Estudio de antifidelidad
Desde sus primeros intentos de trasladar el alemán de Novalis y de Grünbein al español, Daniel Bencomo sugiere, a través de estos apuntes, que traducir poesía es la tarea viva de transmitir ecos de otros ecos, un ejercicio en contra de la fidelidad.
Traducir poesía semeja, en ocasiones, a ascender un pico elevado y escuchar el eco de un canto que proviene de otra cima. Luego de escucharlo hay que emitir un grito que provoque otro eco, creado sin embargo al deformarse el sonido a través de otro valle —faldas de montaña con diversas rugosidades, aire, alas, árboles distintos—, a través de la extensión de un valle por completo diferente, hacia alguien que espera, o puede no hacerlo, en una tercera cima.
~ ¿Qué debe preservarse en el segundo eco?
~ Más allá de esa figura, ignoro qué es en esencia la traducción de poesía, a pesar de preguntarme muy seguido por ella, a pesar de practicarla con frecuencia, a pesar de leer, agradecido, a tantos traductores que hacen versiones de idiomas que desconozco. ¿A qué responde tal acto?
~ La primera pieza que intenté traducir fueron los Himnos a la noche de Novalis. Demasiada osadía. Se trató en su momento de un vuelo de aproximación, un intento por mantener una cercanía con el idioma de un país en el cual estuve inmerso por más de un año. Pero no conocí el lenguaje de Novalis mientras estuve en Alemania. No se hablaba ya en las calles. Pude intuir más de él en el momento de volverlo español.
~ Esa versión de los Himnos a la noche permanecerá inédita y oculta, para fortuna de cualquier lector.
~ Miento. Algunos años antes “traduje” dos poemas de Durs Grünbein, para una revista que editaba junto a un amigo. Entonces era casi por completo ignorante del alemán, demasiado inconsciente de la hondura, así como del mecanismo de relojería de un texto traducido. Conservo aquel atrevimiento como una laguna. No adquiere en mi recuerdo la tesitura ceremonial, iniciática, que sí me ocurre al recordar lo de Novalis.
~ Independiente del cuño romántico, del tono que oscila entre el delirio ferviente y las ráfagas de hielo que emite Sofía desde alguna meseta cósmica, recuerdo ese momento en el cual, tras deslindar el sentido que se abría en las líneas originales de Novalis, transterrar el poema de un idioma y sembrarlo en el propio resultó una emoción compleja y poco descriptible. Una droga.
~ Quien traduce poesía se envuelve en una bruma narcótica, surgida de la fascinación que le produce la extrañeza de otro idioma, condensada en la extrañeza que descubre, durante el proceso y de manera posterior, en el propio. Esa ebriedad que circula entre dos lenguas disminuye el egoísmo natural del autor y abre el espacio del traductor.
~ En un estado no muy distinto debió producirse la ferviente traducción, en un periodo brevísimo de tiempo, que hizo Paul Celan de la poesía de Ossip Mandelstamm.
~ Bajo un delirio mucho más complejo y profundo emprendió Friedrich Hölderlin la traducción de Sófocles, como nos revela Anne Carson en el gran ensayo “Variations on the right to remain silent”, para quien Hölderlin eligió la catástrofe como método extraído de la traducción. Las versiones de Hölderlin, animadas por una extraña literalidad a las palabras y a la sintaxis griega, conducían al abismo todo sentido posible y emplazaban al poeta a las puertas de la locura.
~ La traducción hölderliniana es un límite, una ecuación que tiende al infinito; así también la consideraba Walter Benjamin, para el cual la tarea del traductor perseguía un fin último; a saber, la búsqueda del lenguaje puro, a partir de intuirlo en dos idiomas que sólo alcanzarían tal pureza cuando el tiempo histórico fuera redimido en un presente mesiánico; la traducción busca una relación armónica entre ambos idiomas, a partir de las relaciones verbales que se tienden en el poema original. Para él, esa coincidencia no radicaba en absoluto en lo comunicable del texto: “[La tarea] consiste en encontrar tal intención en el lenguaje al que se traduce, que pueda despertar en él un eco del original”. En mi lectura, ese eco es una tensión ecualizada entre la música del poema, todos los aspectos que le dan forma —su registro— y la ambigüedad que encubre su(s) sentido(s). En ello radica, además, su violencia y placer.
~ A todo autor de poesía le conviene traducir alguna pieza de un idioma que aprecie y con el cual tenga cierta cercanía. Estoy convencido que se aprende mucho de la música propia. Se trata de emular la melodía de una orquesta virtuosa con los recursos de un conjunto distinto, pongamos, una banda de sintetizadores.
~ En el poeta que traduce poesía, en el traductor que hace versos propios no se encuentran Jekyll y Mr. Hyde. Mucho más efectiva me resulta la analogía con las gemelas Violet y Diane Hilton, protagonistas del filme Freaks de Tod Browning. Siamesas, las hermanas están enamoradas de un par de jóvenes, pero se enfrentan al dilema de cómo hacerlo desde sus cuerpos que se unen definitivamente por las caderas, justo en esa convergencia corporal de la cual no sabemos cómo surge y se proyecta el deseo, ni cómo se vuelve dos vectores que apuntan a distintos territorios. ¿Era el deseo de alguna de ellas mayor al de la otra? ¿Alguna de ellas poseía más cuerpo —extensión, intensidad— que la otra? ¿Cuál de ellas y cómo saberlo? Justo ahí se esconde la respuesta, justo donde nace la incógnita de la escritura.
~ Vuelvo a ese lenguaje puro del que reflexionaba Benjamin. Menos que un código para descifrar Babel, interpreto que tal coincidencia radica en el querer-decir que encarna todo lenguaje. Los idiomas coinciden en su naturaleza deseante, en lo indescifrable de su fundamento, son reflejo deseante del deseo del hombre. A ello debe atender la traducción poética, a disponer esta relación entre lenguajes en intensidades verbales, permutas de juegos, soluciones singulares para cada poema que emitan un eco del registro original.
~ Resulta en apariencia paradójico el vínculo que guarda la traducción con nuestro tiempo, tan desconfiado de todo lo que huela a Verdad. Un pensamiento inmediato conduce a creer que traducir implica una vocación por conservar lo verdadero. Asumirlo así implica varias preguntas: ¿Dónde se encontraría tal condición de verdad? ¿En el sentido del texto? ¿En la singularidad de su forma? La respuesta no es clara y no puede esclarecerse en términos de “fidelidad” o “infidelidad”. La traducción de poesía es, por fortuna, un estudio de antifidelidad.
~ Todo poema traducido es un animal de vida distinta a la del original. La versión posee finitud, atiende al devenir de su lenguaje. Los lectores cambian. Un idioma está vivo en la medida de sus mutaciones. Una nueva traducción actualiza un poema —ejecutado como un estado excelso, selecto y perdurable de su idioma— en un objeto que evoca su fuerza en un instante de otro idioma. Por ello es y seguirá siendo una práctica viva.
~ Robo de Mark Dery la noción “velocidad de escape” —estado dinámico de una partícula requerido para escapar de un sistema gravitatorio— para describir cómo es que una traducción literaria se vuelve poesía: cuando el impulso creador que lleva a traducir un poema está impregnado de aceleración transcreativa, alcanza la velocidad para salir del planeta del sentido hacia los amplios sentidos.
~ Antifidelidad es lo que barruntan estas notas. No creo que quien traduce poesía piense en algo como lo aquí planteado cuando acomete su labor; por lo general ésta se resuelve en un impulso, una intuición bioluminiscente en la penumbra que mana entre dos lenguas distintas.