El traductor como apicultor
las colmenas habían dado a las flores, al silencio, a la suavidad del aire,
a los rayos del sol, un significado nuevo.
Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas.
Cuando pienso en la traducción de poesía que se lleva a cabo en Argentina, el panorama nacional es sumamente alentador; hay muchos y muy buenos traductores, abocados a distintas lenguas, entre ellos Miguel Ángel Petrecca (traductor de la poesía china contemporánea); Cristian De Nápoli (que tradujo al poeta brasileño Vinicius de Moraes); Laura Wittner (publicó recientemente una antología de poemas de James Schuyler); Ezequiel Zaidenwerg (que tradujo a Mark Strand); Mirta Rosenberg (reconocida traductora de la poesía norteamericana; se pueden leer sus versiones de Katherine Mansfield, que realizó junto a Daniel Samoilovich); Jorge Fondebrider (traductor, entre otros, de la obra de Georges Perec); Delfina Muschietti (traductora de la poesía de Pier Paolo Pasolini); Fabián Iriarte (son destacables sus traducciones, junto a Lisa Bradford, de los poetas latinos en Estados Unidos); Marcelo Cohen (me viene a la memoria, entre muchas otras, su traducción de Ventanas altas, de Philip Larkin); Rolando Costa Picazo (que publicó recientemente una antología de poemas de Frank O’Hara), Jorge Aulicino (su reversión del Infierno, de Dante, es monumental) y Ricardo Herrera (traductor de la obra de Eugenio Montale), entre muchos, muchísimos otros que seguramente estoy olvidando. Poco importan las omisiones: la lista no pretende ser exhaustiva sino reveladora de un panorama heterogéneo, activo y prometedor. Después de este recuento, quisiera hablarles del Gran Traductor Argentino. Para mí, el Gran Traductor de poesía no se encuentra entre los mencionados, porque su tarea es silenciosa y microscópica, como la de esos insectos insignificantes cuya existencia, no obstante, constituye la base de un ecosistema entero. El Gran Traductor Argentino se llama Eric Schierloh —conocido como Billy, el Apicultor— y editor del sello Barba de Abejas. El rótulo de “editor” le queda particularmente chico: Schierloh es impresor, ilustrador, diseñador y encuadernador de los libros de su editorial. Como esos cuadros hiperrealistas de Helmut Ditsch, en donde la suma de trazos mínimos termina por desafiar a la imagen fotográfica, del mismo modo, los libros de la editorial Barba de Abejas, que Schierloh fabrica con sus propias manos en su taller de City Bell (ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires), son, a fuerza de un máximo refinamiento, mejores que cualquier libro de imprenta, porque conservan algo de lo que Walter Benjamin llamaba “aura”.
El carácter artesanal de cada ejemplar es el producto de una parsimonia de abeja que desconoce toda ansiedad. Estos libros, cosidos, encuadernados en tapa dura, vienen numerados, con una tipografía cómoda que no escatima lugar en la página; los textos, traducidos por el mismo Eric, suelen estar acompañados de un prólogo y notas acerca de los detalles de la traducción. Los ejemplares jamás se agotan porque el editor siempre puede hacer más. En pocas palabras: estamos ante ediciones cuidadas, de buena calidad, resistentes, con traducciones inéditas en español o que no se consiguen en Argentina.
Si el rótulo de “editor” es demasiado pequeño e injusto para una tarea tan grande, en cambio, pienso en Eric Schierloh como el Gran Traductor Argentino. Schierloh, en efecto, traduce en sentido estricto: en su editorial ha publicado antologías de Theodore Enslin, los textos poéticos de Herman Melville, los diarios inéditos en español de Ralph Emerson, Henry David Thoreau y Nathaniel Hawthorne, poemas de D.H. Lawrence y David Meltzer, entre otras cosas. Como vemos, su lugar de editor está atravesado por su condición simultánea de traductor, lo cual nos permite imaginar toda una nueva dimensión de lo que significa traducir, ya en sentido amplio: se trata de otorgar un nuevo soporte al texto original, y no sólo situarlo en otra lengua, sino dotarlo de una nueva materialidad, de una nueva apariencia. Traducir es editar: hacer que el texto reaparezca en otro formato. Traducir es un proceso de polinización: una transferencia del poema desde los textos originales hasta las partes receptivas del lenguaje personal del traductor, donde germinan, haciendo posible la producción de semillas —libros y frutos—, los lectores y las lecturas.
En Argentina, muchas editoriales independientes publican traducciones de poesía: Gog y Magog, Bajo la luna, Adriana Hidalgo, Ediciones del Dock, Huesos de Jibia; sin embargo, con Barba de Abejas emerge la idea de que traducir también es generar los propios recursos materiales para hacerlo; saber dónde ubicar los libros, cuáles serán las librerías-colmena más fecundas. No se trata simplemente de hacer un producto autosustentable y mucho menos rentable, sino de tener una política editorial que proteja el aura de los objetos artísticos que salen de la mente del Gran Traductor. Por eso, los libros de Barba de Abejas no podrían ser absorbidos por las grandes lógicas del mercado. Todo lo contrario, el apicultor prepara sus libros siempre en pequeñas cantidades pero con base en firmes demandas de libreros y lectores que compran y recomiendan su trabajo. Así se genera una red que sale de la ciudad y se ramifica, lenta pero firmemente, por muchos otros lugares del país y, a veces, del continente.
Para hablar de la traducción de poesía en Argentina me parece que ya no es posible soslayar el trabajo de Eric Schierloh y su editorial Barba de Abejas. Y no sólo por el valor intrínseco de los textos que pone en circulación o por la belleza de las ediciones que produce, sino precisamente porque nos permite repensar la traducción como una práctica que va más allá del lenguaje, en donde vemos involucrados los modos de hacer libros, los diseños de redes de distribución y la proyección de nuevos lectores. El traductor también puede ser comparado, finalmente, con un apicultor, según lo describe Maeterlinck en La vida de las abejas: aquel que “aguarda con un sombrero de paja (porque la abeja más inofensiva saca inevitablemente el aguijón apenas se enreda en los cabellos), pero sin careta ni velo, y después de haber metido los brazos hasta el codo en agua fría, recoge el enjambre”.