27% de verdad
Fotografía: Carlos León
La denominada «autoficción» se ha puesto de moda en el mercado editorial global. Pero, más allá del marketing, y del contexto tecnológico y cultural de las redes sociales que lo potencian, ¿qué tanto hay en este fenómeno de literario?
El ochenta y cuatro por ciento de los usuarios de internet mienten una y otra vez en las redes sociales. El dato, que aparece en un informe de 2016 de la Indiana University-Purdue University Fort Wayne (IPFW) sobre el comportamiento en las redes sociales, no debería asombrar a nadie. Cualquier heavy user de Facebook o Twitter sabe que las falsedades en línea son tantas y tan diversas que su enumeración podría resultar agotadora. Cada uno sabe cuál es su mentira digital predilecta. ¿La selfie escenográfica que retrata una alegría inexistente? ¿La reivindicación urgente de una causa social que se apoya sólo para favorecer la propia imagen? ¿La cita de un escritor o el posteo de un link que jamás leímos ni vamos a leer? El menú de engaños es amplio e implica distintas intensidades. En la dinámica de internet, la importancia del avatar que usurpa nuestro nombre y rostro se mide por su aprobación social, no por su veracidad. La verdad virtual no se moldea por lo comprobable o auténtico, sino por aquello que muchos —trolls incluidos— dicen que es cierto. Una verdad a la carta, susceptible de consensos manipulados, hecha a la medida del espejo en el que la masa en movimiento se observa a sí misma.
En ese paisaje de fake news íntimas que construye nuestra identidad pública, la «autoficción» literaria ha irrumpido con fuerza de bestseller en la industria mundial del libro. Aunque los orígenes de las ficciones del yo se remontan a Dante, la presunta novedad se convirtió en boom a través del éxito comercial de la serie Mi lucha, del noruego Karl Ove Knausgård, que entre 2009 y 2013 vendió medio millón de ejemplares en un país, Noruega, de poco más de cinco millones de habitantes. El proyecto literario que surca los seis volúmenes de Mi lucha consiste en mostrar las penurias personales de Knausgård sin ningún tipo de disfraz narrativo: el protagonista, se supone, es el mismísimo Karl Ove, y todo lo que ocurre en esas páginas, desde la muerte de su padre hasta su divorcio, constituye la representación fidedigna de las vivencias del autor. En un sentido amplio, Mi lucha se plantea como una autobiografía novelada, una larga confesión en la que el narrador se toma como personaje y propone un pacto de lectura donde brilla «la verdad». Justo aquello con lo que la literatura mantiene una tensión jamás resuelta, más próxima a la lógica de los sueños que a la de los reportes periodísticos.
El marketing del Yo que de inmediato rodeó la aparición de Knausgård en un negocio siempre necesitado de mitos exprés transformó al autor en el pionero de una supuesta nueva era en la que la literatura parecía contagiarse de la transparencia en directo de las redes sociales. A la exposición de la intimidad que definen Facebook, Twitter e Instagram empezaba a corresponderle una narrativa al fin contemporánea, impúdica como su tiempo y, quizás, un poco menos banal. En The New Yorker, el crítico James Wood se refirió a los libros de Karl Ove con un enredo que alguien tomó por un elogio consagratorio («incluso cuando me aburría, seguía interesado») y, en The New York Times, Leland de la Durantaye comparó Mi lucha con las hazañas de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Tras la extinción del fenómeno Stieg Larsson, la industria global del libro había encontrado un nuevo superventas.
Además, el marketing del Yo se vio beneficiado por la oportuna pátina intelectual que enalteció el trabajo de Knausgård. De pronto, algunos de los libros más relevantes de los últimos años, como De vidas ajenas (2009) y Limónov (2011), de Emmanuel Carrère, eran compañeros de ruta de Mi lucha. El celebrado Los anillos de Saturno (1995), de W. G. Sebald, podía considerarse un antecedente. Ya en Lunar Park (2005), Bret Easton Ellis podría haber configurado la tendencia. Y en español sobraban los ejemplos, todos muy relevantes, de Negra espalda del tiempo (1998), de Javier Marías; Canción de tumba (2011), de Julián Herbert; y El cuerpo en que nací (2011), de Guadalupe Nettel. Lo cierto es que, con semejante compañía, dio la impresión de que Mi lucha era parte inseparable de una misma sensibilidad que afloraba aquí y allá, como si el ansia por contar «la verdad», sin artificios ni juegos literarios, resultara irrefrenable y a escala global. De repente pareció que en el mercado literario había un público ávido de que se le mostrara la realidad sin vueltas, la misma que se suponía que los individuos exponían en sus redes. El éxito de Knausgård había que leerlo en esa dirección, la que llevaba al desarrollo de una literatura desnuda y directa, que por una vez decía las cosas por su nombre.
