Tierra Adentro
Héctor Quintanar. Fotografía: LUIS MÉNDEZ.

Desde mediados del siglo pasado, han existido intentos por organizar la historia y el desarrollo de distintas vertientes de la música mexicana, como la música electrónica, la electroacústica y el arte sonoro. El siguiente ensayo es un recuento crítico y comparativo de los textos e investigaciones relacionadas con la música electrónica desde los años treinta del siglo XX hasta la actualidad, y destaca los métodos, ángulos e intenciones adoptados por instituciones, escritores, investigadores y músicos, en correspondencia con las propias prácticas que han tenido lugar en nuestro país.

De la música electrónica, electroacústica y del arte sonoro mexicanos no podemos esperar una historia, un gran relato. No hay una corriente profunda y única que, como otras de la cultura nacional de la primera mitad del siglo XX, organice las obras, los autores y las experiencias de la música electroacústica y del tratamiento tecnológico del sonido con la coherencia que el abordaje cronológico parece ofrecer cada vez que se ha realizado en artículos, catálogos o diccionarios. Un recuento de nombres y fechas no dice nada, pero nos informa de la dispersión, del discontinuo brote de tentativas que han tenido lugar, cada una sujeta a un contexto social, político o institucional que lo condicionaba de algún modo. Así, de entrada, no hay una línea progresiva, continua, que nos permita aprehender la realidad de la experimentación electrónica en México en todo su heterogéneo e indeciso devenir en la historia cultural, o que nos deje sentir la presencia de una tradición, la aparición de estilos o escuelas que se sustituyen unas a otras, consolidándose. Consolidación de una estética electrónica no hay, sino implosiones sucesivas. Justo los precedentes de la electrónica y el arte sonoro en México que tenemos a la mano nos hacen patente un cultivo caótico de brotes, arbitrariedades, esfuerzos aislados, a veces interconectados, pero no hay una raíz ni una tradición; no hay filiaciones lineales. Hay puntos, hay madejas, hay indicios, obras y voces. Muchas de ellas desaparecen, se transforman en otra cosa al pasar de los años o simplemente no hay manera de comprobar su existencia, quedando a la deriva genealógica de una no-historia. La entrevista se presenta entonces como la herramienta de investigación privilegiada –casi la única–, frente al impasible silencio del corpus documental académico, que apenas y guarda registro de este quehacer, considerado en sus inicios como indigno, inhumano, pero ante todo desarraigado e incomprensible en sus métodos y en sus fines, pero al que se acercaron numerosos compositores, aunque sólo fuera para corroborar su asco hacia la máquina, o su indiferencia. Cuando se rastrea la documentación sobre el tema uno encuentra que estos testimonios, cuando los hay, son básicamente las notas al pie de ese gran relato de la música contemporánea mexicana; se asoman en los minúsculos créditos de sonido o de la musicalización para obras de ballet, teatro, danza o cine. Cuando no, vive este artífice y sus aventuras con la incipiente audio-tecnología en las anécdotas, muchas veces irrecuperables, de aquellos pioneros de los medios de comunicación y su improvisada operación durante las décadas de modernización del país.

Otra vía de acceso –no académica– a la creación con medios electrónicos la encontramos en los relatos subculturales de la música pop o en sus márgenes; músicas que apropiándose de los residuos de la modernidad que llegaba a México, dieron una versión del rock progresivo, del rock en oposición, del HI-NRGY o del tecno pop, desde mediados de la década de los setenta hasta inicios de los noventa, dotando de un rostro cosmopolita al país que no lograba superar su condición de atraso en materia de democracia o telecomunicaciones. Todo esto ocurrió antes del estallido tecno, a inicios de los años noventa, y con el que entran en escena nuevos actores sociales. Con ellos se vuelve a comenzar una historia, hecha de muchas voces, de muchos cuerpos, muy alejada de los fantasmagóricos espacios de la institución humanista, anclada a los sueños futuristas de la primera modernidad nacional; aquella radiante del dínamo industrial y aéreo narrado por los estridentistas, o cantada por los nacionalismos sinfónicos, afanada por reconciliar la magia ancestral indígena con los caballos de fuerza del ferrocarril. Ese futuro y sus imágenes se conserva en los museos y en las bibliotecas, y definitivamente ya pasó hace mucho. La cuestión es si los compositores electroacústicos y los distintos artistas electrónicos lo saben y cuál es su posición frente a él.

