lo que el dueño, un hombre de modales raudos, se negó apenas tuvo conciencia. El que quisiera verme, tendría que contratar a una mujer, ése era el requisito.

Supongo que ya todos saben o intuyen que soy la oreja de Van Gogh, el lóbulo, para ser más exactos.

Y creo que ya todos saben las decenas de historias que me rondan, algunas con más dosis de estupidez que otras, aunque ninguna ha dado en el clavo. Lo sé porque las escucho; verán, cuando corrió la voz de que me encontraba aquí, en esta pocilga donde se comercia el placer, no faltaron los pelmazos que dándoselas de eruditos quieren asombrar a las chicas contando mi historia, como si a ellas les interesara escuchar o necesitaran ser impresionadas para irse a la cama con los clientes.

En más de una ocasión he lamentado ser un lóbulo y no un pedazo de boca, para hablar y decirles, epa, bobalicón, eso que cuentas es la más absoluta mentira, lo leíste en algún articulillo de cualquier mequetrefe venido a menos, deja de contar idioteces y saca el cobre, que es lo único que aquí nos interesa.

Que si Vincent me arrancó en un ataque de histeria o en un brote psicótico, vaya mentira; que no quepa duda de que al tipo le faltaba un tornillo, pero no, no fueron esos los motivos para que yo terminara separado de él y comenzara el peregrinaje por los burdeles de la más baja calaña en los que he caído.

De todas las historias, hubo una que amerita una mención aparte por ser digna de película, aunque también es falsa. La oí de boca de un famoso poeta que acudió a la taberna y después un par de tragos pidió llevarme al cuarto donde la mujerzuela realizaría sus labores. Era una noche estrellada, como una de las pinturas más reconocidas de Vincent.

El muy fetichista prometió un pago doble por poner el frasco en el buró de la cama. A medida que se balanceaba, prefería mirarme a mí y no a ella. Me lo imaginaba al otro día, en plena tertulia, platicando con sus amigotes de escaso talento que había follado frente a mí.

Al concluir su mediocre acto, encendió un cigarrillo y dijo, ¿sabes que esa oreja (sólo un idiota puede confundir una oreja completa con un lóbulo) le fue rebanada a Vincent por su amigo Paul Gauguin con un arma blanca?

La chica encendió a su vez un cigarrillo y se levantó al baño. Él continuó con el monólogo: Resulta que Vincent estaba enamorado de Paul (lo que era una verdad parcial, pues Paul también estaba enamorado de Vincent, cosa que pocos saben), y al declararle su amor y ser rechazado (falso, no fue rechazado, esa noche ambos se amaron y fueron un amasijo de flujos) amenazó a Paul con una daga.

La chica regresó del baño y le dijo que la historia le parecía interesante pero que era momento de pagar. El poeta abrió un bolso de cuero y al instante lo cerró para pedir otro servicio. Parecía evidente que era del tipo de hombres que pagan por ser escuchados, nada extraño en un poeta.

Y otra vez, durante el acto, prefería mirarme a mí que al cuerpo que tenía debajo.

La segunda vez fue aun más triste e insípida que la primera. También concluyó más rápido. Aunque eso a las chicas les conviene, no deja de perturbarlas, lo sé porque en el ambiente flota un humus de hastío.

Al terminar vino otro cigarrillo y la continuación del relato. Esta vez la chica pareció resignarse; entonces encendió también un cigarrillo y se quedó en la cama a escuchar lo que venía.

Según el poeta, cuando Vincent amagó a Paul con una daga debido a sus celos, éste último no tuvo más remedio que desenfundar su florete, que manejaba a la perfección para maniobras de ataque y defensa, pues además de pintor era un excelente espadachín.

Para entonces, los cigarrillos de la habitación se habían acabado y la chica, aunque respetuosa de las manías y egocentrismo de su cliente, comenzaba a bostezar, mandando señales claras para ponerle fin a la charla, situación que su interlocutor pareció no percibir, pues continuó ensimismado con su relato.

La imaginación del poeta era en verdad prolífica, pues en tan sólo unos minutos desarrolló una historia en la que Paul y Vincent se batían a feroz duelo cual mosqueteros en defensa de su rey.

Bueno, ha llegado el momento de que cubras el consumo, interrumpió ella. Fue entonces cuando él mostró una sonrisilla de confusión. Creo que tendré que pagarte con algunos versos, balbuceó. Mira, animalejo, al menos que tus versos puedan comprar una libra de carne, lo mejor será que pagues lo que debes y te marches de aquí, respondió la mujerzuela, arremangándose el blusón.

En ese momento yo pensaba en la noche que las mordidas de Paul me arrancaron del cuerpo de Vincent. Nada de peleas ni de feroces combates, más bien amor incontenible que antes de llegar a la cumbre del éxtasis opta por un arrebato de pasión que el otro consiente sin quejarse.

Estaba tan ensimismado en mis pensamientos, que el movimiento me tomó desprevenido. Una tremenda sacudida agitó los líquidos de mi frasco y por algún momento temí desintegrarme en moronas. El poeta, quien al parecer no tenía dinero suficiente para cubrir los servicios carnales que recibió, intentó saltar por la ventana de la habitación, y no sólo eso, quería llevarme con él, lo que sin duda terminaría con ambos, pues nos encontrábamos en el cuarto piso.

Por fortuna, la chica se lo impidió con un severo garrotazo en la nuca, lo que provocó el desvanecimiento instantáneo del poeta, y también el mío, pues rodé por el piso y perdí la noción del tiempo y el espacio, no sin antes escuchar, como en un sueño, una serie de alaridos que pedían clemencia.

Cuando pude recuperarme de la impresión, me hallaba de nueva cuenta en la barra del congal, rodeado por la concurrencia intelectual a la que ya estaba acostumbrado. Pero esta vez no me encontraba solo, pues al lado de mi frasco había otro idéntico, en el que pude distinguir, sin temor al equívoco, la lengua del poeta.

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