el gran terremoto intermitentemente predicho
Gente dice: araña teje tela. Yo digo: tela teje araña.
Gente dice teje vida, pero vida teje gente. Todo
conectado.
Usted escribe cuento, pero cuento escribe usted;
buscamos causa tiempo pasado, pero muchas veces
causa en futuro. Confunden causa y efecto.
Mario Levrero
Habla la camisa
“Sea lo que sea que signifique la existencia —amenazaba furiosa mi Única Camisa de Lino Blanco—, hoy se traduce en una fiesta de terraza en el centro de la ciudad, y en un grupo de desconocidos que, derramando la cerveza, bailarán los ritmos del momento en torno a una parrilla donde se asará carne. Sea lo que sea la existencia, hoy nos junta de nuevo. A mí me tiende sobre el lomo de un burro de planchar, mientras tú despiertas reanimada lentamente por los voltios que salen del muro. La última vez que nos encontramos me cruzaste el pecho con tu potencia mal calibrada, y perdí uno de mis botones. Pero hoy será diferente por la promesa de la catástrofe; cuando venga el Gran Terremoto, la coincidencia me hará la prenda favorita con la que se busque refugio en los callejones, mientras tú sólo tendrás la esperanza puesta en la rapiña, cuando todo esto colapse, pinche plancha”.
Terraza
Y, en efecto, fue distinto, porque puse todo el cuidado del que soy capaz en modular el calor de la plancha, pues ya no me quedaba otro botón de repuesto después del evento rencorosamente descrito por mi Única Camisa de Lino Blanco. Tomé el tiempo suficiente para reconciliar a ambas partes: la plancha estuvo en silencio mientras mi Única Camisa de Lino Blanco se desahogaba. Al final, llegamos a un acuerdo beneficioso para todos, excepto para las comunidades más recónditas del Amazonas, y la plancha aceptó calibrarse para el tratamiento de algodón. Yo llegaría un poco arrugado, y tarde, a la fiesta de la terraza, pero ya se sabe que al lino se le disculpa lo impresentable; además no quería estar a la hora impresa en la invitación, porque Román y su hermana gemela, Fernanda, siempre llegan temprano a esos eventos. Ella es encantadora y él está cojo. Ella trabaja en uno de los rastros de la ciudad y él predice desgracias, casi siempre terremotos. Las últimas veces sólo hablaba del Gran Terremoto que devastará todo lo que conocemos; quizá mi Único Par de Botas de Caimán se lo dijo a mi Única Camisa de Lino Blanco, de otra manera no se explica su obsesión con el tema.
Llegué cuando se alzaba una gruesa columna de humo sobre el edificio. Después de cruzar el jardín, subí. La gente estaba ya reunida y había formado los habituales grupos, quizá con algunas variantes. Los extremos más visibles de la concurrencia eran la anfitriona y una de las invitadas. Ambas resaltaban por ser la mujer más pequeña y la mujer más alta de la fiesta, respectivamente. Las hermanaba el hecho de que llevaban puesto el mismo vestido blanco; como sólo se habían fabricado en una talla, a la mujer más alta de la fiesta se le veían las cicatrices de las rodillas, y la mujer más pequeña de la fiesta parecía arrastrar tras de sí la cola de algún lagarto albino. Tiempo después, pude leer la etiqueta del vestido de la mujer más alta de la fiesta: Design in France. Made in China. “Blanco” había sido el código de vestimenta que se especificó en el anverso de la invitación; los concurrentes debían llevar una de sus prendas dominantes en ese color. A los transgresores del protocolo no se les impedía el ingreso, pero les esperaba una bienvenida atroz consistente en la inmersión al fondo de un barril rebosante de vinagre.
Tras varios años de asistencia periódica a estos eventos, me había unido a un grupo más o menos conocido; recuerdo que al principio no sabíamos de qué hablar entre nosotros, después nos decíamos siempre lo mismo. El paticojo sólo hablaba del Gran Terremoto, de las visiones de destrucción que le venían los domingos antes de untarle mantequilla al pan tostado; el clímax estaba anunciado por los nudos de nervios que le flanqueaban la mandíbula debido al bruxismo tensional. Para esos momentos de la mañana, decía su hermana gemela, ella llevaba varias horas en el matadero. No sólo cuando habla de cuchillos su boca me parece el filo de una guillotina recién usada, también experimento esa sensación cuando sonríe. En la fiesta de la terraza, a su cuello lo saturaban treinta y seis perlas de redondez irregular hilvanadas a una gargantilla. Giacomo también estaba ahí, junto a los gemelos, invariablemente vestido de negro. Había sorteado la zambullida en el barril rebosante de vinagre porque había llegado acompañado de Colombo, un magnífico ejemplar de West Highland White Terrier. En el momento en que me les uní, la charla estaba a cargo de Giacomo; el cojo y su hermana escuchaban atentos los pormenores sobre un panettone que la madre de Giacomo había horneado para su único hijo durante la última visita desde Génova. Después de haber comido un poco, Giacomo había guardado las sobras en un rincón del refrigerador. Odiaba secretamente el panettone, pero no se atrevía a deshacerse de él por ningún método, pues una pena le sitiaba el corazón cada vez que recordaba a su madre midiendo escrupulosamente las porciones. De ese evento habían pasado siete meses, y desde entonces el pan presentaba varias fases de anarquía en su estructura. Nunca logro recordar si Colombo también es genovés, así que cuando llega mi turno de hablar evito introducir el tema de los Reyes Católicos y del fatídico año de 1492. Es una verdadera pena porque es uno de mis temas favoritos.