El problema con los clichés que explican los sucesos comerciales es que tienden a ocultar y negar una realidad compleja y, a veces, inconveniente. En el caso del éxito de la «autoficción», los dos pilares en los que se basa su moda son inequívocamente falsos. Ni la verdad que prometen esos libros carece de artificios, ni hay —y esto, quizá, es lo único de veras importante— un público voraz dispuesto a consumir verdad cueste lo que cueste. Los argumentos que desmontan la supuesta tendencia son estéticos y sociales. El estético recuerda que en un relato todo personaje, por más «real» que sea, siempre es literario, ya que su construcción depende de herramientas técnicas propias de la narración. El Karl Ove de Mi lucha es y no es el Knausgård real; se trata de un personaje que encarna su historia, pero trabajado como tal por un narrador, que en esos seis libros coincide con la identidad de su creación. O mejor dicho: la intención de Knausgård de borrar las diferencias entre lo que hay «sobre el papel» y el momento «cuando es de verdad» no deja de ser otro artificio, quizás el más complejo de todos aquellos de los que puede echar mano un narrador. La aclaración evoca algunos de los momentos clásicos de la historia de la literatura, como la célebre enunciación «Madame Bovary soy yo» de Gustave Flaubert, y de alguna manera indica que en estos terrenos los lectores siguen sin comprender con exactitud cómo funciona una máquina narrativa. Basta darle al personaje de una novela el mismo nombre del autor para que ya unos cuantos se convenzan de que el texto es una autobiografía. En los tiempos del voyeurismo global, desarticular el equívoco parece menos estimulante que creer que espiar la vida de los demás tiene alguna relación con la literatura. O con la verdad. Pero lo cierto es que no tiene nada que ver con ninguna de las dos.
De Sophie Calle a Tracey Emin, el arte moderno fue y es mucho más provocador y explícito que la literatura a la hora de airear los secretos personales del creador. Calle mostró los resultados íntimos de su trabajo como recamarera en un hotel y Emin montó una exposición alrededor de su propia cama, un monumento éxtimo al sexo, las drogas y el alcohol. En La muerte del padre, Knausgård sube al trono de la verdad a rajatabla y anuncia que sus hijos no lo emocionan y que no se avergüenza de haber tenido una pésima relación con su progenitor. «Se me saltan las lágrimas cuando veo una hermosa pintura, pero no cuando veo a mis hijos –escribe–. Eso no significa que no los quiera, porque sí los quiero, con todo mi corazón, sólo significa que el sentido que proporcionan no puede llenar una vida. Al menos, no la mía». ¿Eso era todo? Al autor hay que agradecerle la franqueza, pero su verdad no pasa de un escándalo burgués, casi de culebrón. Lo que ocurre en su vida no representa una regla ni una novedad. Y que lo diga en un texto con formato autobiográfico tampoco debería inquietar a nadie más que aquellos a los que involucra directamente, como sus hijos o su ex.
Las confesiones de Knausgård palidecen en comparación con las que el lector entrenado puede hallar en el Dostoievski de El jugador o el Céline de Viaje al fin de la noche, pero la era de las redes sociales distingue al autor que asume con nombre y apellido las palabras de su ficción autobiográfica. El asunto no habla tan mal de la presunta tendencia literaria como de sus lectores. Toda historia literaria, aún la más hermética imaginable, procede de un fondo autobiográfico; que ese origen sea o no verificable nunca es tan significativo como lo que el autor puede hacer con él. Un buen ejemplo lo constituye El adversario (2000), donde Emmanuel Carrère narra la historia de Jean-Claude Romand, quien lleva una falsa vida de médico hasta que sus familiares lo descubren. Cuando su esposa advierte que Romand miente, el falso doctor la asesina junto con sus hijos y sus padres. En el libro, Carrère reconstruye los pasos de Romand y, también, la relación que luego él sostiene con el asesino encarcelado. Esa relación es importante a efectos narrativos, ya que al autor le permite ahondar en su análisis de la personalidad criminal y del morbo que suscita, pero su valor no pasa por el hecho de que sea el Carrère personaje el que interactúe con Romand sino porque ese diálogo le permite al autor (y personaje) medir la seducción de Romand en su propia psique. Al lector no debería impresionarlo la meritoria audacia de Carrère, sino las conclusiones a las que Carrère llega porque se permite caer en las redes seductoras de Romand. La diferencia es sutil pero nada menor, y equivale a la distancia que hay entre un lector-groupie y otro más exigente y culto.
El argumento estético que desmonta la presunta falta de artificios en la verdad de la «autoficción» se revela como parodia en la novela Cómo me hice monja (1993), en la que el argentino César Aira cuenta las andanzas de una niña llamada César Aira. El libro no se asoma ni de lejos a las orillas de la ficción autobiográfica (aunque hay quien ha querido verlo de esa manera), y buena parte de su encanto reside en la burla al lector, profesional o no, incapaz de atender a una obra literaria por sus valores intrínsecos, como si su trascendencia dependiera de la identificación del narrador con sus personajes. Como en la novela gráfica Paying for it (2011), en la que el historietista canadiense Chester Brown narra su paso por el submundo prostibulario tras una dolorosa separación, el libro de Aira deja al lector de «autoficción» ante dos grandes posibilidades: una, dejarse apantallar por el recurso narrativo de sumar las experiencias del autor a la historia que se cuenta (en Paying for it, las relaciones sexuales de Brown con las putas); otra, aceptar que la enunciación autobiográfica es una herramienta tan atractiva o potente como cualquier otra y asomarse a lo que esa herramienta le permite contar al autorpersonaje (en el comic de Brown, el callejón sin salida de la monogamia en nuestras sociedades, la fuerza de la pulsión sexual, las ganas del autor de contar una historia de amor alternativa a la de su fracaso sentimental).
