Tierra Adentro
Ilustración realizada por Maricarmen Zapatero

Para Anita y José Antonio

I

No es la tradición, ni la historia, ni el patriotismo: es el sabor del trabajo. Hay un placer peculiar en dar el primer bocado a algo que parecía inalcanzable; después de todo el esfuerzo, la búsqueda, la espera, las labores manuales, esa mordida está sazonada por paciencia y perseverancia. No sólo comer, no. No es sólo curar el hambre. Tampoco un lujo voluptuoso. Mucho menos entretener a la tripa para que no molesten sus repentinos borborigmos. Es la culminación de un periplo, la estancia final. Alimento de exactitud y excelencia: una mínima búsqueda de perfección.

A eso sabe la primera mordida. A trabajo consumado. A pequeño logro. Y tanto me gusta esa recompensa que rehúyo a probar una experiencia distinta. ¿Chiles en nogada a domicilio? No puedo sino pensar en ello como un despropósito. Aunque práctico y cómodo, el acto de pedir comida hasta la puerta de la casa tiene una rapidez estéril. No hay olores que atiborran la cocina, no hay rituales ni procesos lentos. Es cierto: tras una jornada extenuante, la comida rápida puede reparar un espíritu amilanado. Pero no todos los alimentos se disfrutan más con esa llegada en seco, automática; no un soberbio chile en nogada que, para mí, vale por el trayecto al que nos obliga. Exige vivir en otro tiempo, dedicarle una brega pausada y consistente. Prefiero no comerlos, antes que comerlos mal. No tiene caso.

Esta terquedad por prepararlos cada año siguiendo instrucciones precisas ya me ha traído problemas. Dejo platos a la mitad, rechazo invitaciones, pongo peros; quienes no saben lo mucho que me importan esa receta y ese rito se fastidian por mis reparos quisquillosos. ¿De verdad vale la pena todo el empeño? ¿A poco saben tan bien? ¿Nada puede variar ni sólo un poco? ¡Ni que fuera para tanto!, responden ya hartos de mi obstinación. Pero si me aferro a los procesos cansinos es por el apego a ese gozo intenso que sólo me produce el entender la cocina como un largo camino que empieza en el mercado y termina en el comedor. Y que me da mil y una razones para no querer abandonarlo.

II

El último platillo que aparece en Como agua para chocolate, novela escrita en forma de recetario que mes a mes consigna una nueva preparación culinaria, son los chiles en nogada. Aparecen en el capítulo final, en el mes de diciembre. Esto siempre me ha causado extrañeza pues, en mi credo familiar, no hay forma de prepararlos si no es en agosto o septiembre. Es la única temporada en que todos los ingredientes están disponibles y en su punto.

Manzana panochera, plátano largo, pera de leche, durazno criollo, acitrón. La ida al mercado de la Merced es una labor detectivesca. Entre los montones de fruta hay que encontrar esa manzana pequeña y fea a primera vista, pero de sabor muy dulce, es suficientemente fibrosa y por eso no se deshace en la mezcla final; se parece mucho al perón, mas no tiene su acidez. Como sólo se da en Puebla, se consigue únicamente con los marchantes que vienen de allá y ponen sus cestas fuera de los locales establecidos. El plátano largo es el más difícil de hallar. Se suele confundir con el macho por el tamaño, pero es un poco más alargado; además, al quitarle la cáscara, se ve rosita y no amarillo.

Cerca del Mercado de las Flores están los tenderos de nuez de Castilla. Con un pequeño martillito golpean la cáscara, el rudo caparazón, y extraen un delicado tesoro. Vende nuez pelada y nuez entera. De esa última, usualmente compramos dos cientos: bolsas gigantes que habrán de convertirse en apenas litro y medio de nogada. ¿Por qué preferimos el proceso largo y cansado si bien podríamos ahorrárnoslo comprando las nueces ya listas? Además de ser un poco más barato, dentro de su cáscara la nuez se mantiene fresca y le da un mejor color al plato final: un blanco denso y grumoso.

Caminar entre pasillos llenos de huacales, en un piso lleno de pulpa y limones perdidos es también otra forma de cocinar: imaginar el sabor y la textura, recuperar la fruta regional cueste lo que cueste y emular la receta de antaño. Esa es mi primera razón para no comer otros chiles en nogada: la precisión, la búsqueda de lo típico, una necesidad por resistir a la homogeneización de los sentidos.

III

La disponibilidad de los chiles en nogada me hace desconfiar de ellos. Hay lugares en que los venden todo el año a precios extravagantes que no lo valen. Con jitomate, comino y cebolla se vuelven cualquier chile relleno más, anodinos y de gusto salado. Los venden sin capear, con crema en lugar de nogada, faltos de sazón, pero eso sí, rebosantes de mercadotecnia.

