Adelanto: Barranca, de Diana del Ángel
En las cuarenta y un piezas de este volumen, la poeta Diana del Ángel nos habla a través de un ser que sólo se reconoce fragmentado y se percibe recluido en un cuerpo que se ha vuelto ajeno: recordatorio constante de aquel derrumbe crucial, violento, después del cual toda percepción se distorsionaría para nunca volver a su forma original. Sin embargo, en este recorrido vertido en prosa y verso, pequeños resplandores brotan y colorean nuestro camino; su contemplación nos comparte y nos hace parte de una sonrisa, de un suspiro que, como a la autora, nos alienta y nos invita a continuar.
Un mundo al revés…
Su mamá era la pescadera del mercado. Siempre decía que no iba a darle nada, pero el Memo hacía berrinches y conseguía algo de dinero. Cuando hacíamos travesuras, las señoras nos amenazaban con dejar que él nos llevara, por eso cada vez que aparecía por la calle sentíamos un poco de miedo. El Memo andaba todo el día por la colonia; era moreno y chino; usaba pantalones de vestir y un saco grasiento. De repente se detenía para arreglarse el pelo y el bigote. Casi siempre estaba solo; murmuraba cosas. Unos decían que se había vuelto loco por borracho; otros, que así había nacido. Cuando se reía, se veían sus dientes grises. Olía a pescado, como su mamá. A veces salía a pasear con su novia. La llevaba cargando para que su vestido no se ensuciara; le hablaba al oído mientras sonreía con su boca sucia. Le alisaba el pelo alrededor del rostro claro y le acomodaba los collares sobre su pechito de plástico. Después se sentaba en una esquina y ponía a la muñeca de casi un metro de altura sobre la banqueta, cuidando que sus zapatos blancos no se mancharan con el polvo de la calle. De entre su ropa sacaba una botellita de brandi y a escondidas bebía un poco para que ella no lo viera. La muñeca tenía la boca pintada de rojo y él le daba un beso y luego se reía, como si fuera un beso de verdad. Una vez dijo que ya se iba a casar; luego dejamos de verlo un tiempo, hasta que apareció con su cabeza vendada y sin novia. Dijeron que su mamá le pegó porque había roto los vidrios de la capilla de la Virgen para sacar dinero y comprar el vestido de bodas. En las vendas se veían manchitas de sangre. Siguió caminando por la colonia, tomando de su botellita, y me miraba como pensando que tenía el tamaño de su novia perdida.
Secreto de río
Mi abuela indica dónde detenernos:
conoce los lugares profundos del río;
buscamos piedras para sentarnos.
Ella desentierra con sus manos resecas
un pequeño caracol blanco
y me lo ofrece sin decir nada.
Giro entre mis dedos su cuerpo frágil;
veo las diminutas estrías que lo forman;
quito la tierra acumulada en su boca.
De su labio roto fluyen
los pasos ligeros de los campesinos,
el golpe de los machetes en la hierba,
el grito de un joven moribundo,
el llanto ahogado de un recién nacido,
los murmullos de amores adúlteros,
las maldiciones de Lucas el nahual.
Todas las voces del río,
mágicas o lacerantes,
sedimentadas en esta diminuta entraña.
Miro los rasgos pétreos de mi abuela.
Me pregunto
cuál de estos hilos soterrados anuda su boca.
Morder el polvo
Jugamos en la esquina de mi casa hasta que Los Lobitos bajan. Entonces las señoras meten a sus hijos y don Juan cierra su tienda. Yo me subo a la azotea y desde ahí los veo con sus pantalones de mezclilla, sus chamarras de cuero y su pelo en forma de picos. El jefe trae al pitbull y le quita el bozal. Desde lejos se ven sus colmillos blancos; yo siento miedo, pero sigo viendo. En cuanto aparece una víctima, sueltan al pitbull y empieza la pelea. No pasan más que unos minutos desde que éste hinca sus dientes en la carne perdedora hasta que los hilos de sangre se esparcen por el polvo, antes de fundirse y formar una pasta oscura que don Juan cubrirá con cal. El otro perro casi nunca se defiende, porque el pitbull está entrenado y muerde luego, luego en el cuello. Los Lobitos gritan y se ríen a carcajadas, y con sus pies levantan una nube de polvo; yo siento miedo, pero no puedo dejar de mirar. Al final se van y lo único que pienso es que quisiera tener o ser un perro como ése.
