El poeta del jardín
Como poeta consciente de lo que su trabajo debe ser, he llevado El pobrecito señor X a cuantos se me han puesto de modito a lo largo de unos quince años. Cada vez es más difícil dado que este libro ya se volvió de culto y dejó de ser una rareza de la que guardaba cuantos ejemplares hallara.
Aunque mis papás son buenos lectores, en mi casa nunca se nos inculcó el hábito de lectura como tal. Pero cuando los poemas de este libro de Ricardo Castillo llegaron a mí —en copias desbalagadas, como chivitos mal arreados—, se los leí en voz alta a mi mamá. Sin saberlo, a mis diecisiete años, me parecía que esta forma de lectura era algo natural de estos poemas, y luego la reacción —una carcajada de las dos— precedía el agüite con el que muchos de estos poemas terminan, cavando un silencio lapidario y dejando la tristeza de un domingo tapatío por la tarde.
Este fue el libro que me animó a escribir. En primer lugar porque El pobrecito señor X se alejaba de la retórica que tenía la poesía a la que estaba acostumbrada, o sea, a las poesías; y luego porque usaba malas palabras, o sea, el registro de mi familia. Para mí estos elementos eran nuevos. No conocía a los beats, con quienes comparte esta característica, aunque el trabajo de Castillo se aleja de la indigencia cosmopolita que pregona el poeta moderno y transforma la ciudad en un llano a media calle para echarse una cascarita, mientras sus padres se ocupan de sus cosas de padres, adentro, en la casa. Es decir, es una indigencia en familia porque nos hace darnos cuenta de que hemos sido abandonados con todo y papis.
Pero sin duda, el hecho que marcó mi amor perenne hacia este libro y que formó mi noción de poesía, fue «El poeta del jardín». En este poema vi, por primera vez en mi vida, un lugar que yo conocía, que me era tan cercano y familiar en un poema. La poesía, por fin, hablaba de algo que me pertenecía. Reproduzco parte del poema porque esta será la única oportunidad que tenga de transcribirlo, y sentir que soy yo quien lo escribe. «Hace tiempo se me ocurrió/ que tenía la obligación/ como poeta consciente de lo que su trabajo debe ser,/ poner un escritorio público/ cobrando sólo el papel./ La idea no me dejaba dormir,/ así que me instalé en el jardín del Santuario./ Sólo he tenido un cliente,/ fue un hombre al que ojalá haya ayudado/ a encontrar una solución mejor que el suicidio».
Debo aclarar que sólo en Guadalajara, y específicamente en la Plaza Tapatía, he visto que se pongan escritorios públicos. Además, el concepto de jardín (algo que no es parque, ni plaza, ni jardín de casa) es algo que no existe en la Ciudad de México. Luego, me siento obligada a explicar la genealogía de esta parte del centro de Guadalajara. Yo soy del barrio del Retiro, aunque mis abuelos paternos vivían por la calle de Belén, a unas cuadras del Santuario. Alrededor del jardín y del templo del Santuario hay cenadurías y puestos en la calle donde venden desde taquitos de cabeza hasta pozole, buñuelos, cañas, flautas y, desde luego, tortas del Santuario, que son teleras por mitad, y preparadas como tostadas. También venden muestras médicas. Pero digamos que para mí El Santuario era el inicio de ese corredor que se acababa en la Catedral, donde los faroles amarillos iluminaban Avenida Alcalde —que también es transitada por El pobrecito señor X— y donde me sentía segura caminando sola por la noche. Muchos hacen recorridos que han mitificado la literatura mundial. Combray, París, Londres, Nueva York, el Camino de Santiago, la Meca… pero para mí, por primera vez, un personaje, a veces incluso dolorosamente familiar, recorría las mismas calles que yo, solamente que con una década de diferencia. El sábado pasado, en el taller de poesía de Sergio Ernesto Ríos, él hablaba de Arturo Carrera. Luego mi amiga Irene Selser preguntó si había algún mexicano que se le pareciera. Dije que probablemente Castillo por esa diáfana percepción del mundo que los rodea, pero la respuesta pareció más bien un pretexto, o un conjuro, para empezar, Sergio y yo, a recitar el final de este poema: «Tímido me dijo de golpe:/ ‘señor poeta, haga un poema de un triste pendejo’./ Su amargura me hizo hacer gestos./ Escribí:/ ‘no hay tristes que sean pendejos’/ y nos fuimos a emborrachar». En este sentido, «El poeta del jardín» es una poética fundada en el lenguaje que acompaña, que entiende, que escucha; la escritura pensada más desde la lectura, lejos de los reflectores a los que aspira el poeta mexicano por excelencia. «El poeta del jardín» pone la poesía al alcance de los transeúntes y desmitifica los gordianos tópicos de entonces.
Ricardo Castillo fue mi primer referente en varios aspectos de la poesía. Él fue el primer poeta al que leí sin miedo a no entenderle. Luego, cuando vi sus improvisaciones pautadas en video, supe de la poesía sonora y las iridiscencias del trabajo poético más allá de la página y de las mesas de poesía como las conocía hasta entonces. Su movimiento en el escenario, incluso en video, es hipnótico. Tanto su escritura, como su voz y su desplazamiento en el escenario son dispositivos cargados de sentido y, juntos, construyen un código propio. Esto, además, es algo que se hace muy poco en México. Me aventuro a decir que él fue pionero en este rubro, donde hay muy pocos poetas, entre ellos los también tapatíos Mónica Nepote y José Eugenio Sánchez, así como Óscar David López y Maricela Guerrero. Por cierto, hay algunos festivales como Poesía en Voz Alta, y Los límites del lenguaje, organizado por Minerva Reynosa, especializados en nuevos formatos de lectura de poesía.
En el cajón de mi educación sentimental tapatía, junto con El pobrecito señor X, está también El Personal, Adriana Díaz Enciso, Rita Guerrero, la Cuca y Borrados, de Ricardo Castillo y Gerardo Enciso. El caso es que tengo tan presente a este pobrecito señor X, que cuando me preguntan por mis influencias literarias, nunca lo menciono. Y no es por mentirosa, sino que lo tengo más relacionado con una máquina de nostalgia que con un libro.
La poesía de Ricardo Castillo es vital para mí porque reproduce esa ciudad en la que crecí, caminé, berreé (antes de moquear y babear otras) y en la que me di cuenta de que nunca podría aspirar a nada más. Sin embargo, la obra de Ricardo Castillo no es solamente para tapatíos afortunados. Sé que se trata de una poesía universal porque se adscribe a una tradición clara. No hablo de los poetas feos, fuertes y formales, sino de una tradición que viene de mucho antes de las metáforas perfeccionadas de la luz y de arbolitos de jardines privados: la poesía de Ricardo Castillo es heredera directa de una tradición de la verdad.