Efigies de nosotros mismos y otras ficciones
Las siguientes ficciones fueron publicadas en diversas revistas norteamericanas. La versión que aquí presentamos fue hecha por Estefanía Arista, a partir de los textos originales de Ursula Villarreal-Moura. Es la primera vez que su obra es traducida al español.
A través de sus lentes Sophia Loren
Mi mamá y yo manejábamos cerca de un barrio exclusivo llamado The Elms cuando le pregunté cómo podría saber si me había vuelto loca. Dos meses antes, cuando cumplí catorce, mi consciencia se había expandido en un hotel con miles de pisos. Dentro de cada cuarto, me encontré con dobles de mí misma, todas ellas torcidas mentes maestras.
—No estás loca —dijo, negando con la cabeza —. Me daría cuenta.
Las ventanas abiertas de su pequeño Toyota dejaron entrar una brisa caliente que infló su blusa blanca como un globo e hizo que sus brazos bronceados parecieran hotdogs.
—Pero, ¿dónde está el límite? —le pregunté.
En mi mente, arrastraba mis óxfords negros de hombre sobre un suelo de cuadros blancos y negros, un tablero de ajedrez humano sobre el que me tambaleada, moviéndome como títere de cuadro en cuadro.
—No sé dónde está el límite, solo sé que estás sobreanalizando las cosas otra vez —me dijo.
El tablero de ajedrez desapareció e imaginé a mi madre masajeando los nudillos de mi abuela mientras le explicaba donde estaba yo ahora. Está encerrada en una institución con otros como ella. Detrás de sus gigantescos lentes Sophia Loren, los ojos de mi abuela ciertamente parpadearían con asombro.
Temblé ansiosa en mi asiento del carro. Últimamente, todos mis sueños estaban llenos de magia negra, y al despertar estaba convencida de estar cubierta de maldiciones. Era obvio que necesitaba recomponerme, pegar mis piezas frente a los demás. Cazaré retazos de normalidad en mi escuela privada –graficaré venas nuevas en mi sistema nervioso central, me presentaré sin manchas ni grietas.
—¿Tienes tarea?
Su intento de distracción amargó el aire.
—No me digas que realmente crees que estás loca —me dijo, volteando por primera vez para estudiar mi ánimo.
Su cara tenía un eco como de telenovela. Llevábamos manejando en la misma dirección por demasiado tiempo y nuestro destino se me escapaba de la memoria.
—La mayoría de la gente loca ni siquiera se da cuenta que está loca, ¿sí sabes eso, verdad? —murmulló mi mamá, teniendo una conversación consigo misma.
Me imaginé siendo escoltada de mi preparatoria en una camisa de fuerza, mis compañeros espectadores demasiado asombrados como para burlarse o hacer chistes.
Los ojos de mi madre se lanzaron hacia el espejo retrovisor.
—A veces estoy en un tablero de ajedrez —murmuré —. No parece como que vaya a ganar.
Mantuvimos una velocidad de 55 millas por hora y manejamos por cuatros años más sin nunca detenernos.
Efigies de nosotros mismos
Digo que lo hagamos. Dices que tienes que fumar primero. Vas afuera con tu paquete de cigarros y un encendedor. Me pongo cómoda en el sillón y empiezo a leer un cuento corto. Vuelves a entrar y dices que estás listo. Levanto mi mano en señal de espera y digo cinco minutos más. Dices que mientras de bañarás. Te quejas en silencio por el pasillo. El agua cae abruptamente y termino el cuento con tiempo que matar. Lavo algunos platos que quedaban en el lavabo, un tenedor y un cuchillo. Entras a la cocina con el cabello mojado, bóxers descoloridos, pies descalzos y esa mueca de huérfano. Está bien, digo, estaré allá. Cuando te encuentro en el cuarto, estás viendo sketches de stand-up en la televisión. ¿Ahora?, pregunto. Tres minutos, sólo tres minutos, dices con una risa cruel. Así es como formamos resentimientos. Es por esto que ni siquiera quiero tocarte. Cuando por fin estás listo, ya estoy tan harta por la espera, tus berrinches, tus excusas; estoy lista para armar una fogata con tus cigarros.
Respuestas cortas
La terapeuta pregunta sobre mi primera memoria de desesperanza. Esto es muy fácil: una pregunta de opción múltiple con la respuesta correcta enlistada como a), b), c) y d). Respondo con un estremecimiento –las tardes de domingo que en mi juventud pasaba en la sala de mis padres, átomos de polvo atrapadas por la luz del sol, el periódico esparcido por ahí, y los juicios remanentes de la misa del domingo percolando todavía en mí. Esta fue mi primera lección en la pérdida de esperanza.
Qué hay de mi estado actual de desesperanza, pregunta la terapeuta. Es cierto que estas emociones han madurado de zigotos a adultos. Han perdido dientes, sobrecrecido sus trenzas y mohawks, posado para fotos del anuario, tenido trabajos de mierda, peleado con amantes y elaborado planes para terminar el libro de mi vida. Aún cuando incitada, me rehúso a medir la profundidad de sus reservas para reconocer las capas sedimentarias de su impotencia.
La terapeuta me invita a imaginar mi vida libre de desesperanza. Está poniendo a prueba mi lealtad, para determinar si tengo la fuerza para enterrar a los míos.
Dentro de un mes, olvidaré el nombre de la terapeuta, los sillones de la sala de espera, las obras de arte en la pared insinuando nuevos comienzos.