Tierra Adentro
Ilustración por Claudia Luna.

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A partir del terremoto del 85, la ingeniería civil en México despuntó en el ámbito de la investigación y la academia; sin embargo, los resultados no siempre son buenos. Aquí, Gerson Huerta, director de Grupo SAI (dedicados a la supervisión y construcción de todo tipo de estructuras), explica cómo la planeación urbana se dictamina gracias a intereses económicos y no a la estabilidad que ofrece la planeación antisísmica.

 

Las cosas han cambiado desde el sismo del 85. La ingeniería estructural mexicana tuvo un desarrollo importante y hoy es punta de lanza, en Latinoamérica e incluso en otras partes del mundo. Sin embargo, en el Distrito Federal enfrentamos una doble problemática porque estamos en un mal lugar para cimentar y en una zona de alta sismicidad. No ocurre lo mismo en otras zonas de la República o en otros países, con sismos muy fuertes pero con suelo firme. El resultado es que la ingeniería mexicana está muy avanzada en investigación y en la academia, pero tenemos desventajas en la parte económica. En otros países tienen los recursos para utilizar dispositivos antisísmicos, mejor tecnología; no es así en México: somos capaces de diseñar estructuras que soporten sismos de gran magnitud, pero los recursos destinados a las estructuras son deficientes. Hacemos edificios con muy poco dinero.

Creo que el Distrito Federal debería resistir grandes sismos; los edificios que colapsen, será por otro tipo de condiciones. Además de los edificios existentes desde hace más de treinta años, que no cumplen la actual normatividad, la primera es que el desarrollo urbano no responde a una planeación sísmica, sino a intereses económicos. En la colonia Roma, por ejemplo, se están construyendo edificios que técnicamente no se deberían hacer. Si no lo calculo yo, lo calcula otro, el edificio se hará de todos modos. Al final, se levantan edificios que no deberían hacerse aquí, sino en otras zonas de la ciudad. Obedece a un interés económico de los desarrolladores, en el que está involucrado hasta el gobierno por su condescendencia. Por otro lado existe un problema de arquitectura. La planeación arquitectónica de los edificios, por lo menos en la urbe, responde a las necesidades del automóvil: los estacionamientos condicionan ahora la geometría de un edificio. En donde hace treinta años hubiéramos puesto muros, ahora hay plantas libres porque todo mundo quiere meter coches. Esto ocasiona diseños estructurales bastante audaces —aunque atractivos—, pero si pudiéramos evitarlos tendríamos edificios más seguros. Los arquitectos determinan la forma de los edificios y en ocasiones responden más a cuestiones estéticas o a caprichos personales. A veces llegan diciendo que vieron edificios audaces en Europa o en otras partes del mundo, sin considerar la diferencia de zona sísmica ni cuanto se invirtió en ingeniería antisísmica. Los recursos que se asignan a la ingeniería en un edificio son muy pocos. El desarrollador prefiere invertir más en acabados de lujo que en la estructura misma. Afortunadamente contamos con un reglamento de construcciones, el cual nos protege legalmente si nos apegamos a él. Si se cumple con eso, ya estamos del otro lado. Aun cuando el edificio podría estar mejor.

La ingeniería estructural no es una ciencia exacta. Los números y los cálculos parten siempre de hipótesis (de cómo se comporta el acero o el concreto, por ejemplo). Además hay que contemplar cuantas manos intervienen en los procesos, saber si se le echo más agua al concreto disminuyendo su resistencia, por poner un caso. Nunca vamos a tener todo considerado: las obras son artesanales. Generalmente es un maestro de obra el primero en saber lo que pasa, el primero en encender los focos rojos. Si no se le hace caso, hay negligencia por creer que se sabe todo y que un maestro no tiene nada que enseñarnos. El maestro cuida al residente, el residente cuida al constructor, el constructor cuida al estructurista. Al menos así debería funcionar.

Los edificios que se han construido en los últimos años no deberían tener el mismo destino que los que se cayeron en 1985; las nuevas construcciones tienen mucha más resistencia. El peligro está en todas las construcciones a las que no se les ha hecho nada desde ese sismo, sobre todo los contemporáneos a esa década. Los cambios deberían darse en la reglamentación y en el ordenamiento de la ciudad. Es absurdo que el gobierno no considere a los ingenieros estructurales a la hora de planear el desarrollo de la ciudad. El plan de desarrollo urbano responde a otras necesidades y me parece que es un grave error: hay algo que se llama dinámica estructural que nos dice qué edificios son vulnerables dependiendo del tipo de estructura, número de niveles y del suelo donde se construirán; no sólo es cuestión de poner más varillas o columnas de cierto tamaño, es un fenómeno que se llama resonancia. Es importante que se invierta más en la estructura, que los mismos usuarios tengan más conciencia al respecto. Es cierto que vende más un edificio bonito, con mejores acabados. Pero, si la estructura falla, los acabados se caerán.

Hace falta cultura de la sismicidad en México. Existen reglas sencillas de protección civil que hemos estudiado pero que no se difunden. En vez de eso, abundan los carteles de que hacer en caso de sismo. Dicen “párate debajo del marco de la puerta”. Eso es, muchas veces, absurdo. La cultura de la sismicidad en el Distrito Federal debería ser un tema más serio, para saber que peligros existen en el lugar particular donde vivimos. Por ejemplo, en la UAM han trabajado en mapas de riesgos sísmicos donde se han identificado los edificios vulnerables de la colonia Roma, pero no hay difusión de este trabajo. Sé que habría pánico y que es una parte política-social delicada, pero es mejor a que en el próximo sismo fuerte sea mayor cualquier tragedia.

Hoy contamos con dispositivos que amortiguan los movimientos sísmicos, evitando la resonancia. Durante un sismo, cuando se mueve el suelo, el edificio responde también con movimiento. Es Ley de Newton: la masa se desplaza por la fuerza de inercia. Por el contrario, si el suelo se mueve y no provoca movimientos amplios en el edificio, no se sobreesforzarán las columnas. Eso se logra, por ejemplo, aislando la cimentación, de tal manera que ésta se mueve, pero no la construcción. Otros sistemas amortiguadores tienen control electrónico. Hay mucha investigación y desarrollo en este tema, sobre todo en Japón y Nueva Zelanda, una larga lista de propuestas que se enfocan básicamente a disminuir el movimiento de los edificios. Cuando logremos que el edificio quede estático, se acabara el problema de los daños estructurales.

El sismo del 85 tocó fibras sensibles de la sociedad y significó un cambio muy importante a nivel social, en particular en la ingeniería y la arquitectura. Conozco testimonios de gente que ahora tiene mucho más cuidado con aspectos a los que antes no se les prestaba atención. Entra en juego el dolor: algunos profesores míos, varios años después del sismo, seguían diciendo que lo más triste del mundo es que se cayera un edificio que tú construiste, saber que la gente murió en él. No puedo permitirme eso. Si hoy temblara con la magnitud del 85, la catástrofe sería mucho menor, pero las zonas afectadas serían las mismas de siempre. Quisiera creer que los simulacros nos ayudarán, pero dudo que sea el caso. Estas prácticas no se toman con suficiente seriedad; no se están realizando simulacros que sirvan para cuando suceda el verdadero terremoto, por la ausencia de cultura sísmica. Deberíamos depender más de una conciencia técnica al planear el desarrollo urbano y de una ética para invertir más en la estructura de los edificios.