Tierra Adentro
Estadio "Nido de Los Águilas". Fotografía de Jon Gudorf, 2009. CC BY-SA 2.0
Estadio “Nido de Los Águilas”. Fotografía de Jon Gudorf, 2009. CC BY-SA 2.0

Crecí a pocas cuadras de un estadio de béisbol. Era el único estadio con capacidad suficiente para albergar torneos internacionales en la ciudad de Mexicali. Junto a mis padres veía los partidos por Canal 66 y los batazos de hit o de jonrón los escuchábamos en la sala unos segundos antes que en la televisión. La colonia Pro-Hogar retumbaba, era el llamado para que los ladrones de baterías de carro se pusieran a trabajar, mientras todos se preguntaban sobre el acontecer en el diamante. El estruendo de los maderos era así de potente. Luego, el sonido local describía los turnos al bat, nombres de una lista de interminables patrocinadores y colocaba canciones que iban de acuerdo con una serie de juegos de cámaras que enfocaban a los asistentes para obligarlos a darse un beso, a bailar, o simplemente a aguantar las burlas de algún chiste barato. A lo lejos se miraba humo, cuyas cortinas obtenían un efecto más dramático a contraluz de las enormes luminarias del nido de las Águilas

A pesar de la cercanía, visité el estadio menos de diez veces en toda mi vida. La primera vez que lo hice me dio miedo. Los baños tenían esos urinales en forma de bebedero de ganado en el que perfeccionas el arte de ver la pared o el techo en lugar del prójimo. Más de tres bandas le ponían ambiente sinaloense a la cosa, en diferentes accesos y en compañía de edecanes de la Tecate y Telcel. Pero otra cosa fue la que me enamoró por completo de visitar las afueras del estadio durante la temporada regular, incluso sin boleto: las bubas. 

La historia de las bubas es una de ídolos del béisbol y mercadotecnia. A inicios de este siglo, un jugador llamado Charles Smith consiguió hacerse de varios títulos individuales de bateo en dos equipos de la Liga Mexicana del Pacífico, Venados de Mazatlán y Águilas de Mexicali. Pero además de estos récords, su memoria vive a través de la oferta gastronómica en los estadios de béisbol. El apodo del jugador, “Bubbba”, comenzó a utilizarse para nombrar a las salchichas para asar. Esas salchichas color rojo cuyo contenido en proteína es un misterio, y donde más que carne hay grasa y un debate eterno sobre si se comen con la membrana que las cubre o no, si se trata de plástico o no.

La buba se parte a la mitad y se cocina en cualquier plancha, pero en el estadio lo hacen en asadores, al carbón, lo que les da un espíritu muy distinto. Entre el sabor del mezquite, la cerveza, la salsa del Amor y las colitas de cerdo, miles de aficionados se entretienen y se emborrachan cada otoño-invierno en los estadios de la LMP. El ambiente es de fiesta, poco importa que algún foul encuentre en su trayectoria alguna cabeza, y si sucede, es un espectáculo. 

Conforme avanzaba la campaña, y si es que los Águilas entraban en playoffs, la cantidad de personas en las gradas incrementaba de forma notoria. Desde la esquina de mi casa había un muy buen termómetro: los botes de cerveza tirados en la banqueta, la falta de espacios de estacionamiento y el movimientos de los roba pilas. Si el equipo ganaba o perdía, la gente igual tiraba su basura. La gente igual buscaba espacios para estacionarse afuera del estadio. Los tecolines igual practicaban el oficio. Pero en playoffs todo adquiere un valor distinto, incluyendo las entradas al nido.

Ahora, en 2024 y con las decepciones de una selección de futbol varonil que ha dado resultados por lo menos detestables, pareciera que el béisbol “cobró” importancia en territorio nacional. Sumado a la preferencia del presidente López Obrador, se habla más de béisbol que nunca. Faitelson critica en televisión abierta que la gente va al estadio a emborracharse y a tomar el lugar de los verdaderos aficionados. Las imágenes comparando las naturalizaciones de Randy Arozarena y Julián Quiñones de acuerdo a su performance en los seleccionados nacionales de sus respectivos deportes son brutales. El deporte anda en el ambiente. He sido testigo de personas que se lanzan a jugarlo por primera vez, a ver partidos del Clásico Mundial por primera vez. Desde cierto lugar, pareciera ser que el béisbol es mainstream en México. Por primera vez.

