Pétalo
En Pétalo, Óscar Luviano propone una mutación no sólo a través de los roles de género convencionales (una detective dura con cierta debilidad por la comida chatarra, las masculinidades contrapuestas del adulto y el niño), sino de los subgéneros narrativos: es una historia con elementos noir, pero contada desde la mirada fantástica que es, al mismo tiempo, un cuento para niños y una fábula donde los animales también tienen algo que decir.
Para Vanessa
1
Soy una detective de gatos. De gatos, no de mascotas. Es una cláusula importante. Los perros se pierden, los pájaros se escapan, y yo no encuentro ni cazo nada: a duras penas percibo la pestilencia del futuro. Ese lugar en el que los gatos terminan por caer con los ojos cerrados y las orejas gachas. Son criaturas estúpidas que avanzan a ciegas por el mundo; se creen impunes debido a una imaginaria majestad que nadie en su sano juicio les concedería. Da igual: yo los devuelvo a sus sillones mordisqueados y sus sábanas cubiertas de pelos, y sus dueños me pagan por ello. Al fin y al cabo el mañana es el único sitio del que tengo alguna certidumbre.
Me anuncio en carteles hechos a mano que pego en postes y árboles a la altura de mi cadera: el sitio en que las doñas y los niños buscan las respuestas. Las señoras pagan muy bien por la devolución de sus felinos gordos, pero desgraciadamente la mayoría de mis clientes son niños: ¿quién más iba a poner toda su fe en una detective? En estos relatos las reglas son las reglas, como la dama de vestido ajustado que entre una nube de Chanel No. 5 y humo de cigarro acude con el detective gordo para que rescate la carta incriminatoria.
Y otra regla es que toda niña en apuros es el plan secreto de un niño.
2
Tenía lentes de cristales rayados y la vieja falda de una hermana mayor o de alguna prima con pétalos de rosas adheridos con seguros. Apretaba contra su pecho uno de mis carteles. La foto de su gata, impresa en una hoja bond, rigurosamente enmicada, sobresalía de su bolsito de mano con bordados de Hello Kitty.
—Buenas tardes —le dije, pues se quedó en el umbral de la caseta, con la nariz arrugada.
—Está todo quemado —dijo desconfiada.
— ¿Sabes cuánto cuesta la renta de un despacho? Era esto o la panadería de Dalias —me acerqué y tomé la foto de su bolso.
—Esa es mi gatita. Lleva perdida cuatro días. ¿Está hablando de la panadería que se incendió?
No le respondí que las reglas son las reglas y que mi olfato sólo funciona en lugares derruidos, atragantada como quedé por el aroma a sangre que nos rodeó como una mano abierta. Hedía como un grito. Lagrimeando leí el nombre escrito con letras coloreadas y rellenas de diamantina: Princesa.
—¿Se siente bien, señora?
—No me digas señora. Ni que estuvieras hablando con tu mamá —logré articular.
—¿Si no tiene para pagar una oficina y es tan grosera para qué se metió de detectiva, señora?
Dijo todo esto como si estuviera recitando una poesía del Día de la Bandera. Estuve a punto de decirle, por pura maldad, que, a juzgar por el olor del futuro, nunca vería de nuevo a su Princesa. Pero ya eran dos días sin comer y el recuerdo de mi mamá. Una torta cubana valía las complicaciones.
—¿Quieres saber mi tarifa?
—Traigo cincuenta pesos. ¿Me alcanzan? —buscó en su bolsa y fue sacando de una en una monedas rojas de arcilla. La alcancía del novio. Y claro que alcanzaba: quedaría suficiente para una Coca grande y un litro de leche. Tal vez hasta para una concha…
—¿Cuánto tiempo va a tardar en encontrar a Princesita?
—Es una investigación, niña: nunca se sabe: mi último caso me llevó tres semanas —había sido la media hora que me tomó hallar el árbol donde el tarado de Botijas se había trepado—. Yo te mantendré informada y te diré si hacen falta más viáticos.
—Me llamo Zaira Keyla Valencia Jiménez. Y ya no tenemos más dinero: es todo lo que Kevin Brandon y yo pudimos juntar.
Estaba por sugerir que se guardara el dinero e iniciara un fondo para tramitar su cambio de nombre una vez que tuviera edad legal para hacerlo. Me sequé las lágrimas con la manga del suéter (la contaminación, le dije) y anoté su dirección como si me hiciera falta. Tenía celular. ¿Qué niña de diez años tiene un celular?
—Llame a la hora que sea, señora: me lo voy a poner debajo de la almohada.
Y se fue brincando de escalón en escalón como si ya hubiese encontrado a la gatita que ya no estaba en ninguna parte. A menos que la pálida manada estuviera un lugar. El eco de sus zapatitos de charol casi me hizo sentir culpable. Encendí un faro y fui a sentarme sobre mi mochila a esperar al novio y su discursito mientras contaba las monedas. Las tripas me rugían y tenía los labios tan secos que el lápiz labial se hizo polvo al tacto.
