Zoopsia
Habría preferido ser el hijo de la hembra del tiburón,
cuyo apetito es amigo de las tempestades.
Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror
La mujer entra a su casa. La fresca brisa del mar al atardecer le escose la piel, apiñonada por las tardes que ha pasado bajo el sol, y revuelve su cabello ondulado, de tono poco más oscuro. Cierra la puerta. Limpia la arena atascada en la suela de sus zapatos en la alfombrilla de la entrada. Camina hasta la ventana de la sala y deja su bolso en el suelo, entre unas aletas, un visor con snorkel, un par de tanques de oxígeno y un traje, aún húmedo, de neopreno.
En una de las paredes cuelga un grabado de El sueño de la mujer del pescador de Katsushika Hokusai. Dos pulpos, uno sobre la boca y otro sobre el pubis, besan a una pescadora de perlas inmovilizada por sus tentáculos, a las orillas del mar. Cuando entró por primera vez a la habitación y vio la imagen, pensó en la extraña coincidencia de que ese cuadro formara parte de la decoración de la casa que rentó para terminar su investigación sobre los Octopus arborescens que capturó en el Mar de Japón hace cinco meses, cuando llegó a Akashi.
La mujer toma una pecera que está encima de su escritorio, junto a una computadora en cuya pantalla se lee el documento que ha escrito los últimos cuatro meses. Cuatro pulpos violáceos nadan en el recipiente con movimientos centrífugos. Lo acomoda en el baño, a un lado de la tina. Abre el grifo para cambiar el agua de los moluscos y mantener su ecosistema.
Mientras espera a que la tina se llene, entra a su cuarto y se sienta al borde de la cama. Se descalza. Acaricia los dedos y tobillos adoloridos por tantas horas de haber caminado por el puerto. El lento ritual comienza en sus pies. Se desabrocha la falda, la deja caer en el suelo.
Se recuesta sobre la cama y cierra los ojos. Sólo la bata de laboratorio le cubre el cuerpo y sonríe con los ojos cerrados al sentir el edredón suave y fresco bajo sus piernas. Las abre un poco y la bata se desliza sobre sus muslos, dejando entrever su piel morena apenas oculta por la ropa interior de encaje negro.
Entreabre los ojos y, a través de los hilos negros de sus pestañas, mira su figura en el espejo del tocador. Se deleita porque sabe que ningún hombre podría resistirse a poseerla. Su mirada recorre la suave curvatura de sus pechos; el vientre ligeramente hundido debajo de las costillas; su monte de Venus, perfectamente ceñido y delineado por la seda negra. Se acaricia la rodilla lentamente, con la punta de los dedos, hasta llegar a la parte interna del muslo y se detiene antes de llegar a su entrepierna. Goza del ansia de su voyerista imaginario.
La mujer juega con su espía. Rodea los lugares que se tensan y se enfurecen con la expectativa. Su sexo se humedece como si de pronto fuera una ostra y derramara su viscosa baba marina, junto con una perla rosa y endurecida. Sus pezones se erizan y duelen dulcemente con el contacto del corpiño que los aprieta: caracoles de leche y azúcar. Desliza una mano dentro de las bragas y llega a los corales negros de su sexo, húmedos. Sus dedos resbalan hasta sus labios vaginales y comienza a masturbarse como en un suave oleaje.
Ese día, por la mañana, le preguntó a un pescador del puerto sobre El sueño de la mujer del pescador, mientras recolectaba muestras para su investigación. Él llevaba una vasija de cerámica de la que arrancaba, con sus dedos nudosos, los moluscos que se habían adherido a su alrededor. Le contó la leyenda de la princesa Tamatori, que fue una ama, una pescadora de perlas. En las playas y pueblos asentados en las costas, ser una ama era un oficio que se heredaba de madres a hijas entre las mujeres japonesas. Ellas eran las únicas que podían nadar hasta el fondo del mar tan sólo con la fuerza de sus pulmones y el valor de su corazón para permanecer horas en la oscuridad y el frío de las profundidades, donde recolectaban la comida y las preciadas perlas que ayudaban a su familia. Cuando terminó de arrancar las últimas conchas de los moluscos, el pescador sacó un trapo de la bolsa trasera de su pantalón y comenzó a limpiar la vasija.
La leyenda contaba que un día la princesa buceó hasta el palacio del rey Dragón del Mar para robar una joya, pero un séquito de pulpos y criaturas marinas la persiguieron en búsqueda de recuperar la perla y amar el hermoso cuerpo de Tamatori. El cuadro de Hokusai es una posible escena del destino de la princesa si hubiera sido capturada por los sirvientes del rey Dragón del Mar, agregó el pescador. Después amarró una cuerda gruesa alrededor del cuello de la vasija y la arrojó al mar, donde se hundió para convertirse en el refugio de un pulpo que luego de unas horas sería atrapado por el viejo pescador.
