Allá, en el fondo, está la muerte (pero no tenga miedo)
Este 2012 Historias de cronopios y de famas cumple cincuenta años de su publicación, y me cuesta un trabajo hercúleo creerlo o aceptarlo —como me cuesta creer que Cortázar naciera en 1914 (antes que mi abuela y antes incluso que su madre), que fuera el menos joven de los autores del boom, que el espacio sea infinito y que no baste con estar vivo para ser inmortal.
Me resulta difícil creer en la cifra de este aniversario porque yo he vivido apenas más de la mitad de esta cuenta (ni tan apenas), porque no hace mucho que leí este libro por primera vez y porque yo me siento insalvablemente más viejo, menos fresco y ágil, que su prosa como de caricia de leopardo. Pero es así y qué le vamos a hacer.
Es evidente que el grado de incredulidad, es decir, la apreciación de la vigencia y lozanía de estas Historias de cronopios y de famas variará en cada caso, dependerá de cada lector. Aunque existe un entusiasmo y un consenso más o menos generalizado en torno a su estatuto de clásico, a lo bien que se ha defendido del paso del tiempo, no faltan los críticos que, con cierto gusto o saña, le cuentan las canas y las arrugas a este libro, y lo tachan de naïf y cursi.
Algunos llegan a decir incluso que su propagada lectura ha hecho mucho daño (difundiendo estos vicios entre sus émulos, supongo) y después de dictar semejante sentencia veo cómo se relamen metafísicamente los bigotes, se acomodan los lentes de pasta y parten a escuchar música y leer autores que sólo ellos o muy pocos conocen y disfrutan. (Pero de los posibles motivos de este rechazo me ocuparé más adelante.)
Si Historias de cronopios y de famas ocupa un lugar importante dentro del conjunto y la cronología de la obra de Julio Cortázar es porque representa una especie de apertura: por un lado, inaugura una nueva forma de escritura en Cortázar, la de las prosas breves e inclasificables (y, en este sentido, constituye una especie de antecedente de sus dos almanaques, La vuelta al día en ochenta mundos y Último round) y, por otro, funda un linaje, el de los cronopios, las famas y las esperanzas, que desde entonces serían criaturas habituales, no sólo de sus textos, sino de todo su contexto (o atmósfera o universo).
Por lo que se refiere a la nueva escritura o poética que se funda con este libro, recordemos que hasta ese año —1962— Cortázar era conocido principalmente como cuentista, aunque había practicado casi todos los géneros: poesía (su primer libro fue un poemario, Presencia, que publicó bajó el seudónimo de Julio Denis), teatro (Los reyes, Pieza en tres escenas, Tiempo de barrilete y Nada a Pehuajó), novela (Divertimento y El examen, ambas editadas póstumamente) y ensayo. Pero no hay duda de que, desde que Borges le publicara “Casa tomada” en 1946, en Los Anales de Buenos Aires, el género en el que más cómodo se sintió y el que mayor reconocimiento le trajo fue el cuento fantástico. En ese terreno, como tantas veces se ha dicho, Cortázar supo que había una sola salida: la victoria por nocaut —lo cual implicaba construir máquinas infalibles, destinadas “a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios”. Y los tres libros de cuentos que había escrito hasta entonces (Bestiario, Final de juego y Las armas secretas) eran justamente eso, colecciones de esferas implacables, de sistemas cerrados y autosuficientes. Escritura centrífuga, la llama Saúl Yurkievich, y está bien, porque en cado uno de estos relatos todo confluye hacia un solo vórtice. Por ello, los cuentos de Cortázar se leen como la puesta en marcha de una fatalidad, como el acatamiento a un orden sutilmente otro.
Pero los primeros lectores de las Historias de cronopios y de famas no encontraron esos pequeños relojes de argumento y misterio cuando abrieron las tapas del libro. La verdad es que hallaron algo bien distinto: una especie de collage poroso y abierto. Encontraron “historias” donde la anécdota parecía pesar mucho menos que la voluntad de juego y el instinto creativo; una prosa que avanzaba con la misma fluidez y consistencia de los cuentos, pero cuyo impulso no era esta vez un destino o un mensaje, sino un ritmo, un pulso interno. No eran poemas en prosa ni nada parecido; aquí el lenguaje brillaba con una voz más sonora y que por momentos parecía inclinarse más al polo significante que al polo significado de sí mismo. (Quizá por esto cada pieza del libro se siente más como textura que como texto.) Si la de los cuentos es una poética centrífuga, esta es una poética centrípeta (también nomenclatura Yurkieviech), pues en ella todo se expande, todo apunta hacia un blanco plural y plurívoco.