No obstante, siempre voy a pelear contra la idea de que algo se “popularizó” cuando se le empezó a prestar atención en el centro del país. Los norteños defendemos pequeñas islas de honor que existen solo en nuestra imaginación, pero el peso simbólico de lo que representan es tan grande que nunca lo soltamos. El béisbol representa casi casi que “lo nuestro”. Los sonorenses se inflan el pecho con el número de jugadores que han mandado a las Grandes Ligas, los de Sinaloa no desaprovechan ninguna oportunidad para presumir sus estadios, los de Mexicali nos defendemos con que la frontera es una ventaja para traer jugadores y demás. Para ser justos, en este caso, el béisbol no es el deporte más popular tan solo en el norte, todo el sur también cuenta con equipos importantes que juegan en la liga del verano, la Liga Mexicana de Béisbol. 

“Hay que… macanear”, dijo el todavía presidente, con acento tabasqueño y ante la mirada burlona de jugadores profesionales de béisbol, adultos que tuvieron que aguantar la risa. ¿El país escuchó? ¿Estamos macaneando más que nunca realmente? Lo cierto, es que ese mensaje no lo necesitaban escuchar en los extremos de la geografía mexicana. Defiendo que la gente va a un estadio para pasarla bien ignorando el juego, es algo común del ambiente beisbolero en México. Lo musicalizarán distinto dependiendo del lugar donde se encuentre un estadio, pero los fanáticos del béisbol que yo conocí de toda la vida se han dedicado a amar el juego, amar la bebida y amar el baile. Si los equipos ganan o pierden, la fiesta está ahí. La expectativa de un hit puede esperar ante la urgencia del tercer vaso de cerveza, y del cuarto, y del quinto. No va peleado con las personas que se toman el juego en serio. Y de ser así, por pura estadística y negocio, ya hubieran sacado a los serios, y no a los fiesteros.

Para terminar, solo diré que la vida me dio la oportunidad de ver un juego de béisbol en La Habana. El ambiente de fiesta se sentía, no era similar ni de cerca, pero se sentía. Lo verdaderamente electrizante fue que cuando el pitcher lanzaba la bola la multitud entraba en un silencio total. Un estado de meditación colectiva en el que todos los ojos buscaban a la pelota y su destino al final de cada lanzamiento. Se aplaudían las jugadas interesantes del equipo rival, a la manera del futbol europeo. Nunca vi algo así en México, y de entrada pensé que eso hablaba muy bien del significado del juego en Cuba. Lo que quiero decir, es que pensé que ese conjunto de sucesos les daba una especie de superioridad en el entendimiento del juego. Aunque, sin duda alguna el béisbol en el Caribe cobra tintes religiosos, he llegado a entender que los deportes se manifiestan como fenómenos sociales muy diferentes de país a país, de región a región.

Mi tierra es un lugar donde las bubas del estadio, con secciones achicharradas por el carbón, son indispensables. Una banda sinaloense o un norteño en diferentes accesos de los estadios es cosa de cada temporada. Apretar los dientes y pedirle a dios que no vaya a aparecer tu cara junto a una caricatura en la pantalla gigante es una rutina cotidiana que no respeta entre gente común y famosos.1 La tierra en donde nací, a final de cuentas, es un lugar cálido, donde las fechas en las que comienza la temporada, otoño-invierno, ya son motivo suficiente para celebrar, para salir cada noche después de haber estado encerrado un verano entero para no sufrir el calor. Las botanas bien calientes, y la cerveza bien helada, por costumbre, acompañan el apoyo a los equipos locales. 

Una afición divertida que combina las experiencias de concierto de banda, asistencia a evento deportivo, degustación de carnes frías, mariscos y cerveza, es un escándalo para algunos. Para nosotros, quienes componemos la cultura del Pacífico Norte, que va desde Mazatlán hasta Tijuana,2 tan solo es un día más en la temporada regular de la Liga. Dios no quiera que nos civilicemos un día y empecemos a comer guisos.3 Para nosotros, el silencio de la grada solo se presenta entre los segundos que hay después de un buen hit y la llegada de la pelota al guante del rival, al césped o al exterior de la barda. Después, la fiesta siempre continúa. Adentro y afuera de los estadios. Siempre. Nadie nos robará la alegría.

  1. Véase el caso de Lupillo Rivera, quien apareció junto a una foto de Belinda en la pantalla del estadio de los Tomateros de Culiacán a la par de una canción de la cantante. Posteriormente, suena una estrofa de una canción del propio Rivera que dice “Despreciado me voy…”. Todo esto en el contexto de su ruptura como pareja sentimental.
  2. Posiblemente esto se extienda hasta San José, California, y todo el Bay Area, circundante a San Francisco y Oakland, con una serie de matices y prenociones que no voy a discutir en este ensayo.
  3. Las implicaciones de esta declaración las he tratado en otros textos, pero que se sepa que soy un defensor de la barbarie. A saber: la carne asada y expresiones culturales norteñas varias.
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