El mar abierto del lenguaje: Virginia Woolf
Entre julio y septiembre de 2021, tras varios años de no leer Las olas de Virginia Woolf, decidí volver a hacerlo y escribir al respecto. Aquí se transcriben fragmentos de un diario de lectura.
27 de julio, un parque
Vuelvo a leer, después de diez años, Las olas de Virginia Woolf. En las primeras páginas de La señora Dalloway, al narrar la experiencia de la protagonista durante un paseo por Londres, se dice, en exclamación, ¡qué zambullida! Y esa es justo la experiencia que tengo al adentrarme —con cierto temor, lo confieso— a la novela más experimental de la escritora inglesa, publicada en 1931: una zambullida.
No me parece una casualidad que Woolf haya elegido suicidarse en el agua ni que se dejara llevar por la corriente, porque el agua es, por lo menos en esta novela, una metáfora de la vida. Spoiler: las olas rompen al final. La prosa va del remolino a la quietud, de la transparencia al vaivén.
Cuando Woolf escribió Las olas ya la aquejaban los malestares, el agotamiento. El proceso creativo, según sus diarios, ya no era fácil. Contar la vida de seis personajes —Bernard, Susan, Neville, Rhoda, Louis y Jinny— desde la infancia hasta la muerte, es un ejercicio narrativo ambicioso, pero también, especulo, un ejercicio de mirada, un ejercicio de tensión entre el solipsismo y el mundo físico.
Los seis soliloquios intercalados abren la novela por medio de la observación: veo un anillo, dijo Bernard; veo un rectángulo de color amarillo pálido, dijo Susan; veo un globo, dijo Neville…
Hace unos meses unos amigos me visitaron antes de mudarse de ciudad. Uno de ellos echó un vistazo a mi librero y encontró Las olas. Leyó en voz alta las primeras líneas. Otra amiga, siguiendo el juego, empezó a enumerar cosas que veía, casi en el mismo tono del juego de la lotería o de las adivinanzas:
—¡Veo un foco incandescente!
—¡Veo una brocha de pintura!
—¡Veo un refrigerador!
En Las olas, un séptimo personaje, Percival —que nunca aparece, sólo está referido— se marcha a la India con ambiciones coloniales, un motivo frecuente en Woolf —en La señora Dalloway es Peter Walsh quien se marcha—. Se va Percival, dijo Neville. Veo la India, dijo Bernard. Veo la costa larga y baja, veo las callejas tortuosas, llenas de barro pisoteado…
La mirada funciona para nombrar lo inmediato, pero también para evocar y configurar otras geografías.
28 de julio, en la azotea del edificio donde vivo
De Las olas se suele decir que es más poesía que novela, que es más prosa poética que narración. El lenguaje es recargado y de vez en cuando me agota. Más que zambullida, lo que siento ahora es naufragio. Y no lo digo como contrariedad, sino como goce.
Una novela como esta no se puede leer con chaleco salvavidas, ni se puede navegar en yate, a toda comodidad. Hay que nadarla. Y conlleva el riesgo del ahogo. Hace años otro amigo me confesó que no pudo leerla, que la experiencia le resultó similar a visitar una tienda de perfumes.
—Es demasiado. Me marea, dijo.
Ahora estoy de acuerdo, al menos parcialmente. Al leerla por primera vez, a los dieciséis años, no me resultaron un contratiempo la acumulación de imágenes o el ritmo vertiginoso, la supuesta falta de claridad. Prefiero esta vez una lectura lenta, que vaya desgranando las imágenes.
Me viene a la cabeza la idea de que Las olas es una novela para leer en soledad, pues arroja cuchilladas —o pequeños remolinos, para seguir el lenguaje del agua— a quien la lee, y le dice cosas privadas, lo que es difícil compartir con los demás.
El problema de la identidad, presente en los seis personajes, es notorio. No parecen encontrar su lugar en el mundo. El lago de mi mente, no surcado por remos, se mueve plácidamente, y pronto se hunde en una somnolencia oleaginosa.