Esta memoria sobre la experimentación sonora es todavía un proyecto, y su objetivo no puede ser ni un catálogo ni un monumento, esas formas fastuosas y burocráticas del silencio, de instaurar la amnesia celebrando el recuerdo de algo sepultado o apenas enumerado. Entran en juego entonces otras posibilidades de organizar el cúmulo de antecedentes, la necesidad vital de conformar un archivo y de hacerlo productivo para los fines de aquellos que se internan en la insondable estructura del sonido en el presente. Un presente que parece acabado de llegar, que muchos creen estar inaugurando, convalidando así ideas prometeicas sobre la espontánea generación de estas prácticas artísticas ligadas a lo tecnológico, que en realidad vienen avanzando sincopadamente desde hace décadas hasta donde nos encontramos hoy.

La electrónica en el música y en el arte, de Raúl Pavón Sarrelangue

La electrónica en el música y en el arte, de Raúl Pavón Sarrelangue

Es natural esta actitud del tecnófilo: no se quiere reconocer el carácter histórico, socialmente construido, aceptar que también es producido por circunstancias anteriores, y que incluso en esta prestidigitación inaugural se corre el riesgo de ser anacrónico. Todos quieren ser los primeros, los fundadores. Sabemos que la emergencia cunde en el continente de la nación bien temperada desde los años veinte hasta el día de hoy, y el artista experimental en México, por lo general, se concentra en lo que hace y no en documentarlo reflexivamente, aunque hoy en día todo se grabe en video. Las instituciones tampoco lo han hecho (salvo por el aliento patrimonialista que sobrevive en algunas de ellas), y aunque lo intentan unas cuantas, la mayor parte de las veces lo hacen guiadas por un afán de crear una imagen ficticia de que México, en las artes, es un país adelantado e incluso innovador, y de que es posible hacer arqueología del futuro. Es el caso del titánico compendio triple en DVD que el Laboratorio de Arte Alameda publicó en 2004, (READY) MEDIA: Hacia una arqueología de los medios y la invención en México. Allí encontramos incluso proyectos que se documentaron pero que finalmente no se llevaron a cabo, o apresuradas y dispares curadurías de “arte sonoro”, que se encargaron sin un propósito claro de interpretación de todo ese material. Es en buena parte un catálogo de buenos deseos, ganas de ser globales y multimediáticos. Es más un ejercicio de imaginación arqueológica que un trabajo de genealogía crítica, tan necesario para poner en crisis un presente que sobrevivió a las fases penosas de la modernidad, y cuyos burócratas, hay que recordar, estaban fascinados con la catalogación patrimonial. México, colección de objetos sublimes para deleite internacional. ¿Qué podemos conocer de la circunstancia que nos conforma en esta experiencia del sentir sonoro, tan ampliamente promovida y practicada en las regiones de la transmodernidad cosmopolita? Habría que echar luz sobre estas prácticas tan extendidas y legitimadas, sumamente difundidas pero muchas veces sin un sentido ni una claridad sobre el lugar que estas ocupan y lo que significan en el momento actual. ¿Por qué su proliferación, hacia dónde, quién se beneficia con estas preguntas?

