Flujo interrumpido*
1.
Alguien lo dejó sobre la mesita del cubículo que por entonces yo solía ocupar en la redacción de una revista de divulgación científica. Marcado con plumón rojo, un rincón del diario anunciaba, con un encabezado de letras gruesas y mayúsculas, «Viajar en el tiempo es posible». La nota giraba en torno a un ingeniero, recién egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México, que afirmaba haber encontrado la clave del desplazamiento temporal. Con todo y que el contenido parecía salido de una novela de ciencia ficción de aquellas que a principios del siglo XX se imprimían con tintas baratas sobre papel grueso, la noticia lucía fidedigna; el científico, real; sus ambiciones, firmes. Acicateado por la posibilidad del germen de un gran reportaje en el que pocos hubieran reparado, decidí investigar más: copié el nombre del entusiasta ingeniero que se creía capaz de hacer retroceder el flujo de un reloj y marqué el número del Instituto de Investigaciones Espacio-Temporales de la UNAM. Concertar una entrevista me tomó sólo un par de transferencias a oscuras extensiones burocráticas.
2.
Frente a mí se encontraba un hombre (sería más preciso escribir «muchacho») que no superaba mi edad; lampiño, de rostro franco y afable, emisor de sonrisas sin mucho esfuerzo. Su laboratorio, de impolutas paredes blancas, alojaba muy pocos objetos: de un lado, un escritorio minúsculo atiborrado de planos; en el otro extremo, una cabina de color azul en la que con facilidad podría introducirse un hombre adulto de pie. El doctor —tenía ya el título gracias a un método de estudio voraz y totalizante que me hizo preguntarme si mi carrera como periodista sin título tendría alguna clase de futuro— hablaba con soltura y explicaba a toda velocidad sus teorías. «No es tan difícil: si lo piensas un momento, el viaje en el tiempo existe y se realiza a diario: su velocidad es de un segundo por segundo hacia el futuro. Todo el tiempo estamos avanzando hacia el futuro, desplazándonos en el tiempo. Esa es la fuerza, digámoslo así, «natural» con la que el tiempo se mueve. Sin embargo, hemos logrado doblegar otras fuerzas a través de la tecnología: hemos cambiado el rumbo de ríos; hemos manipulado las corrientes de viento a nuestra voluntad y hemos separado el átomo. Junto a eso, cambiar de dirección y acelerar la velocidad a la que el tiempo se desplaza parece un reto más: ni mayor ni menor», culminó, entusiasmado, casi jadeante. Su discurso lo dejaba bien claro: el doctor era lo que se llama un true believer, un creyente convencido de su propia causa. Dentro de él yacía una fuerza y un entusiasmo capaces de doblegar el curso del tiempo. Al preguntarle por la motivación de su experimento, el joven doctor no titubeó: «Pues como todos, ¿no? De niño vi Volver al futuro y quedé fascinado. Nomás que, a diferencia de la mayoría de los niños de mi edad, supongo, llevé mi obsesión hasta sus últimas consecuencias. Me encantaría viajar en el tiempo y visitar la filmación de esa película», concluyó mientras calibraba unos controles ubicados en la parte posterior de la cabina. Asentí con vigor: el periodismo científico me ha emborronado esa afición, pero yo mismo soy un fanático irredento de Volver al futuro.
3.
Poco más de un año después de esa entrevista, el resultado de las investigaciones del científico aficionado a Volver al futuro apareció en primera plana nacional. Después de que La Gaceta de la UNAM anunció que uno de los miembros del Instituto de Investigaciones Espacio-Temporales intentaría, finalmente, un viaje en el tiempo, la prensa del país se volcó sobre el laboratorio que conocí tiempo atrás. En una conferencia a los medios, el joven doctor explicó con peras y manzanas el funcionamiento de su máquina, incluido el de un motor diminuto («condensador de flujo», lo llamó en un evidente guiño a la película que lo inspiraba) que generaría un agujero de gusano en el que la cabina azul se despeñaría, «cayendo» —o «deslizándose», porque caer implica un movimiento vertical, de espacio, y el movimiento sería más bien horizontal, de tiempo, por decirlo de una forma burda e inexacta— hasta aparecer en otra época, una no muy lejana, situada tan solo veintinueve años atrás: 1985. El doctor fijó la fecha para el inicio del viaje —o del intento del viaje—: sería transmitido en cadena nacional y con científicos invitados de toda parte del mundo. Súbitamente, México se convirtió en un inesperado ombligo del mundo.
4.