7 de agosto, en la cocina
Leo paralelamente otra novela: Las horas, de Michael Cunningham. Fue adaptada al cine por Stephen Daldry, a Nicole Kidman le pusieron una prótesis de nariz. Interpretó, por supuesto, a Virginia Woolf. En esta nueva lectura reconozco, como si se tratara de una revelación, lo mucho que la novela significa para mí. Al echar un vistazo a mi escritura más reciente noto guiños, preocupaciones parecidas.
Algo que me gusta de Las horas es que no es meramente una novela sobre la escritura de La señora Dalloway, sobre una Virginia Woolf aquejada, sino también una obra sobre sus lecturas e interpretaciones.
En un plano narrativo aparte, otro personaje —Laura Brown— abre La señora Dalloway en la soledad de su habitación y se pregunta qué le revela sobre su propia vida, cómo Clarissa Dalloway y las flores que compra tienen algo que ver con su presente, con su condición de ama de casa en Los Ángeles de los años 50, con su hijo pequeño y, en suma, con el desencanto que le produce el mero hecho de existir.
En mi caso, es muy probable que haya leído Las horas y Las olas en la misma etapa de mi adolescencia.
Me pregunto ahora, al hojear las dos novelas alternativamente, mientras el agua hierve y los vegetales ya están cortados, qué me dijeron entonces.
De Las olas fueron dos los personajes que me interesaron: el tímido Louis y el pasional Neville. Louis no puede tolerar el hecho de venir de un origen social distinto, de que su padre haya sido australiano; le molestan su acento y sus aspiraciones. De inmediato me identifiqué con esa timidez —que, por fortuna, se ha transformado con los años— y con el hecho de sentirse un outsider.
El otro personaje, Neville, nunca puede superar la partida de Percival, a quien ama. Busca resarcir esa condición por medio de una serie de amantes que le produzcan, al menos temporalmente, emociones intensas. Cuerpos que le aviven el recuerdo del otro, que se ha marchado.
Es muy probable, también, que Neville haya sido el primer personaje homosexual del que tuve noticia. Me imaginaba su sufrimiento como algo que yo iba a vivir en el futuro. Empatizaba con la pérdida que nunca había experimentado.
Pienso ahora en la importancia de poder reconocerse, de saberse representado, de identificarse. Neville era, en cierta forma, un yo futuro. Años más tarde hice un poco lo que él hizo, sentí lo mismo. Establecí cierto código entre lo vivido en el presente y lo leído mucho tiempo atrás.
Las horas es también, a su vez, una novela sobre la disidencia sexual. El hijo de Laura Brown, Richard, se convierte a finales de siglo en un escritor reconocido, contagiado de VIH. Cunningham describe Nueva York y los hombres homosexuales que lo habitan, hombres, dice que insisten en demostrar, a los treinta o los cuarenta o más, que siempre han sido alegres y seguros de sí mismos, de cuerpos poderosos; que nunca fueron niños raros, que nunca se burlaron de ellos, que nunca han sido despreciados. Los homosexuales, concluye Cunningham, eternamente jóvenes.
Es muy probable que en la primera lectura no haya notado del todo lo que Cunningham quería decir con eso. Esta segunda vez, en la cocina, no puedo evitar reír. Lo entiendo perfectamente.
La primera lectura, pues, como iniciación.
La segunda lectura como confirmación.
20 de agosto, el departamento
Cita.
Neville sobre Percival.
No sabe leer. Pero cuando le leo a Shakespeare o a Catulo, tendido sobre la hierba crecida, entiende mejor que Louis. No las palabras, pero, ¿qué son las palabras? ¿Acaso no sé ya hacer rimas, imitar a Pope, a Dryden, incluso a Shakespeare? Pero no sé estar todo el día al sol con los ojos fijos en la pelota, no puedo sentir el vuelo de la pelota a través de mi cuerpo, y pensar sólo en la pelota.
Una cita sobre el acto de leer, sobre todo, sobre el acto de leer a alguien más.
