Tierra Adentro
Yukón. Eugenia Coppel.

El jueves 13 de julio de 1967, a un kilómetro de la cima del Monte Ventoux, cuando se corría la etapa Marsella-Carpentras del Tour de Francia, el ciclista británico Tom Simpson sufrió un paro cardiaco. Simpson había ganado la carrera París-Niza unos meses atrás y el campeonato mundial de ciclismo en ruta sólo dos años antes. Era, pues, uno de los favoritos de aquel Tour, y en vísperas del 14 de julio estaba entre los líderes del pelotón. Se ha calculado que, aquella tarde, la temperatura en el Monte Ventoux era de cuarenta y cinco grados. Una mezcla temeraria de coñac y anfetaminas causó la deshidratación que provocaría el colapso de Simpson, cuya muerte se declaró a las 17:40 horas. No muy lejos de ahí, pero en 1327, Francesco Petrarca vio por primera vez en Aviñón a Laura de Noves.

Una pequeña historia de bicicletas, corazones rotos, vidas truncadas y mundos por atravesar comienza en este punto. Juan José Arreola, gran aficionado al ciclismo, escribió tras la muerte de Simpson un brevísimo poema en prosa que habría de recoger en Palindroma, libro de 1971. Finitud e infinitud, tiempo y eternidad, realidad e ilusión confluyen en esas cuarenta y tres palabras de Arreola: “Se me rompió el corazón en la trepada al Monte Ventoux y pedaleo más allá de la meta ilusoria. Ahora pregunto desde lo eterno en el hombre: ¿Cómo puedo emplear con ventaja los tres segundos que logré descontar a mi más inmediato perseguidor?”

Poco antes de la muerte de Simpson, en 1964, se habían publicado las “Prosas dispersas” de Julio Torri como tercero y último de sus Tres libros (1964). Arreola, con toda probabilidad, había leído ahí “La bicicleta”, pequeño ensayo del coahuilense. Que lo hubiera leído Simpson no sería nada fácil de probar, aunque imaginar al ciclista británico leyendo ciertas líneas de un remoto prosista mexicano daría, como mínimo, resultados conmovedores. El ciclista, según Torri, es por definición un solitario. El camino que se va recorriendo en bicicleta es metáfora de otro camino: el que se va recorriendo hacia la muerte, ni más ni menos. Eso sí, la muerte a la que se llega pedaleando no es cualquier muerte, a decir de Torri: “El ciclista es un aprendiz de suicida”.

Pero el ciclismo es una cosa y andar en bicicleta es otra. En francés, para echar mano de un caso elocuente, la diferencia es categórica: entre la bicicleta recreativa (bicyclette) y el ciclismo deportivo (vélo) hay una gran distancia. Philippe Delerm trata el asunto con pinzas aristotélicas: “Nacemos bicyclette o nacemos vélo; es algo casi político”. El que nace bicyclette es hedonista, pensativo y un tanto melancólico. El que nace vélo es competitivo, práctico y veloz. El coñac y las anfetaminas, názcase como se nazca, corren por cuenta de Tom Simpson.

Mitad bicyclette, mitad vélo, según se baje o se suba, es el velocípedo que circula por un bello poema de María Baranda que forma parte de Moradas imposibles (1998). También es legítimo decir: mitad Santa Teresa de Jesús, mitad Sor Juana Inés de la Cruz. Aliteraciones, transposiciones y encabalgamientos aceleran la respiración y después la refrenan intempestivamente, como si la voz poética y el oído lector se precipitaran juntos por una cuesta empinada sin perder la gracia: “Hubiera yo veloz por él el mundo / recorrido en velocípedo. […] / De Oriente / a Occidente en velocípedo habría / yo ido hasta ese territorio de aves / y serpientes, por edificios y santuarios, / por puertas interiores y gradas ordinarias, / buscándolo geométrico, animal / que embellece las fachadas”.

De poco sirve preguntarse quién es, en el poema, “él”: ¿un dios, cualquier dios, o un hombre, cualquier hombre? Importa, en cambio, entenderlo como el objeto de un deseo, como el término de un viaje indispensable, como la meta de un camino y acaso de todos los caminos. Y comprender que hasta él se va, por supuesto, en bicicleta: “Hubiera yo por él / naturalista ido periférica / en ese siglo atestiguando / el Nuevo Mundo entre dos ruedas”.