El fatídico año de 1942
Ocho años antes de 1950, en el fatídico año de 1942, el Único Maestro de Poesía que He Tenido era joven y se ganaba la vida como redactor de la Agencia de Información Nacional, en Cuba. Después de leerle el Único Poema que He Escrito me citó en una de las bancas que daban al parque central; vimos en silencio la tenacidad de los gorriones para mantenerse en la faz de la Tierra: hurgaban las baldosas con sus picos en busca de alguna miga que llevar a sus familias; a veces no tenían suerte, otras veces eran devorados por algún gato del parque. Aquellos gorriones que estaban solteros hallaban en las colillas de cigarro una pieza invaluable para la construcción de su patrimonio. Alguna vez leí que las colillas servían como aislante térmico, y que su incorporación en los presupuestos de materiales de los cimientos del nido garantizaba que el inmueble estuviera libre de plagas indeseables. Cuando nos aburrieron los gorriones, el Único Maestro de Poesía que He Tenido separó el culo de la banca y se fue. Antes de que la distancia imposibilitara del todo la comunicación, me citó al día siguiente en la misma banca a la misma hora.
Pensé que eso era parte de mi formación como poeta, pero al día siguiente, el Único Maestro de Poesía que He Tenido me dijo que nadie sirve para la poesía, pero menos yo, pues de cualquier manera no me hacía falta. En vez de darme algunas palabras de aliento me encomendó una misión: extrajo del saco nueve hojas de papel unidas por un clip: eran un artículo de sociología firmado por la Dra. Martirio Fonte; yo tendría que encontrarla y darle un mensaje de él, el Único Maestro de Poesía que He Tenido. Resultó que un jueves del fatídico año de 1942 ellos dos habían pasado una tarde juntos: una historia que sólo cambia de rostros y lugares: la caminata a través de ocho calles en el corazón de Camagüey, la mesa de un café y una habitación de un hotel amarillo. Antes de hacerse viejo y convertirse en el Único Maestro de Poesía que He Tenido, se encargaba de cubrir una serie de reportajes relativos a la persecución de setenta italianos cuya residencia en la isla representaba un peligro para la estabilidad, en ese entonces, neocolonial. Antes de doctorarse en sociología, la señorita Fonte se encontraba en la provincia de Camagüey. Inmersa en los trámites para seguir sus estudios en la Ciudad de México conoció a un joven que con el tiempo dejaría Cuba y se instalaría, también, en la Ciudad de México: el Único Maestro de Poesía que He Tenido. Aunque habían llegado puntuales a la coincidencia, no fue así para el segundo encuentro. el Único Maestro de Poesía que He Tenido había dudado en la hora, estaba entre las 15 hrs o las 5 pm. Escogió la segunda opción, pero la señorita Fonte nunca apareció, o lo había hecho dos horas antes y, tras veinte minutos de espera infructuosa, había decidido seguir su camino. Ahora mi trabajo consistía en buscarla en las entrañas de un edificio de la Facultad de Ciencias Políticas, donde ella desempeña el puesto de vaca sagrada, y preguntarle si había llegado a aquella cita. En caso de una respuesta afirmativa, la entrevista continuaría hacia “¿a qué hora lo había hecho, 15 hrs o 5 pm?”. Eso era todo.
Antes de saber que vendría el Gran Terremoto intermitentemente predicho, llevar el mensaje a la Dra. Fonte era lo único que me hacía levantarme de la cama. Pero si uno sabe que un cataclismo destruirá todo aquello que se conoce, sólo puede pensar en el sofisticado cuello de Fernanda (imposible que alguien así de encantador haya compartido vientre con ese generador de nuestra psicosis actual).