Pelar, picar, capear: ahí está el corazón de la receta. Un día antes del festín, nuestras manos se afanan a pelar la nuez. Durante horas quebramos la cáscara café, separamos el centro y retiramos la película amarillenta, pegadita y delicada, que recubre cada semilla fresca. Huele a humedad acaramelada. Es una actividad minuciosa que pone a prueba la paciencia, nada puede desperdiciarse, ni siquiera el más ínfimo trozo. Los ojos se fatigan, los dedos se tiñen de color marrón: es la prueba del esfuerzo.

Allí, en la colectividad reunida a la mesa no para comer, sino para hurgar entre cáscaras huecas y duras, cobra sentido el origen conventual de la receta. Me imagino que si las monjas agustinas pudieron ofrecerle a Iturbide hace doscientos años un manjar como éste es porque una comida tan afanosa sólo puede nacer en un ambiente donde “el trabajo y la oración quitan del demonio la tentación”. Un ora et labora escondido entre cazuelas y fogones.

Las cáscaras atiborran un bote de basura y la preciada nuez apenas logra comenzar a llenar un refractario. Siempre hay desperdicio de sobra, falta lo útil. Nos mueve la fe en la comida: hoy estamos cautivos por las pepitas, pero mañana nos redimirá la satisfacción del plato ya servido. El calvario se endulza con la conversación, las horas se pasan más rápido cuando los oídos se entretienen. Y ya que hemos superado esa primera fase, viene la siguiente faena: preparar el relleno. Picamos muy finamente la fruta, la almendra, la pasa, los piñones rosados, el acitrón. Todo debe quedar en cuadritos muy pequeños para que se revuelva bien con la carne molida. En la mezcla final todo debe distinguirse, pero nada debe opacar a lo demás. ¿No es esa le regla fundamental de la gastronomía? Lograr la consonantia: revolver para conjugar, que cada ingrediente sea nítido, pero se corresponda.

Pelar, picar, capear. Todo lo hacemos entre todos. Esa es mi segunda razón para no comer otros chiles en nogada: la comida anónima nunca sabe tan bien como la que se prepara por un concierto de manos amigas.

IV

Los platillos agridulces tienen una complejidad honesta, buscan lo integral, la armonía entre lo que parece excluyente. Un bocado de nuestros chiles en nogada me hace percibir una congruencia imprevisible: la carne y la fruta, el piñón y la almendra, el picor del chile poblano y la nogada que sabe a árbol dulce, los toques crujientes y ácidos de las semillas de granada. Cada bocado es distinto y delicioso. Es precisamente este momento cuando el paladar descubre que los ingredientes han conservado su sabor y textura característica. Trabajamos como obreros para comer como la realeza. Agotamiento y placer, extenuación y gozo: en su totalidad la experiencia es agridulce y, por ende, íntegra.

Después de convertirse a mi culto culinario, muchos me han preguntado si acaso esta receta es, como afirmaba mi abuela, la original. Me es imposible responder esa pregunta. La belleza de la cocina radica en que es un saber oral que no queda registrado por completo. Aunque nos consta que el procedimiento es antiguo, nadie sabe a ciencia cierta su origen. Pero, en caso de que esta receta fuese una versión posterior, no dudo que Iturbide al comerla pensara, como yo, que es definitivamente su favorita.

Por todas estas razones, cuando en este año de aniversario mis amigos se entristecieron porque no podría poner en práctica la tradición y me mandaron mensajes de restaurantes a domicilio, enlaces para entregas rápidas o se ofrecieron ellos mismos a buscar algunos ingredientes en el supermercado más cercano, me negué a tomarles la palabra. Sé que quizá algún día tengamos que adaptarnos a otras formas: cada vez es más difícil conseguir los ingredientes precisos, los marchantes nos han dicho que la manzana y el plátano escasean porque ya nadie los compra. El acitrón, por ejemplo, tiene una comercialización restringida debido a que la biznaga de la que se extrae está en peligro.

No obstante, aunque las cosas cambien alguna vez, espero poder recuperar la experiencia tan meticulosa y comprometida que me regala esta receta en particular: buscar una fruta especifica entre los puestos, trabajar con esmero para conseguir el sabor deseado, guisar a ocho manos o más, recordar que la sensorialidad no está enemistada con el rigor. Porque después de toda esa sucesión de pasos extenuantes, ya con los ojos secos y los dedos maltratados, no hay emoción que se iguale al ver por primera vez la comida servida y comenzar a saborearla desde lejos. Cuando llega el toque último y la ramita de perejil corona el plato, una sutil magia nos hace saber que no se necesitan mesas de ébano ni vajillas doradas, en este comedor pueden sentarse monjas u obreros, niños y ancianos, vivos y muertos, familiares o desconocidos, pues les bastará un simple bocado para comer como emperadores.