No tardó ni cinco minutos: vestía una sudadera roja, con vampiros. Lo que me faltaba: un chico duro. Jaló rueda por rueda su bicicleta sobre los escalones que subían a la caseta y apenas entró le reclamé que sólo me habían entregado 48 pesos. Entonces la pestilencia se convirtió en un manto entre nosotros y las paredes chamuscadas: uno húmedo en sangre. Era más intenso que en Keyla. Conozco el olor de la sangre de gato, y aquel no lo era. Era más profundo y más terrible.
Era inútil resistir. Cerré los ojos y dejé que la pestilencia del tiempo me invadiera. Lo hace como un reflujo corrosivo que golpea desde el estómago y sube y quema por los pulmones, escalda cada latido de mi corazón con una espuma ensordecedora. Y sube y replica contra el interior de mi cráneo. Me tiré al piso de la caseta aferrándome a la cabeza como a un jarrón quebrado, y mi cerebro tañó lento y doloroso, y a través de cada grieta, una luz turbia derrubió tras mis párpados cerrados encarnando retacería, fragmentos de un espejo en el que se reflejan el dolor que ha de ser, lo que viene implacable.
Y esto fue lo que vi: “Patas arriba, aterrada pero sin cobardía, hundí mis garritas en el brazo de mi asesino. Me sacudió con un golpe terrible, y otro, y otro hasta dejarme encerrada en una oscuridad de pelo y sangre diminutos. Maullé sin aire ni esperanza, pues supe que mi lucha había sido inútil”.
El cuerpecito de Princesa cayó a plomo en la bolsa de basura mientras el ángel de huesos batía sus alas descarnadas, victorioso. Desde el fondo de la pestilencia a plástico maulló de nuevo y suplicó por la niña que había fallado en proteger. Se lo pidió al pájaro que crea el cielo con su vuelo y al perro que sacude los trigales. Claro que no con esas palabras: los gatos son demasiado orgullosos para hablar, pero escuché el trueno que es como una estampida lejana, y olí de nuevo la sangre que no era sangre de gatita, y vi el rostro de Keyla reflejado en el estanque de su propia sangre. A pesar de los moretones pude reconocerla.
Cuando abrí los ojos, el niño se había puesto a gatas para observarme de cerca. Me señaló con un dedo acusador.
—¿Se droga, señora? ¿Compró drogas con nuestro dinero?
—Señorita, Kevin, y hablaba de la gata —me puse de pie mientras me acomodaba la falda. No era cosa de enseñarle a la criatura todos los jalones de mis medias. A pesar del mareo, hice lo imposible por mantener la dignidad, pues era necesario fijar una cláusula importante—. Pagada la investigación, no hay devoluciones…
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Huelo el futuro, y no huele bien… Y Keyla me dijo que eras su novio. ¿No te importa que hablemos mientras como algo, verdad?
—Vengo a ver que investigue de verdad, no a que me devuelva mi dinero: yo se lo regalé a Keyla. Y NO ES MI NOVIA.
Siempre es una niña con un niño detrás y el niño cree que sabe algo que ella se niega a ver, y la misión del niño es hacer que lo vea. El hambre me tenía de mal humor y ya no estaba para soportar más mamadas.
Aspiré. Fuerte.
—Hueles a flores. Recién cortadas y marchitas. ¿Quieres que te diga lo que te espera o me acompañas a comer?
—Váyase a predicar al metro, señora. A mi no me impresionan esas cosas: mi mamá también es así con sus clientas. Les lee el Tarot y las piedras ésas. Al menos es un poquito más decente porque no cobra tan caro como usted… Ya le dije que no vengo a eso. Vengo para que no se haga babosa a Keyla. Estoy aquí para que me ayude a castigar al que mató a Princesa.
Iba a ser uno de esos casos.
3
Fuimos al puesto de tortas sobre Zarzaparrillas. Pasamos frente a los restos de la panadería.
—¿Ve la manta? —me contó Kevin—. Dice que el dueño no pagó la protección. Se oyó un ¡BUM! bien cabrón en la madrugada.
—Tu lengua, niño.
—Dicen que fue una granada.
Iba en su bicicleta evadiendo como podía los puestos de jugos, pan, tacos, estudios de zumba y peluquerías en que se habían convertido los frentes de las casas del rumbo. En aquellas que habían sido abandonadas por sus insolventes dueños, los matojos de yerbamala ocupaban el lugar del espíritu emprendedor. En el lavado de autos, a unos pasos de nuestro objetivo, Kevin se resbaló con el jabón y se dio un guamazo de aquellos.
—Sóbate —le dije cuando se negó con un manazo a que le ayudara a levantarse.
—Tiene todas las medias corridas —me dijo el pinche escuincle todo cubierto de jabón mugroso.
Cambié la cubana por una de milanesa con quesillo y doble ración de jalapeños. No iba a tomarme a la ligera el brusco cambio en la carátula de la investigación.
—Perdóname que no te ofrezca, pero ya tengo prometida la mitad…
—Soy vegetariano y no contamino —me inclinó la bicicleta para demostrar su punto.
