Tierra Adentro
Fotograma de "Vacaciones en Acapulco", serie de capítulos de "El Chavo del 8". Roberto Gómez Bolaños, 1977.
Fotograma de “Vacaciones en Acapulco”, serie de capítulos de “El Chavo del 8”. Roberto Gómez Bolaños, 1977.

En nuestra primera cita llegué unos minutos tarde, como me había recomendado mi hijo Chip, tras su vasta experiencia usando Tinder. No estuve muy de acuerdo, pero él me aseguró que así había más probabilidad de hacer “match” porque “así se hace ahora”. Le pregunté de cuánta probabilidad estábamos hablando y me aseguró que al menos un 15% más de efectividad. Como actuario jubilado, me entusiasmó la idea, así que llegué con 5 minutos de retraso. No fue difícil encontrarla en el restaurante, era exactamente igual a su foto de perfil. Además, reía a carcajadas mientras veía un capítulo de El Chavo del 8 en su Tablet.

En esa cena hablamos sobre Chespirito. Se sabía el nombre de todos los sketches que lo conformaban, así como el nombre de los actores y actrices que interpretaban a los personajes. Sabía el título de los episodios y la trama argumental de cada uno de ellos. 

Me contó que de niña creció con sus abuelos, y que ellos eran grandes fanáticos de las aventuras de El Chapulín Colorado, pero, sobre todo, de El Chavo del 8. Así que lo único que veían eran repeticiones de esos capítulos y, ocasionalmente, películas del cine de oro mexicano. 

Cuando llegamos a su casa, noté el muro de la derecha lleno de fotos autografiadas de todos los actores principales de esas series, excepto el de Ramón Valdés, quien, por azares del destino, tenía un recuadro vacío. Yo le prometí que algún día lo conseguiría. Al año siguiente, Chip nos ayudó a conseguirlo a través de una subasta por internet. Le pedí que nos casáramos y aceptó.

Todo empezó a salir mal cuando llegamos a Acapulco. Nos hospedamos en el Emporio Acapulco porque en la década de los setenta, en ese hotel, que entonces se llamaba Acapulco Continental, habían sido grabado los 3 episodios que conforman el capítulo “Vacaciones en Acapulco”, de El Chavo del 8

Cuando subimos a la habitación, me dijo que sería divertido recrear algunas escenas de la serie. No me lo tomé en serio en un principio, pero para ella sí lo era y me mostró que en su maleta había toda clase de vestuarios de los personajes de la serie, así como algunos de sus elementos que los caracterizaban.

—Es para darle verosimilitud —dijo.

—No voy a ponerme eso —respondí.

—¿Por qué no?

—Es nuestra noche de bodas. 

—Precisamente por eso.

—No lo entiendo.

—No tienes que entender, solo hacer. Son juegos de roles. Creí que te gustaban. En nuestra primera cita hablamos de eso.

—Sí, pero las típicas.

—¿Y esas cuáles son?

—Ya sabes, las típicas. Las que aparecen en la televisión.

—Esta aparece en la televisión.

No gané esa discusión y recreamos cada una de esas escenas en orden cronológico: Desde cuando el Profesor Jirafales va al departamento de Don Ramón a notificarle que le encontró a la Chilindrina un frasco para limpiar plata y se hace un enredo con 20 pesos faltantes para que al final la Chilindrina confiese que todo lo hizo para obtener un boleto de una rifa para un viaje todo pagado a un hotel de Acapulco. Luego, al escuchar esto, los vecinos deciden, cada uno con sus motivos, ir al mismo viaje. Una vez instalados en el hotel, los personajes se divierten en la playa, corren y caen en la piscina, el profesor Jirafales es enterrado en la arena, a un mesero le tiran constantemente la vajilla con comida y al final el Chavo canta la canción “Buenas noches vecindad”, acompañado de todos los vecinos en torno a una fogata en la playa. Yo fui Quico y ella Don Ramón. Después yo fui doña Clotilde y ella Don Ramón. Luego yo fui Doña Florinda y ella Don Ramón. 

Realizamos casi todas las combinaciones y permutaciones que las matemáticas nos permitieron, hasta que, en nuestra última noche en el hotel yo fui El Chavo y ella don Ramón. Fue entonces cuando, a punto de acabar la representación escénica más larga de mi vida, me pidió que cantara la canción de “Buenas noches vecindad”. No me sabía la canción, pero para nuestra fortuna tenía la letra en su Tablet y ella armonizó con un ukulele. No sabía que tocara el ukulele.

Encendimos una fogata y antes de que terminara la primera estrofa, vino la patrulla costera a pedirnos que la apagáramos inmediatamente porque algunos huéspedes del hotel se quejaron de que dos personas habían estado comportándose de forma extraña durante todo el fin de semana, corriendo de un lado a otro, molestando a los comensales, arrojándose a la piscina con zapatos, destruyendo castillos de arena y diciendo ta-ta-ta en cada oportunidad. Tal parece que no es posible recrear algunos pasajes de la serie sin causar aspavientos. Eso y el hecho de que actualmente no está permitido hacer fogatas en la playa de Acapulco. Me disculpé y abogué por la empatía, pidiéndoles que no nos llevaran a la comandancia porque no éramos locales y era nuestra luna de miel. La empatía me costó una multa de 5 mil pesos. Cuando los oficiales se fueron y ya se había puesto el sol, le pregunté:

—¿Por qué siempre eres don Ramón?

—¿Quieres ser Don Ramón?

—No, no quiero ser Don Ramón. Solo quiero saber por qué siempre lo escoges.

—Si te lo digo no lo vas a creer.

—Cuéntame de todas maneras. Hemos hecho todo lo que has querido en este viaje, creo que merezco saber.

—Cuando era niña, mis abuelos me contaron que Ramón Valdés era mi papá. 

—¿Ramón Valdés es tu papá?

—No, no es mi papá. Cuando crecí me di cuenta de que no era verdad, pero antes de saberlo me obsesioné con la idea. Eso era mejor que la otra versión, donde mi padre era un tipo que me abandonó con mis abuelos para seguir su carrera de cantante y terminó muerto en Lecumberri.

—Matemáticamente, es posible —le dije—. Los años coinciden.

—Pero la realidad es otra.

Nos dimos un largo abrazo y regresamos al hotel. El resto de la noche fue bastante pacífica, sobre todo porque no volvimos a intentar hacer una fogata. A la mañana siguiente, cuando ya estábamos de camino al aeropuerto me preguntó:

—¿Seguiremos casados al volver a casa?

Bajé una de las maletas y me puse el gorro azul de Don Ramón y le dije:

—Sí serás, sí serás. Se nos va a hacer tarde para llegar aeropuerto. Chip no podrá ir a buscarnos porque está en el trabajo, pero Dale, mi otro hijo, nos va a esperar ahí.