MAUSOLEO ELECTROACÚSTICO

De todas las artes de vanguardia en México, de las que menos se ha escrito es de las artes sonoras, y sabemos que no hay más que noticias sueltas, algunas de ellas dentro de la órbita académica, otras fuera, muchas generadas por los propios creadores. En esta desordenada constelación de materiales, la única mirada que presenta una cierta estabilidad es la cronológica, que se repite en distintos momentos, y de la que Manuel Rocha Iturbide realizó una magna summa en el 2002, comisionado por el festival Radar, y hasta hoy la más completa relación fechada de eventos relativos a la música electroacústica y electrónica mexicana, que años después dio lugar a una antología triple de discos compactos. Pero antes de avanzar en la lista de obras que intenta historiar la práctica musical electrónica y electroacústica, quiero destacar dos libros que surgen en momentos muy significativos de transición del país: Hacia una nueva música: Ensayo sobre Música y Electricidad, de Carlos Chávez de 1937; y La Electrónica en la música y en el arte, del ingeniero Raúl Pavón, publicado en 1980. Estos dos títulos elaboran con gran elocuencia unas ideas muy pertinentes frente a la realidad tecnológica y su choque con las artes y la creatividad, y sorprende que, salvo el musicólogo, el detective privado o el coleccionista excéntrico, nadie se acerque a ellos, justo en un momento de intensa actividad sónica, pero de muy poca discusión de ideas acerca de la misma, como es el actual. En ambos textos se aborda de manera más o menos sistemática la naturaleza de las tecnologías del sonido y su impacto en las maneras de hacer y disfrutar la música, y de sus vastas aplicaciones en el quehacer sonoro. El primero, de Chávez, es un texto formado por varios artículos, y fue celebrado por Edgar Varese por ser una de los primeras teorizaciones en el mundo de la música acerca de estos temas. Ahí, Chávez realiza una bella reflexión sobre las implicaciones estéticas y técnicas de la inscripción y la reproducción sonora mucho antes que Pierre Scheffer, y plantea varios retos al músico formado en el humanismo y sus jerarquías basadas en el autor y la idea musical, así como en la partitura y el concierto, e incorpora la figura del ingeniero como nuevo agente de creación. El libro, dos veces reeditado en Estados Unidos, se publicó en México hasta 1992, por el Colegio Nacional. Es como si el futuro nos enviara un mensaje desde el pasado, pero nadie tuviera tiempo de escucharlo. El de Pavón es un diccionario muy puntual de pretensiones exhaustivas que describe y enumera los componentes de las audio tecnologías. Una tarea notable para un país oficialmente “en vías de desarrollo” en ese momento, y con una mínima producción musical electrónica, con su laboratorio, que se había fundado en el conservatorio en 1971, ya desmantelado. En ninguno de los dos títulos se reflexiona verdaderamente sobre estos nuevos paradigmas en el contexto mexicano, ni tampoco, al menos en el caso del libro de Pavón, se mencionan los creadores que habían estado trabajando desde la perspectiva electrónica en el país y sus repercusiones. Luego están las tesis de estudios de doctorado de Manuel Rocha Iturbide, Pablo García Valenzuela o Rodrigo Sigal, a las que al día de hoy podemos sumar las de muchos otros estudiantes de doctorado interesados en la electroacústica, como Hugo Solís, por ejemplo. En todos ellos se indagan básicamente aspectos formales del sonido desde las perspectivas tecnológicas de la espacialización, la física cuántica o los medios electroacústicos o informáticos, pero no hay visos de situar o interpretar el hecho sonoro en tanto evento estético y sus posibles conexiones con un entorno más amplio de sentido.

Tal vez la única obra de este tipo que se orienta desde el interés por desentrañar la especificidad del quehacer electroacústico en México sea la del compositor Gonzalo Macías, sobre la historia de la música mixta mexicana, donde reflexiona sobre la estética que surge de las estrategias de compositores como Javier Álvarez, Manuel Enríquez o Conlon Nancarrow. Fragmentos de esta tesis de doctorado, realizada en Francia, fueron publicados en la revista Pauta, que junto a Heterofonía y actualmente también a Sonic Ideas, han sido los principales espacios de publicación para trabajos académicos o de divulgación de la música contemporánea, y en las que cada tanto es posible leer retazos de investigaciones, reseñas o artículos sobre la electroacústica, la electrónica o el arte sonoro. Aquí, sin embargo permanecemos en el mundo aséptico, sumergido y aislado de la academia, desbordada por todos lados por la incontenible creatividad que el acceso a la tecnología impulsó desde hace más de una década, y del que la musicología o el vocabulario exclusivo de la electroacústica no podrían dar cuenta. Existen cada vez más tentativas al respecto, como blogs de aficionados, artículos no especializados en revistas de cultura, pláticas y conferencias en el marco de los festivales que han logrado instalarse en el corazón de la cultura contemporánea en México, pero el abordaje mediante la escritura y la recreación documental es todavía una tarea, que además, como la misma electrónica y el arte sonoro plantearon, no tiene un campo limitado, ni obedece a clasificaciones estrictas o disciplinares, por lo que es muy abigarrado y extenso el horizonte de trabajo, por no decir abismal.