—No seas tan listo y dime lo que sabes sobre la gata de tu novia.
—NO ES MI NOVIA. A Princesa la mató el padrastro de Keyla, el Madrinas.
Con la boca llena levanté los hombros en una clara pregunta de “¿Y cómo lo sabes, escuincle?”
—El hijo de la chingada le dio de comer el cuerpecito a su perro.
—¿A su perro? —escupí una rodaja de zanahoria.
—Estaba buscando a Princesa por los lotes baldíos de Canosas cuando vi al Madrinas que andaba paseando a Titán. Creo que no me vio, pero seguro que ni le hubiera importado que me diera cuenta. Traía una bolsa de esas de la basura, negra…
—Ahórrate los detalles, Kevin, estoy comiendo.
—Se detuvo una camioneta con los vidrios todos negros y cuando el Madrinas se iba a subir, oí que le gritaban que con el perro no. Lo amarró a un poste y se fue con ellos. Titán es un rotwellier. Ni quién se le fuera a acercar si encima estaba chorreando la sangre… Perdón. Le tuve que abrir la boca con un palo. Ya ve que muerden y no sueltan. Me agarró el brazo —se arremangó la roja manga con vampiros para mostrarme la línea de colmillos en su codo bajo la costra de detergente mugriento—. Dolió harto, pero ¡PUM! —pateó en el aire dos, tres veces—. ¡Y ahí sí me soltó! —la alegría le duró unos segundos—. No dejé que Keyla supiera. Enterré a Princesa en el camellón de la López Portillo, frente al Burger King. Hay unos árboles bonitos, llenos de pájaros. Le gustaban los pájaros. Les maullaba para que bajaran a dejarse comer…
Y comenzó a imitar el maullido de la gatita, que era más bien una vibración del hocico. Sólo le faltaban los bigotitos. Y yo, masticando la feliz milanesa, sólo escuché en cada chasquido de su boca el golpe de los pétalos secos que Kevin, sentado en el borde de la cama, vería caer en incontables noches del futuro, como si fueran el lento metal de los eslabones de una cadena.
Comida la mitad que según las reglas me tocaba, envolví en servilletas el resto de la torta y guardé celosamente las monedas restantes en el monedero que me cuelgo en el resorte de la falda, junto a los Faros. Hicimos el camino de vuelta.
—¿Qué vamos a hacer?
—Decirle la verdad a tu novia.
—No es mi novia. Digo que qué hacemos con el Madrinas.
—¡Nada!
—¡Es un asesino! ¡Tenemos que ir con la policía! ¡Tienen que castigarlo por lo que hizo! ¿Qué le hizo Princesa a él? ¡Nada!
Dejó caer la bicicleta a media banqueta. Estaba claro que era una gran herramienta expresiva que el consumo de milanesa me había negado. Para hacerlo más ecce homo se tapó la cara para llorar.
—No chilles. Si vamos a la policía no nos van a creer. No tenemos pruebas…
—¡Encuéntrelas! ¡Usted es una detective! ¡Era una buena gatita! —se tapaba la cara con los brazos para que no viera sus lágrimas.
Mi amplia experiencia en el trato con niños me llevó a dejarlo solo, entrar a la tienda más cercana y comprar la coca y la leche. Cuando regresé, seguía llorando, pero recargado sobre el asiento de su bicicleta. Parecía rezar. Encendí un Faro y eché el humo sobre la cabeza del niño. Tosió y levantó unos ojos entre aturdidos y escandalizados.
—Fumar es malo para la salud y para el ambiente —se secó los mocos con la manga de la camisa.
—Volvamos a mi despacho: tengo un plan.
4
Le dije a Kevin que al día siguiente no se viniera por la López Portillo o le iban a robar la bicicleta. No me escuchó: estaba pegando de brincos para que ver si conseguía que así le revelara mi plan. ¡Claro que no tenía ninguno! Pero suena poca madre decir que lo tienes. Todo lo que se me ocurrió fue decirle que fuera al día siguiente, a las siete.
—¿De la mañana?
—La falta de proteínas te está comiendo el cerebro.
No habría dejado de brincar ni si le hubiera revelado lo que su olor a flores nuevas y marchitas me había mostrado. Bajó las escaleras montado en la bicicleta y, como era de esperar, otro guamazo. Rebotó sin sobarse, y se fue, feliz de que el plan —su plan— estuviera en marcha: el de salvar a Keyla con la felicidad de su venganza.
— ¡No te vengas por la avenida! —grité, sabiendo que valía para puros chiles. No hay nada más ciego que un niño enamorado: se tiran en el futuro con los ojos cerrados.
Y tenía otras cosas por hacer.
