Tierra Adentro

 

Estas calles no son Brooklyn. Me pertenecen de una manera jamás pretendida; nunca conquistada. Hasta que no las abandoné no necesité poseer ningún lugar. Estaba, claro, el sueño de la huida, pero lo que existía fuera de estos márgenes eran apenas imágenes o historias de otras, lugares que después nunca he pisado a pesar de haber caminado sus nombres en los mapas.

Están como apuntaladas en el tiempo. Esta misma esquina donde antes estuvo la panadería del pan blanquísimo puede ser la de mis doce años volviendo de la escuela o la de mis veinte, esa imagen sin fisura de descubrir la noche de invierno, cuando las aceras devolvían el ruido apagado de mis pasos solos, de única habitante del mundo.

Ahora un niño está completamente agachado y se ata los zapatos (también, otro día, decir ese instante, la revelación del secreto de anudarse los cordones). No hay ninguna inseguridad, ninguna sensación de no ser fuerte. Tomar consciencia de esta ausencia de preocupación como cuando advertimos un ruido constante una vez que ha dejado de existir; el sonido resuena en la memoria, pero hasta que no se ha apagado nadie ha reparado en él, que ya no es.

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