Tierra Adentro
Ilustración por Zauriel

No leí a Simone De Beauvior en la preparatoria, ni tampoco en la universidad. Estuve en área dos, y luego estudié una ingeniería. Me acerqué a ella, a su obra, sin la consciencia de que era feminista, ni la idea de fortalecer mi postura a través de ella. Solo quería leer La mujer rota y pasar a otra lectura.

Claro que no pude hacerlo así de simple. Pasó mucho tiempo entre La mujer rota y El segundo sexo. A este último llegué hace apenas unos cuatro o cinco años, buscando reafirmarme, reconstruirme y establecer mi propia ética relacional. También fue por accidente que me enteré de que en Wikipedia hay una referencia que indica que Simone De Beauvior y Jean Paul Sartré son, quizá, la pareja poliamorosa más conocida de los últimos tiempos.

Escribí Ojos de gato en 2015. En ella cuento la historia de un triángulo amoroso. Pero más que un triángulo, es la exploración de la manera como se desarrolla y evoluciona el amor de una mujer hacia dos hombres. No lo supe mientras escribía, pero quizá esa novela empezó a gestarse dentro de mí en la secundaria, hace veintidós años, cuando me gustaron unos hermanos gemelos y toda la convivencia era confusa porque me parecía que también yo les gustaba a los dos. En su momento, pensé que esto se debía a que eran idénticos, a que mirarlos juntos era confuso y a veces no podía identificar quién era quién. Pero con el tiempo, mediante las interacciones y el conocimiento mutuo me di cuenta de que eran distintos, y de que esas diferencias que no eran físicas hacían que me gustaran más. Los dos. Jaime y Fernando. Jaime me escribía cartas que yo le respondía, las intercambiábamos a diario antes de empezar las clases, copiábamos poemas de los libros baratos que vendían en el metro. Fernando se sentaba a platicar conmigo por horas o me hablaba por teléfono cuando los celulares no se habían popularizado. Ninguno fue mi novio, con ninguno tuve avances hacia mis primeras experiencias sexuales, ni siquiera besos. Ahora los dos están casados y tienen sus propios hijos. Hace años que no hablo con ellos, y si me entero de sus vidas es porque en mi muro de facebook aparecen las fotos que suben cada tanto. Aún ahora me pregunto cómo habría sido establecer y mantener una relación con ambos, con plena consciencia de ambos, pero supongo que no lo hubieran aceptado, y que fue mejor cómo terminaron las cosas para cada quien.

De Beauvior y Sartré se conocieron en los veintes y entablaron una relación que terminó solo cuando él murió. Al mismo tiempo, tanto ella como él se relacionaron con otras personas, con una ética específica que la mayoría de las personas se brincan. En la comunidad poliamorosa es popular Ética promiscua, el libro de Dossie Easton y Janet W. Hardy. Es el más fácil de conseguir, el menos complejo en cuanto a terminología, en el que la mayoría de las personas que se salen de la monogamia entran para comprender de qué va la ética del poliamor. Después de este término nacieron otro montón de modelos relacionales: relaciones jerárquicas, triejas, anarquía relacional. Personalmente me siento más cómoda dentro de la etiqueta de no monógama, aunque otras personas que conocen del tema me definen en una relación jerárquica.

Cuando leí aquel encabezado de los poliamorosos más conocidos de la historia, no pude evitar preguntarme qué tanto tenía en común con Simone De Beauvior. Lo obvio: ambas somos feministas, yo avanzo para construirme un nombre y un prestigio en el mundo literario, así como ella lo hizo. En La plenitud de la vida, en tanto ella reflexiona sobre lo más cotidiano de su vida, Sartré aparece en casi cada momento, no como protagonista sino como compañero, como una extensión de la existencia de ella. Eso mismo me sucede con Javier. En otras anécdotas que he podido leer sobre ella se habla de sus demás relaciones, y yo pienso en esas otras relaciones que he tenido desde que me casé, las que han terminado, las que aún existen, las que se construyen desde ahora y también terminarás, o las que no. Me pregunto qué tanto le contaba Simone a Jean Paul y pienso en esa intimidad que comparto con Javier, la que me obliga a contarle de esa persona que comienza a gustarme, o de por qué terminé con alguien más, y de inmediato eso me lleva a la intimidad que construyo con los otros y otras, que no son mi esposo pero a quienes también les debo una intimidad que no puedo compartir con Javier. Los alcances y los límites en un mismo nivel.