Electrocardiograma
La única vez que he comprado un tubo de Preparación H fue un miércoles a las 19.42 hrs, según decía el ticket del supermercado. En los primeros minutos de la madrugada mi teléfono sonó hasta despertarme y me obligó a estirar el brazo izquierdo hacia el buró. Una voz entrecortada me avisó que un amigo muy cercano acababa de morir embestido por una tonelada de acero gobernada por un motor de ocho cilindros; la patente de fabricación se hallaba resguardada en la bóveda del edificio Chrysler, en Nueva York.
La voz que salía del aparato me daba los pocos detalles del incidente: también había muerto una chica que yo no conocía pero que mi amigo amaba al punto de perseguirla entre las avenidas tras un disparate de ebriedad. Los dos habían llegado puntuales a la coincidencia del acero, y ni siquiera hubo la necesidad de llevarlos al hospital, porque ya no tenía caso. La voz en el teléfono me avisó del homenaje que les harían durante unos minutos en la radiodifusora local; yo sería el encargado de fabricar un texto a manera de epitafio. En ese momento, entre las sábanas que me aislaban del mundo y sus reglas, sentí la primera punzada, proveniente de un epicentro inédito: el esfínter.
El texto no valía ni el zapato que perdió mi amigo al momento de estrellarse contra el pavimento. Sin esperar a que la impresora terminara su trabajo, salí hacia el único supermercado del barrio donde vivía en aquel tiempo. Estaba en la fila de la caja cuando vi por primera vez al Gran Terremoto; unos lentes oscuros colgaban del tercer botón de su camisa. Lucía impaciente y las ojeras otorgaban severidad a sus gestos. El empacador se empecinaba en meter un tubo de Preparación H en una bolsa biodegradable, pero el Gran Terremoto se negaba a ultranza mientras esperaba a que el cajero le entregara el voucher. Cuando el tubo de Preparación H estaba en su mano, como una especie de trofeo, el Gran Terremoto garabateó su firma sin despegar la pluma; más que su nombre, el trazo parecía la sección de un electrocardiograma. Después salió del lugar dando grandes zancadas y no lo volví a ver en muchos años. Delante de mí una rubia organizaba metódicamente sobre la banda transportadora la compra del día: los empaques de toallas femeninas hacían frontera rosada con un cartón de huevos y un ramillete de espinacas.
Lvbina
Un hombre sale del consultorio en el que ha estado la última hora de la mañana y enfila sus pasos a la boca del callejón que sospecha es atajo en el regreso a casa; tiene razón. Debe ganar cualquier minuto posible, pues su abuela ha insistido en que el Gran Terremoto intermitentemente predicho llegará en cualquier momento, y hay que estar preparados. En el bolsillo de la camisa del hombre viaja una receta médica con los procedimientos que hay que llevar a cabo antes de la próxima visita. Sin embargo, la recomendación que se quedó en lo verbal no deja de darle vueltas en la cabeza a aquel hombre: antes de concluir la sesión, la doctora había salido del consultorio por una de las rosas que adornaban la recepción; el único propósito fue mostrarleal hombre la manera más adecuada de estimular a Lvbina. Las instrucciones fueron parabólicas y por demás calígines, pero en ningún momento carentes de lubricidad. Con las manos formando un cuenco, la doctora sostuvo la rosa que aún goteaba por el tallo; con los pulgares recorrió los contornos de la flor, y cuando llegaba a desprender por accidente algún pétalo, detenía las acciones para decir: hay que evitar que ocurra esto.
Todo porque no se podía operar a Lvbina durante las primeras fases del estro. Hacía dos noches que el instinto de conservación mantenía a Lvbina al pie de la puerta invocando la presencia de cualquier macho del vecindario; masturbándola hasta que sus ancas tamborilearan el piso con felicidad ilícita, aquel hombre le mitigaría los deseos de ser atravesada por una de esas vergas cactáceas que posee el gato promedio. Córtate las uñas al ras de la carne y quítate cualquier alhaja, alcanzó a escuchar el dueño de Lvbina mientras el recepcionista imprimía la factura.
El atajo es un callejón donde convergen las espaldas de dos edificios. Hay pocas puertas en relación con la cantidad de ventanas. El dueño de Lvbina camina por la acera donde no pega el sol; mientras, arma el plano mental de la colonia para ubicar una florería. Se pregunta si debe usar guantes.
Metro y medio lo separan de una ventana que alguien lucha por abrir desde adentro, se sabe por los ruidos que hacen los postigos. Cuando el dueño de Lvbina ha consumido un metro con sus pasos, la ventana se abre y queda vibrando hasta que una mano la detiene. Hay razones de peso para creer que lo que resguarda esa ventana de la vista del callejón es un baño: el patrón del cristal distorsiona todo aquello con lo que entra en transferencia, y el inconfundible vapor de la regadera sube al cielo. La mano que apareció para amortiguar la vibración del vidrio tiene las uñas crecidas y pintadas con esmalte rojo, a la falange del anular la anilla medio centímetro de oro; cualquier otro rasgo se pierde en la espesura que recubre aquella mano.