Sentada sobre mi mochila esperé la puesta de sol. Las reglas son las reglas. Cuando se escucharon los primeros aullidos de los perros y supe que el cielo estaba vacío de pájaros, saqué los restos de la torta y serví Coca y leche en vasos de plástico. Coloqué la torta al centro del círculo de ramas y dejé caer un chorrito de cada líquido sobre el piso ceniciento. Con oídos y corazón pegados a la tierra, agradecí el favor del cuervo que crea el cielo con su vuelo, del perro que agita los maizales, del conejo en la luna y del burrito que nombró a Jesús.
Repetí la plegaría, con otras especies y otras deudas, y en ningún momento abrí los ojos. Nunca podré acostumbrarme al sonido de sus alas, al replique de sus patas incontables, al alarido de lujuria con el que se encarnan. En la oscuridad prevalece el olfato que no nos abandona ni en la más honda profundidad. Tiene garras y colmillos, y los usa.
Cuando todo hubo terminado, de la torta no quedaba migaja. A lo lejos la pálida estampida se confundía con un trueno sobre las unidades habitacionales, los lotes baldíos y el fragor de los tráilers sobre la López Portillo, y no había ni nubes ni pájaros ni luna, y todos los perros habían callado y se escondían bajos las camas, en el fondo de las zotehuelas. Me abracé las rodillas respirando con dificultad: el aire arañaba como lleno de miles de pelos, de miles de plumas, de guano y de estiércol.
Me levanté y fui a mi casa a dormir.
5
Lo habían dejado como al Pato Lucas cuando se le atora el pico en el suelo, con una camiseta de The Cure. Además del puñetazo aún tenía las suelas de las botas marcadas en el pantalón. Cojeaba un poco.
—Eran tres.
—Te lo dije. ¿Quieres pasar a tu casa para ponerte merthiolate?
—No. Mi mamá está con su novio de visita. Es trailero —eso parecía explicar todo.
Doblamos por Dalias. Salchichonerías, mercerías, papelerías en las que se atendía por la ventana de la sala, con la mercancía acumulada sobre los sillones. Como había visto entre el ramalazo de sangre, la casa de Keyla era un estudio de tatuajes: daba fe una lona de plástico colgada al lado de la puerta con una Santa Muerte al estilo manga. Al pie de la lona, una jaula hechiza; los tubos que habían pertenecido a un puesto de tianguis unidos con goterones de soldadura. Dentro había enormes nudos de mecate para fortalecer la mordida.
—Ahí duerme el Titán. ¿Qué hacemos, entonces?
—Tócale —seguía sin tener la menor idea. Una cosa era oler el futuro y otra el agandalle en vivo de sociópatas. Lo dije para sacármelo de encima, pero el tarado escuincle tocó el timbre con admirable seguridad. Desde el interior se oyeron ladridos y una voz que urgía a Keyla a que viera quién chingados era.
Nos abrió en un vestido hecho con las cartulinas de una exposición sobre el cero, decorado con mariposas de papel de china naranja sujetas con seguros. Bizqueaba sin los lentes, pero igual se escandalizó por el aspecto de Kevin. Cuando me enfocó, levantó los bracitos para abrazarme.
—¡Yo sabía que la iba a encontrar!
Kevin puso cara de mártir en puchero.
—¡Tranquilos los dos! Escuchen bien: soy la tía Joaquina —¡qué pinches nombres cosecha la improvisación!— y soy veterinaria en servicio social.
—¿Mi tía? —dijeron los dos a coro señalándose el pecho.
La puerta al fondo de la casa se abrió entre ladridos y un miasma de Purina. Una patada vibró su estate quieto, y el perro soltó un gañido espantoso. En dos zancadas, tras librar el enorme sillón de dentista y la mesita con agujas y tintas que sofocaba la sala comedor, el Madrinas estuvo frente a nosotros tirando de la cadena del rottweiller. El bracito de Keyla desapareció entre los dedos manchados de tinta.
—¡Ya te dije que no estés hablando con la puerta abierta que se sale Titán! —la sacudió.
Entonces me descubrió y, tras ponerse en firmes, vino su escaneo. Quizá exageré con maquillarme el escote para que se vieran más grandes. Atrapé su mirada con mi mano extendida. Soltó a Keyla y la estrechó.
—¡Buenas tardes, señor Antonio! —“¿Cómo supo su…” ya iba Kevin, pero levanté mi ceja admonitoria—. Me llamó Jo… Jacqueline Cienfuegos y soy la TÍA DE KEVIN. Estoy haciendo mi servicio social vacunando a las mascotas de la zona gratuitamente. Entiendo que usted tiene un perro… —rematé babosamente.
—Mucho gusto —dijo el Madrinas, aturdido entre mi falda corta, los tacones que me doblaban las rodillas y la verborrea.
—¡Jacqueline! —dijeron los niños y sofocaron sus risitas como si se comieran las uñas.
—Respeto —les ordenó. Kevin le sostuvo la mirada, pero Keyla se agachó esperando el golpe—. Pues ahí te doy las gracias: Titán tiene todas sus vacunas. Es mi patrimonio. Lo cuido muy bien.