A los trece años y a escondidas de mis papás, vi por primera y única vez Henry & June, la película que retrata una parte de la vida de Anais Nin. Creí que había algo prohibido en esa relación rara y poco convencional. Por un lado, estaba esta atracción entre Henry y Anais. Por el otro, la sensualidad compartida con June. Comprendo lo que ella alcanzaba a ver en uno y en otra, de qué manera se conectaba con ella y con él, qué veía de sí misma en cada quien. Ahora puedo afirmar muchas cosas, pero a los trece años lo único que me provocó ver esa película fueron dudas que no supe acomodar dentro o fuera de mi cabeza. Esta duda sobre la exclusividad permaneció, y más adelante me gustó Mario al mismo tiempo que Diego, luego Víctor al mismo tiempo que Maribel. Muchas personas me llenaron los ojos en los dos años y medio que duró mi primer noviazgo, y luego tuve que renunciar a las relaciones formales para interactuar con todas las personas por quienes me sentí atraída durante la universidad, incluido un maestro mucho mayor y César, con quien tuve mi primera relación libre y duradera. Luego conocí a Javier y casi de inmediato supe que quería vivir con él. Es decir, quería compartir todo de mi vida con él. Nos conocimos una noche y no volvimos a separarnos. A los seis meses le propuse matrimonio, y con la ceremonia y el contrato civil, adopté todo lo asociado con la costumbre: el rol de esposa, la palabra “señora” antes de mi nombre, el apéndice “de Tovar” en reemplazo de mi apellido materno, la posibilidad de los hijos o hijas sin plena consciencia, la exclusividad. Por un tiempo fue suficiente, hasta que conocí al siguiente don Juan que me movió el tapete. Nunca pude hacer nada con él porque la culpa anticipada no me lo permitió, pero viví todos esos años con la culpa y la frustración en conflicto permanente. Pensaba mucho en Anais, en Henry y en June.

Luego fue como si todo se acomodara para que Javier y yo pudiéramos abandonar juntos el modelo monógamo. Conocimos a una pareja, amigos muy importantes para nosotros, con quienes hubo una chispa, algo espontáneo que nos permitió entablar confianza. Con ella y él aprendimos de qué se trataban las relaciones abiertas, que fue nuestro siguiente peldaño. Luego llegó Simone De Beauvior. Y luego llegó Federico. Supongo que fue la manera como me trataba lo que hizo que me enamorara de él. Que decidiera iniciar una relación monógama y formal con alguien más hizo que me desenamorara. Que quisiera meterme en el estereotipo de “la amante” hizo que no pudiera terminar bien aquella relación. 

Después de esa experiencia aprendí dos cosas: la primera, que lo que había sentido por él no imitaba o reducía lo que llevaba años sintiendo por Javier; la segunda, que por mucho que me creyera fuera de la monogamia y lejos de todos los yugos que siempre ha tenido este modelo, de una u otra forma seguía en riesgo de padecerlos. Durante el duelo por la pérdida de esa relación me pregunté si Anais o Simone se habían visto envueltas en situaciones similares, si se habían sentido traicionadas o usadas, si habían brincado alguna creencia o convicción en nombre de los sentimientos que al final no fueron recíprocos. Si se habrían sentido burladas o metidas a la fuerza en ese estereotipo horrible de la amante, que en todas las latitudes significa lo mismo: la mujer que se conforma con las sobras, con poco tiempo y poco cariño, que se queda callada para no importunar, cuyas emociones fastidian. Ya había estado ahí antes, y nunca me gustó. Soy de naturaleza bastante más exigente, siempre creo que lo merezco todo y lo exijo. Pensé que no, ellas tan dignas, tan libres, seguramente también habían exigido todo desde el principio. No necesité leer Ética promiscua para entender que necesitaba definir mi manera de relacionarme.

Luego encontré una comunidad. Resultó que de ahí me llegó la recomendación de Ética promiscua, y yo compartí a Anais y a Simone, los diarios amorosos y el segundo sexo, y entre las mujeres que salen de la monogamia hay muchas que entran en el feminismo, y otras tantas se acercan a las letras. Los hombres también. Porque resulta que deconstruir el mito del amor romántico es, de alguna manera, empoderante y liberador, exige autoconocimiento, honestidad y muchos tipos de responsabilidad. Seguramente no me hubiera relacionado con tantas personas sin ética si hubiera aprendido antes que es posible querer de tantas maneras, vincularse de forma genuina, amar sin anteponer una relación romántica, terminar relaciones de forma sana, sin dramas. 

En el siglo veintiuno tenemos mayor visibilización del tema. Hay contenidos audiovisuales que lo abordan desde diferentes narrativas, hay quienes escribimos al respecto. Hablar al respecto es un gran paso para empezar a normalizar este modo de vida. Quizá en el futuro las personas que intentamos vincularnos de manera profunda estemos menos expuestas a la cantidad enorme de monógamos y monógamas seriales que van por la vida presentándose como poliamorosxs, pero perpetuando las conductas hirientes que permean la doble moral y hacen espacio para lxs polifakes.