Delante de un cúmulo notable de políticos, redactores, fotógrafos y científicos de diversas nacionalidades —se rumoraba incluso que Stephen Hawking seguía el experimento a través de una transmisión remota, pero nunca pudo corroborarse—, el científico aspirante a crononauta cruzó una línea azul dibujada en el suelo de su laboratorio. Las notas de prensa consignan el relato con cierta claridad: el silencio se impuso en la habitación, mientras los flashes de las cámaras titilaban aquí y allá; los reporteros encargados de la transmisión por televisión guardaban también un respetuoso e inusual mutis; las crónicas reportaban gente en sus casas que torcía la boca en una mueca asimétrica que apenas y alcanzaría a tragarse el asombro despertado ante la posibilidad de viajar en el tiempo. Los índices de audiencia televisiva superaron los del Super Bowl o la última emisión de MasterChef México. El crimen descendió hasta casi desaparecer. La actividad de las oficinas burocráticas llegó al cero exacto (algunos avezados periodistas reportaron que alcanzó niveles aún más bajos). El metro de la ciudad circuló sin contratiempos durante el tiempo que duró el experimento. De alguna forma, el experimento logró su cometido antes de iniciar: alterar, a través de la suspensión, el flujo del tiempo.
En el laboratorio se facilitaron unas gafas oscuras a todos los asistentes, a fin de protegerlos de la radiación que emitiría la cabina al comenzar el procedimiento; el científico daba unas últimas indicaciones previas al inicio de su travesía. Miró a su alrededor —acaso se despedía; tal vez buscaba conservar en la memoria el brillo metálico de la mirada de los hombres en esta época— y, tras unos segundos de expectación, agitó la mano en señal de despedida, abrió la puerta de su cabina y se introdujo sin mayor preámbulo. La cabina no giró sobre sí misma, no desprendió haces de luz, no emitió ninguna clase de olor: sólo permaneció inerte. Quince minutos pasaron para que el resto del equipo se acercara a la puerta, que opuso casi nula resistencia y reveló, al abrirse, una cabina vacía, deshabitada. Del científico quedóa un diminuto cúmulo de cenizas; sus colaboradores dieron por sentado que la energía de la operación había sido excesiva, y que habría terminado por desintegrar cualquier cuerpo dentro de la cabina. Ni las notas de prensa ni la columna semanal de Juan Villoro supieron explicar el vacío de los momentos siguientes; decepcionados, los redactores se limitaron a afirmar que el experimento fue un fracaso, que el científico jamás sería visto de nuevo, que el viaje del tiempo nunca dejó de ser una imposible quimera perseguida por algunos cuantos necios. Cabizbajos, los reporteros internacionales volvieron a sus países con la noticia de una derrota.
México, D.F., 2014
Post scríptum de diciembre de 2015.
Si la última parte de mi relato no está contada de primera mano es debido a la sencilla razón de que, por esas fechas, yo ya no estaba en el equipo de aquella revista de divulgación. Un par de semanas después de entrevistar al fallido crononauta, pedí mi transferencia a una publicación de cine que pertenecía a los mismos dueños que la revista en la que me encontraba, quienes aceptaron gustosos. Así, mediante la intervención de este joven científico a quien nunca pude agradecer por encauzarme de nuevo hacia mis auténticos gustos, me encontré en poco tiempo viendo películas, escribiendo críticas, entrevistando a directores, actores, cinematógrafos. No tardé en adaptarme, y pronto ascendí en la estructura de la publicación. Hace apenas unos meses se conmemoraron los treinta años del lanzamiento de Volver al futuro, y la revista, movida en parte por mis impulsos, lanzó un número dedicado a la película. Me correspondió escribir un ensayo sobre la cinta, responsable en gran parte de mi obsesivo amor al cine, así que tuve que revisarla. Instalado en el sillón de mi departamento, armado con una libreta y la reedición conmemorativa de la trilogía, comencé a verla después de varios años. Tuve que detenerla cuando noté, en la escena en la que Marty McFly escapa de Biff Tannen, deslizándose sobre una patineta por todo Hill Valley, un rostro conocido: en medio de la multitud que resplandecía en mi pantalla, se encontraba el joven crononauta que todo el mundo daba por muerto. Pausé la película en el acto y me concentré en lo que veía: su cara extática estaba semicongelada en una expresión de júbilo y dicha inconmensurable. Puse pausa, retrocedí y volví a correr la escena: esa expresión franca me era totalmente familiar; sus vítores eran casi más audibles que los del grupo de extras que lo acompañaban, y me resultaba entonces claro que aquel científico de la UNAM logró cabalmente su cometido.
*Una versión de este cuento se incluyó en Insular, una colección digital de textos del autor publicada por Editorial Cuadrivio. Su versión impresa aparecerá en algún momento de 2016.