Apestaba a sudor y a perro. Los tatuajes de espinas y olas y sirenas y sables y revólveres ramificados le trepaban por los bíceps en escamas. Bajo la camiseta de hombros descubiertos, de un lado del cuello, un retrato de Titán al momento de lanzar la tarascada, y del otro lado, el ángel de alas descarnadas al que Princesa se había enfrentado.
—La Niña Blanca —le toqué el tatuaje con la punta de la uña.
—Tú sí sabes —no retiró la cara—. Pero, pues ya te digo, el perro está bien atendido.
—Se ve que sabes atender —hablaba de los dedos que se habían quedado marcados en el bracito de Keyla, pero la idea era que entendiera otra cosa.
—¿Por qué no se van a hacer pendejos a otra parte? —y la había entendido—. Esto de ser niñero… Te voy a dar un consejo: no andes con gente con hijos.
—¡La serpiente que entibia la tierra, las hormigas que hacen latir su centro me libren de ello!
Puso cara de qué hablas, y en ese momento Keyla y Kevin se escurrieron hacia la calle en silencio.
—¿A dónde vas con esa chingadera puesta? ¡Como si no te compráramos ropa!
—¡Su mamá es la que se la compra, usted ni tiene traba…! —esta vez levanté las dos cejas y Kevin zapateó sin acordarse de su pie lastimado.
—Es el mejor vestido que he visto en mi vida, Keyla. ¿Después me lo prestas, eh? —le acuné la carita entre las manos. Asintió como lo haría mucho tiempo después reflejada en su propia sangre por toda despedida del mundo—. Váyanse a jugar un poquito mientras hablo con Toño. VETE A JUGAR, KEVIN.
Mentaba madres o lo que quiera que hagan los vegetarianos cuando farfullan con los labios hinchados. Se fueron a sentar contra el cofre de una camioneta y Keyla le tocó los raspones. Kevin le mostró, pecho hinchado, la pernera marcada por las botas. Ella se llevó las manitas a la cara, aterrada. Le tocó el labio herido con una varita mágica que sabrá el Perro Amarillo de dónde sacó. Pensé en todas las flores que Kevin iba a comprar en los años por venir tratando de recuperar ese momento…
—A ese pinche escuincle le hace falta que le rompan la boca más seguido. ¿Quién se lo madreó? Ya sé que es tu sobrino, pero dime quién me hizo el favor, Jacky.
Sabía cómo tratar a una mujer. Puse mi cara de no me sonrojes y tras hacer un tierno mohín, le miré a los ojos.
—¿Cómo supiste que me dicen así?
Sonrió con dientes blancos y perfectos. Había abierto la puerta. Su sonrisa era otro tatuaje de Titán al momento de morder. Era tal su entusiasmo que no se había dado cuenta de que, durante todo ese tiempo, su perro había reculado, tirando de la cadena en silencio, suplicante.
6
Volvimos a la caseta quemada. Los últimos pájaros (una línea de garzas blancas, zanates, pequeños gorriones) urgían el vuelo a los contados árboles. Los perros ladraban ocultos tras las puertas y los arbustos.
—¿De qué hablaron usted y el Madrinas?
—De cosas de hombres y de mujeres.
—¿No se estará enamorando de él? A mí me pareció que en lugar de hacer eso que dice usted que hace con la nariz, se lo estaba ligando.
—Mi olfato no funciona si no lo llevo a un recinto. ¿Seguro que no tienes que ir a tu casa, Kevin?
—Ya le dije que mi mamá está con su novio. Y se va a poner como loca cuando le diga lo de la bicicleta.
—Ve a casa de algún amigo.
—No tengo.
—Entonces desaparece por dos horas. No vemos a las once en el ciber de Magnolias y Dalias. Necesito que me ayudes a chatear con el Madrinas.
—¿No sabe chatear a su edad?
—Las computadoras se descomponen cuando las toco.
7
No hubo comida en la ofrenda para la manada pálida. Había perdido el crepúsculo que marca la tregua entre quien devora y quien perdura, y no agradecí al venado que crea el sendero con su huida, ni al ajolote al que debemos el agua en donde lo vivo y lo muerto se confunden. Me limité a tenderme en el piso e imite el chasquido con el que Princesa llamaba a los pájaros que crearon el cielo para que se dejaran comer y arañé y mordí el suelo hasta sangrar, de la manera que ella había defendido a su niña. A lo lejos, los perros aullaban, aterrados, entre las azoteas, desde las zotehuelas, hundidos hasta el lomo en los basurales. Y entre ellos estaba Titán.
8
El ciber estaba en una sala que se había extendido hasta la banqueta con la lona de un puesto de teléfonos celulares. El frente del negocio se dedicaba a las quesadillas y los pambazos. La doña recibió mis últimas monedas arcillosas con cara de asco. El olor a aceite quemado rivalizaba con el estruendo de las peseras que doblaban por Magnolias y con la pantalla plana al fondo de la casa. Pasaban una película de terror vieja. Un gato negro aterraba a una chica en negligé. Las computadoras estaban montadas en la mesa del comedor. Elegimos la única con cámara web.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Kevin, aunque éramos los únicos clientes.