Pero el boom de la «autoficción» se apoya, sobre todo, en la generalizada idea sociocultural que supone una actualización de la literatura, una puesta al día de su relación con un mundo definido por la transparencia y la exhibición cotidiana de la impunidad. Algo de esto podría ser cierto si nuestra época realmente estimulara el consumo y la difusión de una verdad sin concesiones. Pero lo que cualquier heavy user de internet sabe es que la realidad digital evoca el modelo de la selfie, es decir, el de la construcción, la pose y la verdad escenográfica en el mejor de los casos, y del liso y llano engaño en el peor, representado por el 84% de mentirosos revelados en el informe ya citado de la IPFW. El asesino que mata en directo en Facebook Live no transmite su crimen para mostrar la realidad del hecho; lo hace para convertirse en estrella, es decir, en actor. El Yo de las redes ostenta la verdad de un reality show, una verdad actuada para parecer real. Y quien produce engaño no busca realidades, sino una realidad ajustada a lo que quiere creer.
Si en Facebook y Twitter interactuaran millones de personas deseosas de consumir la verdad pura y dura, lo que esos usuarios harían es aceptarla cuando se le presenta en lugar de dudar de lo que no quieren ver. Pero no, el usuario de redes sociales sólo acepta como información aquellos relatos que sostienen su manera de ver el mundo, el escenario en el que actúa. Las voces que interrumpen ese fluir de la noticia deseada provocan indignación y condena, y como en todo gueto, se las condena al repudio, la desaparición o el exilio. A ese consenso cada vez más estrecho lo llama realidad, y quien rompe el consenso es acusado de mentir y propagar fake news. Para muestra, dos casos. El primero tuvo lugar el 2 de septiembre de 2015, cuando el niño kurdo Aylan Kurdi apareció ahogado en las costas de Turquía. La imagen del chiquito, captada por la fotógrafa turca Nilüfer Demir, dio vuelta el mundo y estrujó el corazón de millones de personas. Menos de una semana después de su aparición, la acalorada discusión sobre si Demir había movido o no el cuerpo de Aylan para obtener una foto más potente se hacía viral en las redes. El segundo caso hay que buscarlo poco menos de un año después, cuando en agosto de 2016 la imagen del niño sirio Omran Daqneesh sentado sobre una ambulancia a las afueras de Aleppo simbolizó el alcance de una tragedia humanitaria de la que aún hoy se desconocen sus lúgubres pormenores. Una vez que la foto se hizo viral, el debate en las redes hablaba, igual que un año atrás, de un presunto retoque de la cara de Omran para la cámara. Como si, a solas ante el poder de esas imágenes, el actual consumidor de información se dijera a sí mismo que esas tragedias no pueden ser tales. Como si no quisiera aceptar que la realidad es más dura, cruel e ingobernable de lo que está dispuesto a creer.
Los casos de Aylan y Omran son elocuentes de la época en la que vivimos. En junio de 1972, la foto de la «niña del napalm», tomada por el fotorreportero Huynh Cong Ut, generó un escándalo tan grande que acabó por sí sola con la guerra de Vietnam. Hoy, las imágenes de Aylan y Omran despiertan una indignación tan recia como fugaz, y la hueca discusión en las redes sobre qué tan cierta es la verdad que evocan. Desde una perspectiva de consumo cultural, demuestran que los usuarios de las redes prefieren olvidar o desacreditar lo que rechazan a apartarle un rincón mental a lo que puede convertirse en una verdad incómoda. Del mismo modo, la verdad que el lector-internauta hoy busca en la «autoficción» es aquella inocua y previsible que difícilmente lo sorprenderá. En la tendencia hay libros muy notables y autores hábiles y sensibles, pero aquello en lo que el lector pone el ojo es siempre lo mismo: ¿de veras el autor vivió lo que cuenta? ¿Qué tanto de autobiografía hay en tal o cual novela? La verdad que pregona la gran literatura es opuesta a la del chisme y mucho más poderosa que la de cualquier confesión autobiográfica. A sabiendas de eso, para quienes una y otra vez le preguntan cuánto de su vida hay en sus libros (sobre todo, en los «autoficcionales » París no se acaba nunca y Kassel no invita a la lógica), Enrique Vila-Matas siempre ofrece la misma respuesta: 27%. Tal vez, el mismo porcentaje de realidad que el lector-internauta contemporáneo está dispuesto a soportar.