Portada de Electroacústica

Portada de Electroacústica

DE INVENTARIOS 

Al interesado en las numeralias y fichas técnicas le servirá consultar el Diccionario de compositores mexicanos de música de concierto (1996), de Eduardo Soto Millán. Y podrá obtener datos precisos en el Diccionario Enciclopédico de Música en México (2007), de Gabriel Pareyón; o leer opiniones compactas y editadas bajo criterios periodísticos en Visiones Sonoras, de Roberto García Bonilla, del 2001. Aunque este tipo de resúmenes clasificatorios no logran darnos elementos de interpretación, historiográficamente son muy correctos, y tal vez el texto de Pareyón arriesgue más que los otros en este sentido, por lo que puede ser más enriquecedora su consulta, pero siempre aséptica, como el objetivismo historiográfico impone.

Pero para el asunto que tratamos hay una explicación aún más profunda: no hay realmente, dentro de los cánones, casi ningún autor verdaderamente electrónico a quien incluir a lo largo de media década en estos compendios (salvo por Antonio Russek, Roberto Morales o Javier Álvarez). Incluso hay omisiones (sintomáticas para los trabajos realizados después de los años noventa) de creadores fundamentalmente electrónicos o electroacústicos (el caso de Guillermo Galindo, radicado en Berkeley, California, desde hace años), y que por el mismo hecho de que su repertorio es casi en su totalidad electrónico, ha pasado desapercibido para el radar del academicismo musical mexicano. Tal vez sea mejor opción consultar el catálogo de autores y obras electroacústicas que realizó Alejandra Odgers para graduarse como licenciada de la Escuela Nacional de Música en el 2000. Al menos se recogen con mucha más actualidad los nombres de aquellos mexicanos que se han dedicado al medio tecnológico en la creación de su música. Pero no es más que un catálogo de obras y nombres propios, casi un directorio. Hay un libro extraordinario de entrevistas de Leonora Saavedra, editado por la SEP en 1980, en donde, aunque todavía dentro de la música académica de vanguardia, casi toda instrumental, se abunda en las conversaciones sobre la inminencia de un cambio en la experiencia de la producción sonora, sus instituciones y los estilos y antecedentes de la tecnología en el terreno de la composición. Sin embargo, aún permanece la autoridad del creador, la partitura, la disciplina instrumental como paradigma de la práctica sonora en México. Digamos que se encuentran elementos complementarios para entender la mente del compositor en México en relación al futuro y sus múltiples caminos, apenas entrevistos. Entre ellos vienen Francisco Núñez, Mario Lavista, Rodolfo Halffter, Joaquín Gutiérrez Heras.

La prótesis sin historia

Otro hecho que salta a los ojos es que la música electrónica o electroacústica en realidad la encontramos –cuando se aborda más allá de la mera enumeración clasificatoria– casi siempre como un apéndice de las narraciones enciclopédicas de la historia de la música mexicana. Hay espléndidos e insuperables ejemplos, pero siempre nos encontraremos con la misma relación de hechos y con el carácter residual de la tecnología en el concierto de la música instrumental y acústica de la “nueva modernidad” en las artes sonoras de México, como la llama Yolanda Moreno Rivas, cuyo libro La composición en México en el siglo XX, de 1994, es uno de los mejores y más pormenorizados análisis, tanto histórico como estético, de los caminos que tomó la vanguardia musical desde sus orígenes en el nacionalismo, hasta el rechazo del mismo y sus diversas transiciones a través de los lenguajes y técnicas que llegaron de Europa y Estados Unidos. Otro caso muy anterior es la enciclopedia dirigida por Julio Estrada y editada por la UNAM, La música de México (I. Historia, tomo 5. Periodo Contemporáneo, 1984). En ella se tiene una descripción de los autores y de las obras, así como de las instituciones que impulsaron por un breve y frágil periodo de tiempo (el Conservatorio, el CENIDIM, Radio UNAM) la experimentación electrónica y electroacústica. Pero mantiene este carácter descriptivo, incluso rutinario, sin dejar de ser un antecedente documental útil al investigador, aunque casi exclusivamente en cuanto a la relación de datos que, en el conjunto de la colección, parecen mostrar una cierta progresión de lo prehispánico a la “nueva complejidad” moderna musical. Una narrativa que más que explicar quiere proponer una línea de tiempo evolutiva en los estilos del quehacer sonoro en México, y no una problematización.