—Tómame unas fotos con la cámara. Con el sillón de fondo, para que parezcan de verdad…
Kevin escribió (tras muchos esfuerzos gramaticales) “Detective de gatos” como profesión en mi perfil, pero el sistema no nos permitió poner “Perfumista vital” en religión. El primer y último estado de Jacky Cienfuegos era “Buscando comida para la estampida pálida”.
—¿Es una banda, como The Cure?
—Algo así. Su estruendo no te dejaría dormir. Ahora busca al Madrinas.
Había cincuenta, pero no nos dio trabajo: en su foto abrazaba al Titán. Era parte del grupo “Criadores Rottweilers de Coacalco” y de “Peleas Relámpago”. En una de sus fotos subidas con el celular se le veía arrodillado, sonriente, tratando de arrancar algo de las fauces de Titán, entre una multitud hecha de humo, sobre un suelo cubierto de aserrín apelmazado.
—Maldito hijo de la chin…
—Tu lengua, Kevin. ¿Qué dice su último estado?
—“Ahora llegan a la puerta disfrazadas de enfermeras” —con admirable esfuerzo Kevin contuvo los sollozos—. Tiene 50 likes y 40 comentarios. ¿Se los leo?
—No —no hacía falta oler el futuro para saber lo que los amigos del Madrinas opinaban sobre mi visita—. Vamos a mandarle un mensaje privado. Escribe: “Me ofendes: ¿te parezco una enfermera?” Y adjunta la segunda foto. Parezco con zeta.
—¿En la que se le ve el brassier?
—Esa.
El Madrinas tardó 15 segundos en mandarme una petición de amistad. En la tele, una a una, las asesinas del gato iban muriendo de formas creativas.
—¡Nos abrió el chat! “Hola, enojona”. ¡Quiere que le pongamos la cámara web!
Arrastré mi silla hasta ponerme al lado de Kevin. Leí.
—Dile que no, que estoy fachosa —leí la respuesta—. Dile que me quedé con ganas de hablar más. Dile que no me puedo olvidar de sus tatuajes. Pregúntale a qué gimnasio va. Dile que no quiero que piense que soy una lanzada. Con zeta —leí—. Dile que a veces los sentimientos nos sorprenden. Dile que también yo —leí—. Dile que ¿y la mamá de Keyla? —leí—. Dile que aunque nada más esté con ella mientras encuentra un lugar yo no quiero lastimar a nadie —leí—. Dile que a mí también me gustaría hablar todo esto en persona—. Dile que cuándo —leí—. Dile que si le importo venga ahora a mi casa…
Kevin dejó de teclear. Los ojos se le iban de una lado a otro y no supo si gritar o pegarme con el mouse. Le puse un dedo sobre la boca.
—Hazlo. Escribe: “Si crees que te importo, ven”. Escribe mi dirección. Ven con uve.
9
Caminamos sobre Magnolias hasta la Avenida López Portillo. Kevin ni siquiera me miraba. La boca se le había puesto espantosa, más Popeye.
—Mejor habla o se te va a reventar el labio…
—Todo esto para que usted resultara una tumbamaridos.
—No está casado. Y ahora vete a tu casa.
—No la voy a dejar sola con el Madrinas.
—No voy a estar sola… —me reí. No debí, pero el rumor de la manada pálida vibraba bajo el ruido del tráfico y del viento.
—¡Ya quisiera! —y se fue corriendo antes de que viera sus lágrimas de desengaño.
Corrió frente a las canchas de fútbol abandonadas, los restaurantes cerrados, las casas de empeño que regalaban globos para los niños. Su pequeña figura se recortó contra los anuncios luminosos que, en lugar del alumbrado público, perfilaban la avenida: Comercial Mexicana, Farmacia Simi, Liverpool, y más allá de todas, la del Burger King.
No había tiempo para cursilerías: me quedaba una hora de caminata. Es otra de las reglas. Me quité los zapatos. Ahora sí: adiós a la medias. A mi paso, los perros aterrados y los nidos en árboles y cornisas guardaban silencio. Cerca de Tequex un tráiler bajó la marcha hasta ponerse a mi par. Desde la ventanilla el chofer me hacía promesas y reclamos a voz en cuello y con el claxon. Como seguí adelante con la vista fija, gritó que me iban a encontrar encobijada, cortada en pedazos, abierta de patas en el maizal. Aceleró y le perdí de vista.
Zapatos en mano seguí adelante.
10
El Madrinas me hizo salir a claxonazos de mi casa iluminada. No hacía falta, pues ya había escuchado los ladridos de Titán. Los faros de la 4×4 me deslumbraron y tras el socaire de mi brazo en alto lo vi jalonear al perro.
—Déjalo en el coche, tiene miedo…
—¡Que no mame, pinche puto! —le cerró la portezuela de golpe, y entonces, tras el cristal, Titán me lanzó las tarascadas. A su pobre modo era tan fiel como Princesa—. Aunque a la mejor él no es el único que debería tener miedo ahorita…
—Aunque lo digas como chiste, de verdad deberías temerme, y no lo digo por mi facha.