El tiempo que ha ahorrado en el callejón le permite al dueño de Lvbina pasar a comprar las rosas antes de llegar a casa. Si el florista es presto en su labor no habrá retraso en el organigrama.
En el momento en que el dueño de Lvbina llega con el florista, éste se encuentra castrando los pistilos de cuatro casablancas.
¿En qué le puedo ayudar?
Quiero una rosa, por favor.
Lo mínimo es una docena.
Bueno, me las llevo.
¿Qué color?
Cualquiera está bien.
¿En caja o ramillete?
Lo que no genere costo extra.
Imposible. Cualquier cosa lo “genera”: la caja es caja, y para formar el ramillete se ocupan varios instrumentos para nivelar los tallos.
En caja entonces.
¿Qué va a hacer usted con ellas? ¿Llegará ahogado apestando al perfume de otra mujer, o tiene pensado masturbar a un gato, “joven tigre”?
Tengo un poco de prisa, ¿sabe? El asunto de la inminente llegada del Gran Terremoto tiene a mi abuela un poco tensa…
Ah, vaya. Entonces la segunda opción. Son 50 con 70.
Gracias.
No hay nada que agradecer; tenga un buen día.
Calostro
La última vez que vi al Gran Terremoto, estaba sentado al borde de una silla de respaldo recto. Con movimientos gatunos intentaba mantener quietos los pies de una mujer que, sin prisa ni emoción, se desvestía sobre una pista de baile que también fungía como mesa. El lugar estaba poco iluminado, los meseros se movían entre las sombras con la pericia de un animal nocturno para cumplir las exigencias de los clientes. Cada vez que el Gran Terremoto lograba inmovilizar el talón de la bailarina, se apresuraba a contarle los dedos del pie, como si no supiera que raras veces son más de cinco. Entonces un trastabilleo interrumpía brevemente el espectáculo y sacaba del trance a la bailarina, pero a nadie le importaba la ejecución de la coreografía. Para ese momento la parte superior del vestido ya colgaba debajo de unas tetas pesadas y redondas. Entre aullidos y estridencias la bailarina recuperó el pie de entre las manos del Gran Terremoto; éste regresó a sentarse con toda la espalda, e invirtió su trago en la boca hasta terminarlo. La ebriedad dotaba a su rostro de una tristeza absoluta. A metro y medio la bailarina terminaba de quitarse el vestido quedando totalmente desnuda al centro de la pista. La música y la luz se tornaron suaves y todo quedó en silencio cuando ella se acuclilló. La preeminencia de sus nalgas dejaba absortos a los que veían desde ese ángulo el espectáculo. Del otro lado la fantasía mutaba en los ojos de alguien que advertía la inútilmente maquillada cicatriz de una cesárea que punteaba al ombligo y al pubis completamente rasurado.
Una voz engolada anunció el turno de la siguiente bailarina. La anterior bajaba del escenario desprovista de la mirada feral que mostró durante su acto. En el último escalón, el jefe de meseros la tomó de la mano y, sin dejarla enfundarse en el vestido, la guió hasta el asiento vacío junto al Gran Terremoto. Luego los dejó solos. Hubo algo de honestidad en la sonrisa cuando el Gran Terremoto le pidió que se descalzara. Una vez que el mesero dejó el par de tragos sobre la mesa, tomó una servilleta y con un movimiento sutil la dejó absorbiendo el hilillo de calostro que bajaba hacia el vientre de la bailarina, sin que ésta le diera importancia.
Estimada madre del señor Giacomo
Quiero asegurarle que mi gratitud hacia su persona no conocerá límites geológicos, que son los que realmente importan. No basta el presente telegrama para agradecerle su participación en la continuidad de la existencia, sea lo que sea que eso signifique.
Después de mi llegada y de la eventual destrucción de todas las cosas, el panettone que ha horneado para su hijo Giacomo será la meca del provenir. Ahora mismo las sobras se encuentran en un rincón del refrigerador, y ahí seguirán por los próximos dos mil años, pues ningún rescatista hará demasiado por salvar el contenido de un refrigerador atrapado en los escombros de una ciudad irreconocible. Pasado ese tiempo el organismo responsable de una nueva era en la Tierra emergerá listo para ordenarlo todo. Sus leyes serán ambiguas y sus castigos, implacables. Sin embargo, nadie olvidará lo que usted ha hecho; su rostro estará impreso en estampillas como a la antigua y sagrada usanza. Los rufianes, renovados príncipes filósofos, le rezarán, devotos y acuclillados, sobre los tapetes endurecidos por la sangre de los sacrificios. Usted, dulce dama, obrará milagros.
Suyo hasta el fin.