Tierra Adentro
Fotograma de E.T. el extraterrestre, Steven Spielberg, 1982

Cineteca Nacional

Al cine nada de lo humano le es ajeno. Desde la emblemática italiana Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica, la iraní El ciclista (1987), de Mohsen Makhmalbaf, El prado de las estrellas, de Mario Camus, o la española Las bicicletas son para el verano, de Jaime Chávarri, la bicicleta ha tenido momentos protagónicos en el celuloide. Es el objeto del deseo, la herramienta de trabajo, el camino a la aventura, la amistad entrañable, la metáfora de la esperanza y la libertad. El siguiente es un recuento monográfico y crítico a través de la historia del cine sobre ruedas.

Para Alma Aguilar Funes,
sin cuyo apoyo este texto no existiría…

Decía el escritor norteamericano Christopher Morley, reconocido por su refinado sentido del humor, que “seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los escritores y los poetas”. Yo me atrevería a decir que también de los cineastas, porque muchos filmes, algunos de ellos entre los más importantes de la historia del cine, giran en torno a una bicicleta, o bien, algunas de las secuencias memorables en el imaginario colectivo cinematográfico cuentan con uno de estos vehículos como protagonistas relevantes.

“Siempre que veo a un adulto montado en una bicicleta, recupero la esperanza en el futuro de la raza humana”, decía otro escritor, H. G. Wells. Pues sí, a veces una bicicleta puede significar una luz en medio de la oscuridad. En sus llantas, su manubrio, en su existencia misma, puede soportar los sueños de muchos miles que tratan de sobrevivir, como le sucede al obrero Ricci (Lamberto Maggiorani) en Ladrones de bicicletas (Italia, 1948) de Vittorio de Sica.

Obra cumbre del Neorrealismo italiano, Ladrones de bicicletas es el urgente retrato de la desesperación colectiva. La Italia de la posguerra inmediata, con sus calles ruinosas, estaba habitada por seres desesperanzados, sin empleo, sin higiene. Por eso, cuando al protagonista del filme se le ofrece un empleo que implica contar con una bicicleta propia, éste es capaz de empeñar hasta sus sábanas para conseguirla. La bicicleta lo es todo. Por eso cuando, mientras trabaja pegando carteles en la calle, un raterillo roba su bicicleta, la tragedia colectiva de la supervivencia diaria se vuelve la tragedia de un hombre común solo contra un mundo con demasiados problemas como para compadecerse de él.

La búsqueda de la bicicleta por las calles de Roma se vuelve una pesadilla kafkiana, en la cual el objeto deseado parece reproducirse hasta el infinito. En las plazas públicas, en los mercados populares, en cada esquina, en el nutrido número de ciclistas que pululan por doquier. Pero la suya no aparece. No aparecerá nunca. Y ante el silencio del mundo entero, Ricci decide entonces pagar con la misma moneda con la cual lo despojaron. Pero no alcanza a huir a tiempo y es casi linchado por una turba iracunda, de la que lo rescatan las lágrimas de su hijo. El plano final los mira perdiéndose entre la multitud; tan solo una tragedia entre muchas. Hombres y bicicletas caminan hacia el sol que se oculta como punto final de un día en el cual una odisea personal se convirtió en una de las historias más memorables de la historia del cine. La figura de la familia unida por la bicicleta en medio de un entorno adverso fue retomada por el comediante y cineasta Roberto Benigni en La vida es bella (1998), cinco décadas después de la aparición del clásico filme de Vittorio De Sica.

Fotograma de Ladrones de bicicletas, Vittorio de Sica, 1948

Fotograma de Ladrones de bicicletas, Vittorio de Sica, 1948

“La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando”, decía nada menos que Albert Einstein. Porque hay algunos que no dejan de pedalear la bici. Tal es el caso del nieto obstinado de la ancianita protagonista de Las trillizas de Belleville (2003), película de animación del belga Sylvain Chomet. Sin diálogos, pletórica en un sentido del humor absurdo y de comedia física que parecen extraídos de una película de Jacques Tati, Las trillizas… se vale de la figura del ciclista y su bicicleta, inseparables ambos, para orquestar una metáfora de la obsesión. El nieto no dejará de pedalear, siempre hacia adelante, aunque lo secuestre una extraña y famosa organización que lo usará para juegos clandestinos. Mientras, su anciana abuela, con la ayuda de las trillizas titulares, una simpática triada de cantantes en decadencia, vive su propia obsesión por recuperar a su querido nieto. La bicicleta como metáfora de la vida misma, que si se detiene, todo colapsa.

“Si te preocupa caerte de la bicicleta, nunca te subirás”, decía el campeón ciclista Lance Armstrong, antes de mostrarnos que no todo lo que brilla es oro. Pero lo cierto es que no pocas películas toman la figura de la bicicleta como una herramienta imprescindible en el proceso de autodescubrimiento del ser humano. Como le sucede a Elliott, el niño protagonista de E.T. el extraterrestre (1982). Steven Spielberg consiguió un momento icónico para el cine de Hollywood cuando –para ponerse a salvo de una caída desde un risco que pone en riesgo las vidas del niño y la criatura titular– la bicicleta en la cual ambos se dirigen hacia un punto en el bosque donde el ser de otro planeta se contactará con los suyos, emprende el vuelo hacia las alturas, cruzando sobre la luna. El vuelo termina de forma abrupta, el aterrizaje se complica un poco y ambos ruedan por el suelo. En E.T. la bicicleta es el vehículo ideal para los jóvenes protagonistas del filme; es un refuerzo a su ímpetu, a sus ganas de vivir en un mundo creado por imperfectos adultos que los dañan con sus decisiones, erróneas o no. La película es entonces una elegía a la necesidad de crecer, de encontrar la fuerza interna. Por eso, en la fuga de los muchachos para llevar al extraterrestre hacia su nave, el viaje los lleva justo frente al sol. Y el vuelo termina ahora en un aterrizaje perfecto. Las cosas han cambiado. Elliott y todos los involucrados en la aventura de E.T. en la tierra ya no son los niños del principio. Se subieron a la bicicleta de sus vidas y no volverán a temer la caída.