Me señaló con un gesto de pa´ su mecha. Yo estaba hecha una Santa Virgen: las medias reventadas en los pies, el cabello cuajado y los ojos amapachados… Igual sus brazos me envolvieron. Bajé la cabeza para evitar el beso.
—¿A poco ya te echaste para atrás?
—No es eso… Me da pena aquí. Mejor vamos para adentro.
—Si quieres damos antes una vuelta en la troca… —mis carcajadas lo hicieron apretarme por la cintura—. ¿A poco no es suficiente para ti?
—No va a volver a arrancar si me subo…
—Tienes tus kilitos, pero no exageres. A mí me gustas así. ¿Se te fue la luz?
—Nada de energía eléctrica. Otra de las reglas. ¿Entramos o ya te arrepentiste porque estoy gorda?
Me zafé de sus brazos y su pestilencia a celo y gasolina.
—Pues mejor, porque parece que va a llover.
Detrás, de lejos, de todas partes, el rumor bajo de la manada pálida, que se parece al trueno, aunque no hubiera una sola nube en el cielo, ni luna. Entré al salón iluminado por las velas. Le escuché cerrar las puertas detrás de mí.
—¡Ay, buey! ¿Se te quemó algo?
Le señalé la pared en la que mi mamá había reunido los muebles y todo objeto combustible después de mi profecía. El humo había dejado marcados los sitios de los retratos y los cuadros. Debajo del montón de madera carbonizada, los cuerpos de mis peluches y muñecas con los ojos derretidos, la serpentina chamuscada de mi vestido de Primera Comunión.
—¿Y eso?
—Mi mamá no me dejó ir a una fiesta, y le dije que olía a mar y algas, y que lo último que vería sería el cielo de los ahogados, donde los peces son ángeles y la luz huele a sal. ¿Tú qué sabes de los ángeles, Madrinas?
Me le fui encima y le abrí la camisa con las garritas de Princesa, mordí su pecho con los dientes aún sin filo de la gatita. Y aspiré su pestilencia: el ramalazo a sangre y semen fue tal que pegué mi boca a su pecho para no vomitar. Me repegó por la nuca contra el piercing de su pezón.
—Así, mi vida, así…
Firme, suave, me separé. Era tal la sinceridad del deseo que le aniñaba la cara que casi tuve lástima por él.
—Tengo que confesarte algo: soy una detective de gatos. Puedo oler el futuro. Puedo saber lo que va a pasar. Y a veces…
—Más bien querrás decir una gatita… —intentó besarme pero le contuve con una mano que era la zarpa de Princesa, y me escurrí a sus espaldas con la suave ondulación del aire en que la gatita sabía convertirse, y le mordí el hombro con todo mi asco.
—¿Qué te pasa, pinche puta? —el madrazo me tumbó de espaldas. Intenté arrastrarme con los codos, pero la fuerza con la que me abrió las piernas y desgarró los restos de mis medias me apuntaló sin remedio. Entonces gritó y se alejó apretándose el brazo.
Princesa cayó grácilmente entre nosotros. Una gota de sangre en los bigotes.
A la luz de las velas, el siguiente gato se sacudió las cenizas como si lo hubiera sorprendido el aguacero y sus ojos de madera brillaron metálicos: era Perlo. Detrás vinieron Micifuz, Fideo, Chancludo y Rubio. Y detrás otros miembros de la manada pálida. Fui diciendo sus nombres mientras me ponía de pie. A cada paso, la madera reverdecía en sus huesos y tuvieron la fuerza para erguirse y saltar a los antepechos y las repisas con un siseo de hojas. Dichosos de haber dejado atrás las pedradas, el veneno, los autos y el hambre se restregaron contra mis pantorrillas, agradecidos por la oportunidad de otra cacería.
El Madrinas sacó el arma que llevaba entre la cintura y el pantalón. Un movimiento estudiado, profesional, aunque su revólver era hechizo, encarnado en los tubos que habían pertenecido a un puesto de tianguis. No despegaba los ojos de la minúscula sombra a sus pies. Princesa abrió la boquita y emitió el chasquido con el que pedía a sus presas que se dejaran devorar.
—La mataste porque temías que despertara a Keyla, ¿verdad? Los gatos no huelen el futuro, pero distinguen la crueldad. ¿Tú conoces la diferencia, Madrinas? ¿Por qué entras cada noche en el cuarto de Keyla?
El estampido del disparo casi me tiró de espaldas de nuevo. Disparó toda la carga, pero apenas se escucharon los retumbos entre el rumor que nos envolvía. Ninguno de los gatos se movió. Era como disparar a un tronco.
