TuneYards: esquizofrenia sonora y genialidad
El Festival Coachella 2012 pasará a la historia como la edición en la que el rapero Tupac Shakur, icono del rap norteamericano y quien fuera asesinado a tiros en Estados Unidos, en 1996, apareció de nuevo en un escenario a través de la recreación mediante hologramas generados a computadora. Coincidió además con el día de promoción mundial de fumar marihuana y Snoop Dog sacó un porro gigante durante su actuación junto a Dr. Dree. Los adelantos tecnológicos permitieron que un artista asesinado hace 18 años actuara antes miles de espectadores.
De ello dará cuenta la macrohistoria, pero muchísimas veces en las distancias cortas ocurren descubrimientos que nos maravillan. En el segundo escenario al aire libre, tuve la suerte de presenciar el concierto de una chica rubia que utilizaba botellas de refresco como percusiones y recurría a una pedalera de loops para samplear los fragmentos que ella misma producía con diferentes instrumentos. Apenas con la discreta alineación de un trío producían una música de altísima intensidad y gran capacidad creativa: bases rítmicas quebradizas, un saxofón disonante trazando formas sinuosas. Algunos instrumentos de cuerda chirriaban y la propia ejecutante cantaba como si estuviera poseída por un demonio o fuera la protagonista de un ritual vudú.
Merrill Garbus es la mujer detrás de TuneYards, un proyecto lleno de inventiva que se inserta en una franja intermedia entre el free folk y el pop africanista. Nativa de Connecticut ha viajado mucho —principalmente al llamado continente negro— y ha cambiado su residencia a Oakland, en donde ha llegado a ser considerada una artista emblemática de la escena de la bahía.
Se trata de una egresada de la carrera de teatro; marionetista e investigadora musical que desde el seno familiar creció rodeada de artistas. Su búsqueda está encaminada a producir una música impredecible que también brinde nuevas posibilidades a un instrumento que la caracteriza: el ukelele.
Transitando entre la mitad de los treinta pero sin llegar a los cuarenta, no sabe anclarse en un solo sitio ni quedarse quieta. Hace poco participó en el movimiento Occupy Wall Street al tiempo que preparaba un nuevo disco que representa un salto cualitativo notable en su trayectoria. Cierta parte de la prensa especializada insistía en ubicarla en el low-fi, pero ahora ha hecho crecer su sonido de tal manera que nadie pueda ubicarla en ese enfoque musical.
Si algo caracteriza a Nikki Nack (4AD, 2014) es la potencia y calidad de los sonidos que crea, así como la fortaleza de la estructura de las canciones, que aun así no pierden sus formas poco comunes y la instrumentación vasta. Es un disco que sorprende, que va un paso adelante, que marca tendencia. Tras un par de vez que lo escuché, no tenía duda de que estará en muchos de los recuentos de lo mejor del año en los medios más influyentes. En Cabaret de Galaxias dedicamos la mayoría de nuestras apuestas a desvelar maravillas poco conocidas, pero un disco de tal calibre no podía pasar desapercibido. Aunque tampoco podemos decir que sea una propuesta cobijada por las masas. Lo que si es viable es recomendarla como algo de lo más delicatessen musicalmente por seguir en el Festival Corona Capital del octubre venidero en el Foro Sol.
No podemos saber si ella se sintiera cómoda sabiéndose continuadora de Bjork, pero es innegable su influencia, como también lo son sus conocimientos del folklore africano, la manera en que puede retorcer y llevar un paso adelante lo que han hecho David Byrne y Paul Simon, e incluso, relacionarse con ese tribalismo que también subyace en Animal Collective, Dirty Projectors y Gang Gang Dance.
Nikki Nack es el sucesor del exitoso w h o k i l l (2011), que para el mundo indie fue un acontecimiento importante. La chica llamó poderosamente la atención al revelar que sus percusiones eran sus pisadas, que también podía usar un viejo dictáfono o un software tan criticado como el GarageBand de Apple. No conoce de limitaciones, ni tecnológicas ni conceptuales, lo que no quiere decir que no enfrentara cierto tipo de crisis creativa que la llevó a viajar a Haití (como Arcade Fire) para buscar otras formas utilizables en su música, que complementó con clases de canto. A la postre ha declarado —no sin mucha sorna—, que incluso llego a leer Cómo escribir una canción de éxito para hallar la fórmula deseada.
Es un hecho que buscaba dar un fuerte golpe de timón y por vez primera eligió trabajar con dos productores de ligas mayores: Malay, colaborador de Frank Ocean; Alicia Keys y Big Boi; John Hill, encargado de trabajos de M.I.A.; Rihanna y Shakira. En el resultado se nota que Garbus siempre ha tenido claro lo que busca; no le faltaba personalidad sino que la pretensión era potenciar las dimensiones del sonido a partir del registro en el estudio y la masterización.
A la postre, Merrill dio con el álbum de mayor accesibilidad en lo que lleva de carrera, pero sin ceder un ápice a esa esquizofrenia musical que construye su personalidad. Puede decirse que contiene canciones que podrían filtrarse en la industria pero conservando su parte bizarra.
Ahora que le ha dado por una especie de R&B enloquecido, como lo demuestra en “The real thing” y en la pieza clave de esta entrega, “Water Fountain”, en la que se lap asa vociferando: “escucha las palabras que digo”, en lo que es una alegato acerca del problema mundial del agua y su escasez.
Basta escuchar el poderoso contrabajo de “Sink O” para dejarnos llevar por un torrente de sorpresas y elementos impredecibles. Y todavía hay otros diez cortes. TuneYards ha producido una andanada sonora que se nos viene encima con una catarata. Una avalancha caliente e incendiaria que se esparce infecciosamente. No es de los discos que entren a la primera, pero una vez que estas dentro todo se vuelve intenso y luminoso.
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