Voces de la niña rota
I
Ella me aguarda en el rescoldo de las madrugadas. Sé que me mira por una grieta en el muro de su cárcel, donde sus ojos no ven más que un trozo de cielo y la punta de los árboles todavía jóvenes. Sé que llora desesperada mientras se abraza las piernas y aprieta los muslos tratando de cerrar una herida irreparable. Sé que percibe su olor distinto y eso la avergüenza. Sé que tras las manos que la cubren está mi rostro. Sé que su cuerpo es frágil y pequeño; sé que contiene las lágrimas de ambas; sé que lleva mi nombre, pero es el nombre que yo ya no puedo recordar; sé que me grita todos los días desde el fondo de su primera angustia. Sé que quisiera dejar de llorar tanto como yo quisiera dejar de oírla. Sé que la oscuridad del lugar donde vive la carcome; sé que quisiera mirar por mis ojos la vida sencilla que nos fue robada, respirar por mi nariz el aire anterior a esa noche, reír con mi voz por simplezas y sentir por mi cuerpo la cercanía de otra persona. Pero no entiende que el mundo de afuera no es bueno, por eso la he encerrado. Y su llanto no me detiene.
II
Ella me despierta por las noches; dice que no sabe cómo contar lo que murió en su carne debajo de aquel hombre. Ha intentado juntar palabras una detrás de otra, como le enseñaron en la escuela, hasta formar una oración; pero a nada llega. De su boca sólo brota una baba de rabia.
III
Ella me cuenta que un lado de su cuerpo está pegado a una pared blanca, y sabe que es blanca porque en su mejilla siente el frío. Luego me habla de una carne desconocida que huele a alcohol y una presión que se le queda en la piel grabada. Cierra los ojos y la oscuridad se hace doble: adentro y afuera, después siempre adentro. Ella palpa con una mano el yeso frío y con la otra araña. Afuera no hay voz que la nombre para salvarla. Y piensa que, si Dios ve lo que hacemos, la está mirando ahora, pegada contra el muro, con la cabeza en una esquina debajo de la cama, y también ve esa otra mano que hurga bajo su vestido y acaricia una piel cuya existencia ignoraba. Y para olvidar la presión de esa carne y el tacto de esos dedos piensa en el patito bordado en su vestido nadando en el mar de tela blanca. De pronto siente que ese cuerpo deja de pesarle en el vientre y cree que ha terminado. Pero todo vuelve a empezar de otra forma y siente de nuevo la opresión, más honda, frotándose contra su piel, quedándose en ella punzante como aguja infecta.
IV
Sé que andarás a la orilla del arroyo, que mirarás “con cariño las navajas”. Que buscarás sin hallar la puerta para ir de tu vida hacia otra, distinta de la que tienes. Una donde la humillación no sea la regla, donde los golpes y mordiscos no sean lluvia sobre tu cuerpo, donde las pesadillas no se vuelvan reales cada madrugada. Una vida donde puedas andar sin temor a dejar la puerta abierta. Pero nada de eso habrá para ti. Mirarás tu cuerpo como algo ajeno, como una herida abierta, una barranca por la que te despeñas. No conseguirás reconstruir la memoria de las cicatrices que te habitan ni hallar un punto en donde tus recuerdos converjan y todas las piezas de tu vida encajen en ti misma. Nada de eso habrá para ti. Aunque sonrías y en tu piel se borren las manchas, detrás de tu sonrisa estará esa vergüenza y tu cuerpo será siempre el de esa niña, abierto a destiempo.
Baldío
Yo no sé decir mi cuerpo:
se me quebró una noche
y sus nombres se perdieron.
Sangró por finos cortes,
fue quemado en días ebrios,
pero yo no estuve en él;
no sentí el dolor,
sólo vi su piel con marcas.
Entre mi cuerpo y yo
no había palabras,
lo habitaba temiendo el desalojo.
A veces venían a verme,
oía que me llamaban,
tal vez me acariciaron.
Oculta en el sótano
o al borde de la azotea,
esperé su partida
para llorar su ausencia.
Yo no sé decir mi cuerpo,
por eso digo barranca;
grito escombro,
asco de humedad; lo proclamo
hilo en que me deshilvano a diario,
campo de sal donde las palabras
mueren sin dejar huella.