Fotograma de Bárbara, Christian Petzold, 2012

Fotograma de Bárbara, Christian Petzold, 2012

“Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y date un paseo por la carretera, sin pensar en nada más”. Así pensaba Sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes. Varios paseos por la provincia belga tiene Cyril, el conflictivo adolescente protagonista de El niño de la bicicleta (2010), película de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, retratistas privilegiados de la Europa moderna de los desposeídos, económica y emocionalmente hablando. Dichos recorridos los lleva a cabo el joven protagonista en compañía de Samantha, una mujer joven que se vuelve su principal sustento emocional durante los fines de semana. Fines de semana soleados, alegres, que contrastan con la tragedia personal de Cyril, quien padece el rechazo de su irresponsable padre, lo cual le provoca arrebatos de furia que ponen en riesgo su integridad. De acuerdo con la frase de Conan Doyle, la bicicleta encarna para el protagonista una felicidad siempre en movimiento, nunca estable, nunca quieta, y a final de cuentas, inalcanzable si se deja de pedalear, si se decide no seguir adelante.

El movimiento perpetuo de la bicicleta también puede dar pie a la expresión de lo romántico. En una hermosa secuencia de Las dos inglesas y el continente (1971) de François Truffaut, crónica de una historia de amor, obsesión, locura y desencanto entre un joven francés y dos hermanas inglesas con muy distintas razones del corazón, hay un momento en el cual los protagonistas viajan por los caminos empedrados de la campiña. En un punto del trayecto, los tres viajan cuesta abajo por una ladera. Él queda rezagado, pudiendo observarlas desde atrás, casi como un hombre invisible. Entonces, la voz en off que acompaña casi todo el relato dice una de las frases más hermosas que se hayan escuchado en el cine: “Me gusta tu nuca. Porque en ella puedo admirarte sin que te des cuenta…”.

Fotograma de La bicicleta verde, Haifaa Al-Mansour, 2012

Fotograma de La bicicleta verde, Haifaa Al-Mansour, 2012

“La tolerancia requiere el mismo esfuerzo del cerebro que el necesario para mantener el equilibrio sobre una bicicleta”, dijo alguna vez Hellen Keller. ¿Puede una bicicleta representar un motivo de revuelta social? Según lo planteado por la cineasta Haifaa Al-Mansour (la primera mujer directora saudiárabe) en su ópera prima La bicicleta verde (2012), puede suceder. Wadjda, la protagonista del filme, es una niña de doce años que vive con su madre en un suburbio de la capital de Arabia Saudita. Pero a diferencia de otras niñas de su edad, ella es emprendedora, independiente, con una idea propia de lo que quiere en la vida, características que la vuelven una amenaza para el orden de una sociedad en particular represora hacia las mujeres. Todo se complica aún más cuando Wadjda decide vencer a un compañero de juegos en una carrera de bicicletas para demostrarle su valor. Pronto descubrirá una bicicleta verde a la venta con la cual conseguir su objetivo. Sin embargo, su madre y el mundo entero se opondrán, pues el Islam considera indigno que una mujer use una bicicleta. Lo que Haifaa Al-Mansour propone con La bicicleta verde es enfatizar el papel de la mujer en la sociedad árabe como motor de cambio, cuyo mayor impulso viene por parte de las nuevas generaciones, que escuchan rock, hablan en voz alta, rechazan el velo y, claro, andan en bicicleta.

“Nada es comparable al sencillo placer de dar un paseo en bicicleta”, dijo alguna vez el ex presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy. Puede ser. El cine se ha encargado de que la bicicleta, como hemos podido ver, simbolice la libertad, la felicidad fugaz, la subversión, la capacidad de creer en uno mismo y hasta poder volar.

Hay otras muchas bicicletas memorables entre las imágenes en movimiento que pueblan el imaginario colectivo. Está esa bicicleta que, con muchos esfuerzos, llevaba de un cine a otro los rollos de una película en plena función, retratada por Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1989). O ese delicioso momento, tan erótico como extremo, que el protagonista de Las fantasías de Lila (2004), de Zaid Doueiri, experimenta mientras conduce su bicicleta llevando muy cerca de él a la mujer que subyuga su deseo. O la bicicleta como posibilidad de fuga de un entorno autoritario, como planea la protagonista de la cinta alemana Bárbara (2012), de Christian Petzold. Pero, más allá de la imaginación de los cineastas, queda claro que, en palabras del reformista inglés John Howard, “la bicicleta es un vehículo curioso. El pasajero es su motor”.


Autores
es egresado del Diplomado Universitario en Apreciación Cinematográfica de la Universidad Iberoamericana y del Centro de Estudios Audiovisuales. Comenzó su labor como investigador en la Subdirección de Investigación de la Cineteca Nacional, donde ahora mismo es Jefe del Departamento de Información de la Subdirección de Medios y Publicaciones. En el noticiario matutino Once Noticias conduce la sección Miradas al Cine y también es conductor del programa Kinestesias: Voces de la Cineteca Nacional, que se transmite por Horizonte 107.9 de FM. Para él el cine es un perpetuo paseo por el mundo y ahora lo ha hecho en bicicleta.