Nadie me está leyendo Las olas en voz alta, ¿cambiaría algo de ser así?
No pienso ya que Las olas sea una novela para leer en soledad, sino para leer a alguien más.
Me pregunto qué tipo de comunicación se establece cuando uno lee a otra persona.
Cómo las palabra saltan, igual la pelota de Neville, de un cuerpo a otro, de un oído al otro.
Un intercambio. Un juego de tenis.
1 de septiembre, el asiento trasero de un automóvil
Otra cita, ahora fragmentada, cortada en varias piezas por el vaivén del viaje y la imposibilidad de usar el bolígrafo en movimiento, o por la dificultad de trazar correctamente con él, o porque lo que está tras la ventanilla me distrae de la lectura, de la escritura, de la copia.
Ahora finjo leer de nuevo. Levanto el libro hasta que casi me cubre los ojos. Pero no puedo leer en presencia de tirantes de caballos […] carezco del talento de caer bien. Las personas, dice Louis, siempre lograrán que me sea imposible leer a Catulo en un vagón de tercera. Louis viaja en tren: se vuelve más lento el tren […] y también se desborda mi corazón, con miedo, exultante, estoy a punto de descubrir, ¿qué? […] Bajo al andén, me agarro con fuerza a lo único que poseo: una bolsa.
Me sorprende la coincidencia. Viajar en un transporte moderno, un automóvil del siglo XXI —nunca he viajado en tren— y leer sobre un personaje que viaja en tren y lee, en otra época. A veces la lectura me parece oráculo. A veces, también, con amigos, practico el arte de la adivinación en los libros, ¿qué nos va a decir este poema de Cristina Peri Rossi? ¿Este de Blanca Varela, qué nos dice? Intuimos algo eligiendo páginas y líneas al azar.
Como Louis, yo mismo siento que algo interesante está a punto de ocurrir en mi vida, pero no tengo ninguna confirmación. Y también poseo poco, como él. Por eso transcribo, para tener algo.
7 de septiembre, el departamento / el estacionamiento
Un sismo fuerte e inesperado me sorprendió a media clase de yoga, por la noche. Tuve que salir descalzo a la calle y pisar los charcos. Había llovido. Es probable que me resfríe. Hubo algo interesante en atravesar, sin tenis de por medio, ese pequeño lago —oleaginoso, diría Woolf— que se formó en el estacionamiento. Una sensación de frío, pero también de seguridad, por estar en tierra firme y no en las alturas.
Tras el susto y tras comprobar que no se formó ninguna grieta en la pared; que, por fortuna, no se cayó nada, regreso a la lectura de Woolf. Otra probabilidad: la réplica. Una certeza: que no duerma para nada esta noche. Leer varias páginas es posible.
De pronto pienso en la edición que tengo entre mis manos, es de Cátedra, es compacta y de buen papel. Es muy distinta a la primera edición de Las olas que tuve. En la primera edición que tuve, los nombres se traducían: Susan era Susana, Louis era Luis. Ese fue un motivo suficiente para que me deshiciera de ella vendiéndola en una librería de anticuario, con cierto desprecio.
Ahora estoy arrepentido. Aquella primera edición, que subrayé constantemente, que hojee hasta el cansancio, es el testimonio de una lectura única, individual, hecha en un momento específico de mi vida. Las páginas rotas, dobladas. Este nuevo libro, que compré hace años y ahora leo, me resulta anodino por su limpieza, incluso por su sesudo prólogo.
Es muy tarde para buscar de nueva cuenta el libro que vendí, ¿en manos de quién habrá terminado, le habrán dicho algo mis subrayados? De pronto, esa posibilidad de lectura colectiva me apacigua.
Me siento un poco menos solo en la exploración de las aguas, no piso el charco por mi cuenta. Termino de tomar notas y abro otra vez a Woolf, con la respiración contenida, con el ánimo de atravesar, hasta la próxima orilla, un mar abierto del lenguaje.