Existen trabajos consagrados exclusivamente al hecho electroacústico, piezas menores de divulgación, pero significativos. Uno de ellos es el del compositor Manuel de Elías en la revista Heterofonía, recién fundada por Esperanza Pulido en 1968, cuyo título es “Sobre música electrónica”. En él aborda la llegada de la promesa de un timbre nuevo en el aparato generador de sonido sintético, pero no hay una noción de la situación cultural de estos adelantos en su relación con la música mexicana. Luego están las cuatro páginas que destina el sueco Dan Malmstrom al tema de la electrónica mexicana en su estudio sobre la “música de arte” en México, titulado “Introducción a la música mexicana del siglo XX”, de 1974. Nuevamente verificamos que la electrónica apenas es un apéndice de la música contemporánea orquestal, además de que no hay la distancia documental necesaria, y sus indagaciones llegan hasta 1973, apenas dos años después de que se abrió el primer laboratorio electrónico en el conservatorio por iniciativa de Héctor Quintanar y Raúl Pavón. En esas cuatro páginas lo único realmente importante para el interesado es la constatación de que la modernidad implicaba ciertas condiciones para que ésta se manifestara plenamente en la música, y que la electrónica, en el caso mexicano, mostraba contradicciones económicas y representaba una dudosa ruta para los músicos académicos. ¿Cómo expresar la contradicción de la modernidad mexicana en el sonar electrónico, sus inacabadas revoluciones, sus desigualdades respecto de un progreso material?

En su momento, Mario Lavista redactó un par de artículos sobre asuntos relativos al timbre nuevo de la tecnología, sobre electroacústica, y sobre la necesidad de aceptarla como parte de una corriente irremediablemente moderna y creciente en el mundo musical contemporáneo. En el disco independiente Música electroacústica mexicana, editado por Antonio Russek y Ángel Cosmos en 1984, se incluye uno de estos artículos breves y premonitorios de Lavista. Se tiene también el ensayo de Javier Álvarez, escrito en 1995, compositor que durante sus estudios en Inglaterra descubre inesperadamente el estudio electrónico y se convierte en un autor indispensable de la electroacústica mexicana a nivel internacional, así como de su teorización estética, pero cuya carrera realizó en el extranjero, permaneciendo allá una buena parte de su vida, hasta hace algunos años. Ahí, el creador nos habla de esta escasa pero única fuente de obras y autores que figuran en todas las historias oficiales de la electroacústica. Lo más rescatable del recuento que hace Álvarez son las afirmaciones que vienen hacia el final del texto, en donde habla de la necesidad de “inventar una tradición”, y del joven medio tecnológico como una posibilidad abierta para una generación de compositores en ciernes.

Durante los años setenta y ochenta hay una miscelánea de artículos, publicaciones y abordajes relámpago por parte de distintos personajes del medio, como Antonio Alcaraz y otros críticos y cronistas, pero la mirada y la función se circunscribían a la del periodismo cultural, la reseña o las notas de programa, sin duda un material noble para informarnos, pero la electrónica y la electroacústica son todavía una anomalía. Habrá que internarnos en los territorios la cultura popular para encontrar los subrelatos de ese otro encuentro de la imaginación con la tecnología en México, y las varias formas de significarlo musicalmente. Pero ese, es otro viaje.