Por ello, podemos decir que Historias de cronopios y de famas estrena la escritura jazz de Cortázar: la escritura que se guía por el swing, que hace contacto y construye sentido a base de takes (aún con lo que entraña de pérdida argumental o racional sensible) y que aspira a cierta visión caleidoscópica. Es decir, una forma de literatura que tiende ostensiblemente a lo fragmentario, pero que no renuncia a la imagen de conjunto —imagen que sólo se puede entrever brusca y fugazmente, si el lector decide participar, y que es como una cristalización ubicua y total. En este sentido, también se puede decir que este libro representa un antecedente de Rayuela. Además, si “El perseguidor” había sido una especie de mini- Rayuela en lo que a atmósfera y a personajes se refería, Historias de cronopios y de famas la anticipaba en un nivel anímico y de principios, es decir, en su rechazo a la Gran Costumbre, al orden establecido que esclerotiza y erosiona nuestro trato con la realidad, con el lenguaje y con los demás.
Por lo que respecta al taxonómico linaje de esperanzas, famas y cronopios que por primera vez se presentaba en sociedad con este libro, sólo diré que me parece que ésta es una de las razones de la posible impopularidad que este libro padece actualmente. Apenas los conocimos, quedamos encantados (sin importar si el encuentro se daba en 1962, 1981 o 2009), y por supuesto todos nos sabíamos cronopios y veíamos a un fama en todo aquél que nos despertaba la menor antipatía. ¿Qué fue lo que pasó? Que el fabuloso juego de Cortázar pronto devino en sistema de delaciones: los famas siempre eran los otros. Y no había que ser poeta o funámbulo clandestino o Louis Armstrong para reconocernos cronopios: bastaba con dejar la cama sin tender una semana, con ver una que otra película “de autor” al mes y con hacer de la dispersión y la desidia una especie de credo o de bandera para poder bailar tregua y catala y espera impunemente. ¿Pero esto de quién era culpa? De nosotros, por supuesto, y quizás también un poco de Cortázar, que nos ofreció algo tan parecido a un esquema moral y dialéctico.
Otro de los motivos que blanden los fariseos de las famosas Historias cronopiescas, es el de su supuesta ingenuidad. Aunque me parece un prejuicio y un despropósito, creo que puedo rastrear los orígenes de ese glaucoma crítico. A este libro de Cortázar le pasa un poco lo que a la mayor parte de las obras de Mozart: la complejidad psicológica de esa música queda escondida debajo del entramado de convenciones del clasicismo y, sobre todo, de su propia belleza y amabilidad. Por su parte, la apariencia fabulesca y un tanto juglar de las Historias de cronopios y de famas puede hacernos pensar que se trata de textos inocentes e inofensivos, que su talante lúdico es signo o sinónimo de ligereza y candidez. En otras palabras, que se trata de simples juguetitos líricos o retóricos —mera pirotecnia verbal de bolsillo—, y que no tienen más objetivo que el de la distracción y el entretenimiento. Pero ésta sería una interpretación tan parcial como imprecisa. El lector atento nunca ha dejado de advertir que allá, en el fondo de todas esas prosas fractales e iridiscentes, late la muerte. No sólo en las “Instrucciones para dar cuerda al reloj”, que son una verdadera advertencia o carrera contra la muerte (o contra el salto que no damos). No sólo en “Las líneas de la mano”, texto que dibuja el recorrido de una línea desde una carta tirada sobre una mesa, que viaja por una habitación y una ciudad, hasta la palma de la mano derecha de un hombre triste que bebe coñac, en el instante en que “empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola”. También en el resto de las piezas del libro, aun cuando el elemento melancólico o siniestro no sea tan preponderante, puede percibirse el rumor de una savia oscura fluyendo por lo bajo. Y es este contraste de humores —entre el más exterior y riente y el más secreto y sombrío (el que señala que sobre la mesa, al terminar el almuerzo, “quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte”)— el que le da toda su riqueza emocional a Historias de cronopios y de famas, pues la vuelve una obra ambigua.
Cada vez me parece menos extraño o azaroso que este libro comience con un “Manual de instrucciones”. Es un doble aviso: en primer lugar, de la naturaleza lúdica de los textos que siguen (y hay que recordar que para Cortázar el juego es una cosa muy seria, nunca solemne) y, sobre todo, de que se trata de una literatura no exclusivamente literaria. Es decir, de que lo importante para su autor es provocar extrañamientos en sus lectores, descolocarlos, obligarlos a ver las cosas de un modo distinto, y al mundo como una cosa no dada. Esa primera parte de Historias de cronopios y de famas me da la pista o sensación o esperanza de que toda la obra de Cortázar es, en efecto, una serie de instrucciones para quitarnos un poco el mal gusto del vacío, para curarnos del fuego, para ir tejiendo desde los agujeros la red, para salir a lo abierto, para entender que nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo.