Tierra Adentro

Nunca aprendí a bailar. Y aunque escribir es en esencia un ejercicio solitario, se parece tam­bién a intentar sobrevivir en una pista de baile: soy J. Afred Prufrock proyectando mis crispa­dos nervios sobre las pantallas de la discoteca, preguntándome si mis tres canas rebeldes bri­llan ridículas bajo esas luces, y —sobre todo— si finalmente he de atreverme. Por eso adoro tener una hija de tres años que me invita a bailar sin juicios ni prejuicios mientras vemos en YouTube los vi­deos de moda. Constanza es mi segunda oportunidad en esta vida para aprender a bailar desde las bases.

Con la escritura me ocurre algo semejante. Leo, absorbo, re­flexiono. Todo bulle como una coreografía imaginaria, como una música que sólo va por dentro, pues escribo a cuentagotas y pre­guntándome siempre demasiadas cosas.

ABRIR LOS OJOS O CERRARLOS

Mi primera decisión consciente respecto a la poesía fue evitarla. Cuando era niño, veía los cuentos de Las mil y una noches como un campo minado, y cuando algún personaje salía con aquello de «como dijo el poeta…», yo saltaba las líneas necesarias para ponerme a salvo en la siguiente orilla de la prosa. ¿Por qué las hermosas doncellas, los alfanjes sangrantes y los naufragios ejem­plares debían ceder el paso a los súbitos y cursis arrebatos de sultanes, mercaderes y marinos en apuros? Luego entendí que ese lirismo postrero era —como las historias de Sherezada— una forma de postergar o suspender la fatalidad, y que dicha contri­ción no era distinta a la de mi lección de catecismo.

Tenía nueve años. La literatura —novelas y cuentos— me lle­gaba, en gran parte, gracias a mi madre. Mi padre era maestro de inglés, y en la diaria convivencia repetía ciertas frases, chistes o pequeños gags. Por ejemplo, solía citar y recitar a la menor pro­vocación un poema llamado «Carpintero de ribera», que había­mos estudiado en mi libro de primer grado, y responder, cuando le preguntábamos el porqué de cualquier cosa, con un verso de Edna St. Vincent Millay: «because the light of day at close of day no longer walk the sky». Si andaba de buen humor, era difícil sacarle cualquier otra respuesta. De esa forma didáctica, rítmica y teatral (pero fuera de las aulas, de los libros y de los escenarios) fue que la poesía tuvo un primer sitio en mi vida.

Comencé a escribir poemas en la preparatoria, mas por lo es­caso de mis referentes no pasaban de ser una versión lacrimosa de Manuel Acuña. Situaba mi futuro profesional en la química o la computación y, por lo que recuerdo, ninguno de mis maestros fue capaz de insuflar vida a los cuerpos de Lorca, Manrique o Garcilaso, embalsamados y momificados en los libros de Juan Rey.

Iba en primer semestre de la licenciatura en Informática cuan­do llegué —en una biblioteca pública— a «El cántaro roto», de Octavio Paz, y fue como un primer ramalazo de conciencia. No se trataba ya de esos cadáveres hermosos que se la ponen difícil a un autor de preceptivas, sino de un cuerpo vivo que yo había descu­bierto por mi cuenta: no eran sólo poemas en dosis convenientes, sino la poesía manifestándose en sus propias maneras misteriosas. A los dieciséis años, situado/sitiado/deslumbrado en ese «abrir los ojos o cerrarlos», sentí por primera vez que las sirenas can­taban para mí.

«I AM NO PROPHET—AND HERE’S NO GREAT MATTER»

Si debo hacer una descripción fiel y sincera de la situación presen­te, la escritura me resulta un animal que duerme a la intemperie y que rompe las bolsas de basura para alimentarse.

Pocos meses después de «El cántaro roto», decidí dejar la ca­rrera de Informática para estudiar Literatura, lo que cambió natu­ralmente esa manera oblicua de acercarme a la poesía. A partir de aquello, y aunque no estrictamente en el contexto universitario, tuvo lugar otra gran sacudida cuando leí «La canción de amor de J. Alfred Prufrock», de T. S. Eliot, en un taller que impartió Julián Herbert en Saltillo.

No he dicho todavía que volví a escribir. Pero a pesar de aquel affaire con Paz, mi carrera literaria comenzó a los dieciséis o die­cisiete publicando algunos cuentos breves. Eliot significó, por tan­to, una definitiva vuelta de tuerca, a partir de la cual me volqué finalmente a la escritura poética, aunque no en el moderno verso libre, sino en endecasílabos y heptasílabos.

Esto tuvo que ver con los dos talleres de poesía que cursaba entonces, el municipal y el académico, en los que se exploraban al mismo tiempo distintas expresiones del rigor. En el taller de la licenciatura, cuyo plan era enseñarnos a escribir en metros tra­dicionales, le di forma a mi libro, para aprobar el curso, aunque después lo reescribí buscando conservar la musicalidad y evitando al mismo tiempo sujetarme a formas clásicas.

Después de reescribir y publicar Raíces de sangre y oro (2005), comencé a recorrer un camino paralelo a la literatura en el servicio público: desde entonces me dedico a la promoción cultural en el gobierno del estado, lo cual ha propiciado la lenta cocción de mi propia obra, aunque también me ha acercado a la obra literaria de mis coetáneos y otros autores a nivel nacional.

El primero de mis nuevos proyectos literarios llegó cinco años después: se trató de un folleto desplegable titulado Eso que se dice un rumbo (2010), que reunía unos nueve poemas con temática marina y que yo mismo produje en diseño y edición. El segundo, El ciervo vulnerable (2011), que apareció en La Ceibita de Tierra Adentro, inició como un proyecto de música y poesía en torno a la revolución, y devino en Hiena de peces blancos, que trabajé con una beca del fonca: un autorretrato que se forja alternativamente desde el yin y desde el yang.

Independientemente del trabajo de escribir una obra, la poe­sía me acompaña —al igual que los recursos cómicos, mágicos y musicales de mi padre— como un lenguaje alternativo que vuel­ve más complejo, más claro, más crudo y más íntimo todo lo que ocurre: es una especie de neurosis, más que un nombramiento o un material de estudio. No es posible evitarla, abordarla, aislarla o situarla mucho tiempo bajo el microscopio: toma la forma de una pequeña mano, de un barco de madera o del perfume singu­lar de aquel vestido azul, hasta que los nervios se proyectan en pautas regulares sobre la pantalla, y bailamos.

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Meme por Zauriel
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