Un mundo por explorar: ¿para qué sirven las caricaturas?
La educación sentimental llega de muchas maneras a nosotros. Es un ambiente, una atmósfera que retomamos de forma inconsciente cada que se activa en nosotros una respuesta emocional que consideramos válida. Los malos ejemplos abundan: en las telenovelas encontramos el melodrama. En series de televisión como Mujer casos de la vida real y La rosa de Guadalupe nos chutamos historias con una carga moral importante, con una advertencia sobre lo que está mal para la sociedad; de niños, el capítulo semanal o quincenal dictaba las preocupaciones de los adultos a nuestro alrededor, era como un segundo noticiero, un segmento para reforzar los pánicos morales de turno.
Depende de uno si estos miedos se interiorizan o no. Lo innegable es su efecto a largo plazo, pues generaciones siguen pendientes de las personas que los rodean, para ver si pueden ubicar a los drogadictos, pues se les ha dicho que se pueden ubicar a simple vista. Lo mismo pasa con los emos, completamente identificables gracias a una elección en la tienda de zapatos: “No hay duda, eres emo”, te dirán cuando tu ropa lleve rosa y negro.
¿Hay un espacio libre de estas guías morales? Tal vez no completamente, pero algunas caricaturas son mucho más profundas de lo que la gente cree. Aunque no todas pasan la prueba del tiempo, esto debe quedar muy claro. Mi decepción fue enorme cuando intenté ver de nuevo los Power Rangers, por poner solo un ejemplo.
Otra serie de caricaturas de mi infancia de verdad me enseñaron cosas, y lo curioso es que las que lo hicieron así eran las que menos se lo proponían, no en lo superficial al menos. De ahí que, ahora que soy un adulto, no pueda dejar de rondar en mi cabeza la pregunta que aparece en el título de este ensayo: ¿para qué sirven las caricaturas? ¿Es un material de entretenimiento que los padres le ponen en una tablet a sus hijos para que no estén dando lata a la hora de la comida? ¿Aspiran a ser más que entretenimiento? Yo creo que sí.
Las caricaturas para niños pequeños más exitosas a lo largo del tiempo son aquellas que logran imitar los juegos infantiles para llevarlos de una forma u otra al núcleo de su propuesta narrativa. Es verdad que hay grandes obras que narran los hechos desde puntos de vista un poco más lejanos, pero las que logran entrar a nuestras mentes, a nuestras lógicas de juego, son las que se imponen.
El caso de Rugrats es el ejemplo perfecto de esto. Desde la introducción se nos muestra un mundo que se explora a gatas, desde abajo. La sala de los padres de Tommy se muestra como un mundo gigantesco lleno de posibilidades. A esto se agregan sus amigos, personajes que no existen sólo por existir, sino que aportan diferentes aspectos de la experiencia humana a los capítulos. Hay un líder, un par de gemelos, está el niño temeroso y una auténtica villana que los manipula y aterroriza. Aparecen algunas cuestiones que podrían considerarse avanzadas para la época en la que el programa se transmitió: la dificultades de ser padre soltero, el divorcio, la pérdida de múltiples seres queridos, las dificultades económicas y crisis existenciales de los padres de los niños.
Vuelvo a los Rugrats y sé que estoy viendo algo de calidad, algo que fue pensado para niños que piensan y que son capaces de establecer un criterio propio con ayuda de un par de guías. Todo lo contrario a los juegos en la pantalla de Dora, la exploradora, donde las respuestas a sus preguntas aparecían señalada con un halo luminoso.
En eso radica la función de una buena caricatura para niños: expandir su mundo o, en el mejor de los casos, darte herramientas para imaginar nuevos mundos mucho más allá de lo evidente. En ese sentido Recreo me formó mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir, pues te obligaba a entender el patio de juegos escolar como un ente vivo, con reglas del juego establecidas de forma rígida para aquellos que formamos parte en algún momento de ese mundo.
Sus capítulos no solo abordan los roles y las funciones que cumplimos en la escuela, también se trataba la diferencia, la difícil transición que se da al momento de cumplir 10 u 11 años de la que ya nadie habla, la crisis de la primera década de vida es real y, a esa edad, Recreo me hablaba con una brutal honestidad sobre algunos de los problemas que podría encontrarme. Las normas, encarnadas en el director y en la temible Maestra Finster eran un fiel reflejo de cómo se siente la autoridad a esa edad, y la resistencia de los personajes se parecía a la rebeldía que un día tuve, al cuestionamiento de lo que se nos dice.
Después llegaron a mi vida Samurai Jack, Avatar: la leyenda de Aang, Coraje, el perro cobarde, El laboratorio de Dexter, Las chicas superpoderosas, entre otras que, tal vez sólo para mí, ya no pasan la prueba del tiempo.
Actualmente hay una gama altísima de caricaturas que dejan volar la imaginación y que se encargan de formar emocionalmente en muchos aspectos a las infancias. Esto contradice la visión rancia de que todo lo que se hizo durante la infancia propia fue mejor que lo que consumen las actuales infancias. Por nombrar algunos, creo que el impacto de Adventure Time, Over The Garden Wall y Gravity Falls apenas está comenzando a ser digerible para algunas personas.
Un caso muy reciente, Bluey, una serie animada para niños en donde aparecen dos cosas que nunca había visto explícitamente en una caricatura: niños que gritan a la hora de jugar y hacer cualquier cosa, así como la relación y el involucramiento consciente de los adultos en el juego de los niños. Me ha sorprendido la solidez con la que, episodio tras episodio, se expone una enseñanza, pero nunca a expensas de la calidad del argumento, ni mucho menos restando diversión a la fórmula. En esta serie los padres también pueden salir con importantes lecciones sobre su trato con los niños en general, al punto de que ha conmovido a un público muy amplio en todo el mundo.
Así, más allá de dar lecciones morales, considero que una buena caricatura sirve para ampliar nuestra concepción del mundo, o de una parcela de este. Sea la casa, la escuela, o, como pasa con Los Backyardigans, el patio trasero. Y son precisamente Los Backyardigans los que nos enseñan que se puede integrar el baile, el canto, la tensión narrativa y la imaginación. Los que, a través de objetos comunes, se imaginan aventuras en barco, en el antiguo Japón o en el desierto.
Tomar lo cotidiano y transformarlo en algo magnífico es el imperio intangible de las infancias. Existimos adultos que insistimos en recuperar algo de esa gloria perdida, pero somos un caso perdido. Un atisbo de justicia en este mundo sería dejar a las infancias este privilegio, pues nuestro mundo requiere que estos crezcan a ritmo acelerado. A los grandes nos toca volver a las pantallas y olvidar por un momento nuestros años en este mundo. Dejar de lado la intoxicación de realismo.