Tierra Adentro

Saehee Cho estudió un MFA en el California Institute of the Arts. Su trabajo ha aparecido en [out of nothing], decomP, Sidebrow, Pank, Eleven Eleven y Clack Clock. En 2012 fue finalista del The White Pine Press Poetry Book Contest.

Ella, apenas discernible del color de la nieve salvo por el trazo rojo grabado elegantemente sobre su cráneo. Parece como si alguien la hubiera bendecido. Su cuerpo se estremece y los sua­ves arrebatos interrumpen una quietud por lo demás extensa. El pico está medio enterrado, intenta con fragilidad sacudirse el frío. No existe nada en este lugar, es un campo vacío de un blanco plácido insoportable. Incluso la presencia de él es apenas percep­tible, sólo una huella ligera que deja sobre la nieve. No hay más que su aliento fatigado, la expansión y el colapso sin medida de un pecho emplumado, una súbita contracción involuntaria de un ala doblada, los huesos inertes y arruinados. Él la levanta, con un masaje devuelve a su sitio el ala dislocada. Está tibia ahí donde está rota.

El peso de ella es pleno y cómodo en sus brazos, el cuerpo bate contra su pecho con cada zancada que él da en la nieve. Parece va­liente, llevándola a casa. Como un cazador o un padre que trae un premio gordo a sus hijos ansiosos, pero él no es lo uno ni lo otro. Su rostro es liso a pesar de sus años, sin arrugas por falta de causa emotiva. Felicidad y tristeza lo han ignorado, pasando de largo como fantasmas distraídos.

Hay una sola habitación en su casa y decididamente demasia­do zaguán. Las tablillas sobresalen sin gracia en los cuatro lados del zaguán elevado, la pequeña estructura cúbica dispuesta como una isla que se ahoga en un mar de madera. No hay lugar para in­vitados, de modo que la acuesta sobre la estera en donde él duer­me y la arropa, doblando la frazada a la altura de su cuello tenso.

Por la mañana no hay grulla alguna en su cama, sólo una rasga­dura luminosa en el papel arroz del panel de la puerta. Él recorre los bordes de la rasgadura con la yema de su dedo, intentando sentir la figura de ella. Se echa sobre la estera donde imagina que aún distingue un rastro de hielo pero sabe que no hay nada.

Cuando despierta de su siesta el sol ya se tiñe de rosa. Estira sus brazos por encima de su cabeza, pasando sus dedos a lo largo del piso para extenderse aún más. Siente algo como un mechón en sus manos y sale abruptamente de su sopor. Descubre hilos de cabe­llo negro que se enroscan en sus dedos y lo guían hasta la cabeza de una mujer. Ella duerme pero su cabello se derrama como tinta hacia él. Esconde los brazos bajo sus costillas de manera inusual, su kimono forma figuras geométricas imprecisas en torno a ella. Luce imposiblemente pálida, como algo que pudiera disiparse entre parpadeos. Él está convencido de amarla.

Ella le hace un regalo de bodas. Es una resma de tela que lleva envuelta en sus brazos rígidos. La tela es radiante. La tela irra­dia calor. Irradia tonos plateados cuando ella se vuelve a la dere­cha. Irradia tonos rojos cuando se vuelve a la izquierda. La tela respira. Ella le dice de llevarla al mercado y venderla, de comer hueva salada y macarela en escabeche, desechar su arroz de ce­bada, de vestir seda en la alcoba y de labrar su tierra con árboles de caqui y hortalizas de raíces profundas.

Él atiende a todo esto y se sienta con su esposa en un zaguán que se desborda a mirar cómo las copas espesas de las hortalizas proyectan su sombra sobre la nieve que se derrite. La olla del arroz murmura con plenitud, el vapor sube y hace bailar la tapa contra el borde de piedra. Trepan juntos los árboles de caqui, sienten el terciopelo del fruto en flor y vuelven de los huertos con rastros de savia en sus mejillas. Por las tardes se sientan bajo los árboles y él peina sus cabellos hacia un lado, escribiéndole notas amorosas a lo largo de la nuca con la punta del dedo enfangado.

Cuando ya los caquis han madurado y escurren jugo entre los dedos, él le pide que le teja otro lienzo. Uno más radiante, le dice. Ella le acaricia la barbilla con una mano y hace una breve pausa antes de acceder, la sostiene entonces sólo un poco más firme para advertirle que no debe verla urdir la tela.

Él escucha viento en la habitación mientras ella teje. El invier­no ha vuelto otra vez y él se pasea afanosamente en el zaguán para vigorizar la sangre. Está lo suficientemente abrigado pero su cuerpo ansía ver a su mujer en el telar, uniendo los hilos, resuelta a pesar de la seda que sobrepasa su frágil figura.

Se humedece un dedo con la lengua y presiona sobre el papel arroz. El panel de una esquina. Ella no va a notarlo. El papel se oscurece, él vuelve a lamer su dedo. De nuevo lo apoya contra el papel, éste vibra con la sombra de la luz al interior. Una vez más y el papel se trasluce y rompe. Él mira adentro.

Mira su cuello primero. Parece alargado, más curvo en la parte posterior y él imagina que pasa la palma, suavemente, hacia la nuca donde su cabello se parte y cae, oscilando con cada movi­miento de ella. Con un brazo está urdiendo la tela. El otro brazo es un ala desplumada, una superficie extensa donde ha perdido las plumas y la acumulación de sangre ahí donde éstas le han sido recientemente arrancadas. La tela revolotea y respira. Ella observa directamente hacia él. Su rostro es todo ojos.

Por la mañana no hay esposa alguna en su cama, sólo una ras­gadura luminosa en el papel arroz del panel de la puerta. Él reco­rre los bordes de la rasgadura con la yema de su dedo, intentando sentir la figura de ella.

 

* Traducción de Ángel Valenzuela


Autores
Estudió un MFA en el California Institute of the Arts. Su trabajo ha aparecido en [out of nothing], decomP, Sidebrow, Pank, Eleven Eleven y Clack Clock. En 2012 fue finalista del The White Pine Press Poetry Book Contest.
Similar articles