Sam Shepard: érase una vez un vaquero
Si existe alguien más dylaniano que Dylan ese es Sam Shepard.
Donde se acaba el yo comienza la máscara. Después de Dylan quién más máscaras ha portado es Sam Shepard.
A Sam lo conocemos como dramaturgo. Como narrador. Como poeta. Como actor. Como amante de Jessi Lange. Y como rockero.
Fue un producto del medio oeste gringo. Por eso la piel de Frank James le queda tan bien en El asesinato de Jesse James por el cobarde Roben Ford. Si alguien conocía el rumor de las llanuras era él. Su visión del forajido se vio enriquecida por los años que vivió en California, donde descubrió su fervor por el teatro y la contracultura lo influenciaría al grado de convertirlo en uno de sus principales embajadores. Después se trasladó a Nueva York e incluso viviría en Londres, pero ya no conseguiría arrancarse la piel de forajido jamás. Su obra estaría signada por el desierto, la carretera y la inmensidad del paisaje.
A los treinta años Shepard ya había escrito y estrenado treinta obras. Una de las más famosas fue Cowboy Mouth, cocinada a cuatro manos con Patti Smith, con quien sostuvo una relación amorosa. Pero sus alcances como literato no se circunscribían sólo al teatro. Como narrador y guionista de cine alcanzaría también la cima. Su estilo abrevaba de autores como Kerouac, uno de los héroes de Dylan. De ahí el parentesco entre Sam y Bob.
Shepard siempre estuvo cerca del rock. Además de su mancuerna con Patti Smith, hizo una con Dylan. Lo que los llevó a firmar juntos la canción “Brownsville Girl”, incluida en el disco Knocked Out Louded. Una distinción de la que casi nadie puede presumir. Dylan no necesita de ayuda a la hora de componer. Pero Shepard, además de estrella de rock del teatro, era afín al carácter trashumante de Bob. Lo que desató otra colaboración entre ambos. Cuando Dylan realizó la gira Rolling Thunder Reveu, invitó a Shepard, en calidad de periodista fantasma, a llevar un diario de la misma. Lo que dio como resultado el libro Rolling Thunder: Con Bob Dylan en la carretera. Una colección de viñetas e impresiones acerca de aquel recorrido de una banda de rock por varias ciudades del país.
Fue en este recurso de inclinaciones minimalistas, que recuerda a la doctrina del esbozo de Kerouac, donde Shepard consolidó su devoción por la forma. Al concepto de la monstruosa novela americana el contrapuso la brevedad de la viñeta. Con Crónicas de Motel no sólo inauguraría una nueva veta dentro de la narrativa gabacha, también sería el detonador del guion de París Texas, la película de Wim Wenders. Que cuenta con una estupenda banda sonora a cargo de Ry Cooder. En la que se incluye una versión de la “Canción Mixteca”.
Los parajes desolados, los caminos poco transitados, lo escueto del paisaje, son la masa con la que Shepard construía las imágenes que pueblan su narrativa y poesía. A menudo combinadas en un mismo libro. La potencia narrativa de Shepard residía en su capacidad para la elaboración de imágenes. Aunque años después renegaría de la libertad formal al afirmar que esta era un pecado de juventud. Y se dedicó a explorar la estructura como una guía para desarrollar su veta cuentística. De la que salieron grandes relatos como “El hombre que curaba a los caballos”, incluido en El gran sueño del paraíso.
Situar a Shepard dentro de la tradición narrativa gringa es complicado. Comparte rasgos con Cormac McCarty, pero la exhibición de la violencia no ocupa el centro de sus preocupaciones. Lo cual no quiere decir que esté presente de diversas maneras. El laconismo de Shepard tiene puntos de contacto con Carver. Y sin embargo, no comulgan en cuanto temáticas, aunque sí en ciertas atmosferas. También hay algo de Richard Ford que lo recuerda, pero ahí donde uno se puede clasificar el otro es inclasificable. No hay duda de que Donald Ray Pollock leyó a Shepard, pero es imposible marcar una estirpe entre ellos.
Leer a Shepard es el equivalente a encontrarte en una conversación con un amigo que mientras te cuenta una anécdota te pasa la botella de licor para que le des un trago directo del pico. Su habilidad para crear atmósferas es inigualable. Una prueba más de ello es Yo por dentro, su novela póstuma, en la que quizá a pesar de sí mismo regresa a la hibridación de géneros. Una novela que parece una obra de teatro pero que está compuesta por estas pinceladas de la vida de un hombre en una cabaña. Ese hombre que la última parte de su vida estuvo más unida a Hollywood que a la página en blanco. Pero que no se va a despedir de este mundo sin dejar un testamento. Uno que es al mismo tiempo triunfo y derrota. Una novela que más que una novela es un triunfo del estilo. Otra de entre sus miles de máscaras.
Dice Patti Smith en el prólogo de Yo por dentro: “El narrador despierta en medio de una cruda metamorfosis. Las coordenadas están revueltas, pero la mano es conocida. Sam ha sido actor durante casi toda su vida adulta, lo que le faculta para una especie de viaje que no necesita pasaporte, solo un camión, un guion y sus perros rastreando la nostalgia”.
La última de las metamorfosis. La mejor y la más perfecta de todas las máscaras.