La mujer no puede dejar de ver el grabado mientras se masturba. Se abisma en el color amarillo del papel desgastado, la tinta negra que afila los contornos de las rocas de la playa, los tentáculos rosáceos anudados al cuerpo impotente de una mujer que jadea con la boca entreabierta. Los movimientos de su cadera se vuelven cada vez más profundos, aunque continúan pausados, pero el ritmo de su respiración va en ascenso. Escucha el agua desbordarse de la tina y se detiene. Decide alargar la espera de sus pulsantes órganos oceánicos. Se levanta de la cama para cerrar la llave de la bañera. Sumerge una mano en la tina y la temperatura resulta tan agradable que decide bañarse para relajar sus hombros tensos después de un largo día de trabajo. Su cuerpo aún está sensible por las caricias, por lo que se desviste dejando que la lencería roce la punta de sus pechos y la silueta de sus nalgas.
La mujer se mete a la tina y se recuesta sobre el fondo de cerámica. Aunque un poco más caliente de lo que le gustaría, el agua desprende un vaho que se adhiere a su rostro y a su cabello. La relaja. Deja descansar su nuca sobre el borde de la tina y mira la pecera, olvidada a un lado de la bañera, sobre las baldosas amarillas del baño. Los pulpos pegan sus ventosas al vidrio y la mujer se identifica con ellos, reconoce el medio acuoso como su hábitat primigenio. Ella, como Tamatori, había buceado al fondo del mar para enfrentarse con pulpos. Piensa en el cuadro y en el sueño de las amas del que le había hablado el pescador. Cree que también es una ama.
Estira su cuerpo dentro de ese pequeño acuario y piensa que si fuera pisciforme, sería un tiburón blanco: una enorme hembra en celo de piel de lija azul y vientre de nácar.
Tras el reconocimiento, mueve su cola con sacudidas violentas, derrama el agua de la bañera, y abre y cierra sus mandíbulas en un frenesí carnívoro al percibir por su nariz áspera y triangular el finísimo olor a sangre que escurre de su vagina: las feromonas que excitan su hambre y deseo sexual.
Vuelve a mirar la pecera, donde los pulpos bucean confundidos por el agua caliente de la tina que se derrama dentro de su océano rectangular.
La mujer-tiburona saca una mano-aleta de la tina, atrapa uno de los pulpos y lo coloca sobre su pezón derecho. Los tentáculos se adhieren al seno y el pico que nace en su centro, como si fueran pétalos y el pulpo una flor marina, comienza a succionar.
El siguiente pulpo lo acomoda sobre su pezón izquierdo y acerca otro a su sexo, donde algunos de los ocho brazos se aferran a su pubis y los demás penetran una cavidad submarina humedecida por un líquido salado, distinto al agua de mar. La mujer se estremece con la entrada de los tentáculos en su cuerpo y por el suave pico del pólipo, que mordisquea con delicadeza justo por encima de su clítoris-perla.
La mujer se imagina como una sirena de ojos negros: senos al descubierto, siete hileras de dientes, cola y aletas de tiburón, que copula con su amante púlpido, un hombre con pene y lengua de tentáculo. Después caza al cuarto pulpo, que aún se revuelve asustado, escondiéndose dentro de la pecera con un chorro de tinta negra. Una mirada asesina lo observa. Ella abre la boca y las ventosas se pegan a las comisuras de sus labios. Fantasea que es la lengua lo que se adentra y envuelve a la suya, y que son los dedos de su kraken homínido los que la hacen gemir de placer, que por ser invertebrados alcanzan lugares nunca antes descubiertos.
La mujer, que ha experimentado la metamorfosis de mujer a tiburona y de tiburona a nereida selacimorfa, se transforma en górgona acuática: del cuero cabelludo le brotan delgados tentáculos traslúcidos de medusa, lágrima de mar, y de su vulva emergen tentácilos fluorescentes y luminosos de una hambrienta anémona coralina.
Ella está convencida de que saciar su hambre podría acrecentar su placer. Su vulva-anémona, animal flor de pétalos carnívoros, obedece introduciendo cada vez más al pulpo dentro de su vagina hasta que la cabeza del molusco es lo único que sobresale de su sexo.
La sensación en su bajo vientre invade el resto de su cuerpo. Un líquido tibio comienza a manar y las ocho extremidades continúan acariciando y penetrando, los picos redondeados sorben sus pezones. Un placer ciego se acumula en su sexo y le corta la respiración.
Los tentáculos la besan, envuelven su lengua como si fuera otra, salivante, o un miembro grueso, tenso, hirviente de sangre, entrando por sus labios y resbalando dentro de su boca. Retiene el beso pólipo, y su ansia asesina aumenta con el sabor a mar entre sus quijadas. De pronto, su cabeza se deforma, sus fauces se abren hasta tal punto que sus mandíbulas se dislocan y la piel de la nariz, furiosamente arrugada y contraída, revela el filo en bruto de los dientes aserrados. Luego se cierran brutalmente sobre los tentáculos.
Gime impotente ante la oleada de placer. Dos tentáculos todavía se enroscan dentro de su boca. La tensión estalla como una ola desgarrada contra las rocas y la hace derramarse como el mar.
Extenuada, sale de la bañera. Seca con la toalla sus nalgas y los pechos que le pesan como frutos de agua. Acaricia su rostro y se da cuenta de que todavía tiene adherido uno de los tentáculos a la comisura de los labios, lo desprende para dejarlo caer en el agua turbia.