—En tu lugar no lo intentaría de nuevo: tienen hambre. Yo sé qué es lo que te hace ir cada noche al cuarto de Keyla. Yo sé por qué irás cada noche hasta… Puedo oler el futuro y el tuyo apesta a crueldad… A eso que te trajo aquí y que llamas amor. Ahora te dices que lo haces por los celos. ¿Por qué vas a mantener a la hija de otro pendejo? Te quedas en la puerta viéndola dormir: te sientes sobajado aunque no gastes un centavo en ella. Es su mera existencia lo que te corroe. Otro anduvo cogiéndose lo tuyo, Antonio.
El sudor, el calor y los dedos temblorosos hicieron que el Madrinas errara la burda recámara del revólver y las balas se le cayeron entre los hambrientos. No tuvo el coraje de rebuscarlas entre sus cuerpos.
—Hasta que… el amor. Y es que el tiempo se ensaña con su madre. Ya le cuelgan. ¿Qué culpa tienes de que la mamá no se cuide? Eres un hombre y tienes necesidades…
—¡Ya párale con las pendejadas!
Es mentira que arrojen la pistola. Se aferran a ella. Se lo pensó mejor y se agachó a rebuscar las balas. Gritó cuando Princesa saltó sobre su boca y los demás le treparon como una flama. Masticaron, sólo un poco. Les retiré uno por uno, con una caricia, con un beso, con mano firme para los más necios. Arrastré al Madrinas hasta dejarlo sentado contra la pared bajo la mancha blanca donde había estado mi retrato de XV años.
—Esa noche te dejaste llevar por el arranque, pero la gatita… Lo bueno es que ya nadie te va a impedir que entres a su cuarto cuando su mamá no está. Al fin que es igual que ella y le gusta lo mismo. Para que vaya sabiendo, nada más que pruebe. Al fin que la pinche escuincla ya sabe, todas lo saben…
Le lamí la sangre de la cara. Se levantó e intentó trepar al tragaluz. Las repisas se vinieron abajo y cayó entre Rey del Mundo, Silvestre, Gato, Chicho, Manchitas y Capi. Los arañazos como una extensión de los tatuajes.
—Y en algún punto te dirás que es amor. Que la sangre que te inflama la verga es amor. Y le vas a ordenar que guarde el secreto. El secreto del amor.
Se arrastró hasta mis pies. Ciego me abrazó de las rodillas. Suplicó. Tomé su rostro entre mis manos.
—Amor, Antonio. Y Keyla sólo será la primera.
—¡No me maten!
—Esta noche no. Pero recuerda: los hombres son crueles en todas partes. Y la manada pálida está ahí. Estará en donde quiera que huyas. Y esta noche sólo convoqué a los gatos. Hay otros… peores. Tu alma se licuaría al ver la cara del Conejo.
—¡Yo me voy, Jacky! ¡Te juro que me voy y no vuelves a saber de mí!
—Vas a irte, sí, pero antes vas a hacernos unos favores. Para empezar: dame tu cartera.
11
Los esperé en el Burger King comiéndome una con disco de queso. Llegaron en la nueva bicicleta de Kevin. Keyla aferrada a su cintura y de riguroso luto. Pétalos de rosas subían y bajaban por el vestido negro adherido con seguros. Remató el outfit con unas alas de ángel hechas de algodón que, desde mi punto de vista, eran excesivas. Me abrazó a mitad del bocado. Sentí sus lágrimas contra mi mejilla. Le di de palmaditas en la espalda.
—No hace falta que tú también llores, Kevin.
—¡No estoy llorando —parecía una plañidera a sueldo.
—Tengo que ir a recomponerme, señora —Keyla me mostró su estuche de maquillajes. Todos ellos con brillitos—. Voy al baño un segundo.
Cuando estuvimos solos, le pasé la caja a Kevin. La gatita negra asomó entre las virutas de periódico. La tomó entre sus manos sin mediar palabra.
—Le vamos a poner como usted.
—Cienfuegos es un pésimo nombre para una gata. Se llama Pétalo. ¿Escribiste la carta?
Dejó a la gata con un pavoroso cuidado en la caja. Se chupó la cicatriz del labio.
—Escribí lo que el Madrinas me dijo cuando me dio la bicicleta. ¿A dónde se fue? Dice Keyla que hasta desmontó su silla de tatuador y que no le contesta las llamadas a su mamá. No saben qué hacer con el perro.
—Lo venderá. Es de buena raza. Un buen negocio. Diles que ya no lo metan a la jaula.
—¡El pobre no quiere salir de la zotehuela! Hasta me da pena.
—Debes sentir pena por él, Kevin. ¿Le diste la carta?
Se puso todo rojo. Le dio comezón por todo el cuerpo. Se rió tirando baba.
—Sí… pero no me preguntó nada… Se me hace que la va a perder.
—No va a perderla, Kevin. Y nunca le compres flores a nadie que no sea a Keyla.
—¿Flores? —Keyla parecía un payaso, pero el dolor nos pone erráticos.
Le entregué el ramo de rosas blancas. El contenido de la cartera del Madrinas había sido generoso. Aún me quedaban algunas deliciosas medias comidas antes del siguiente caso. Entonces Keyla notó la caja sobre la mesa y pegó el obligado grito antes de sofocar al pobre animal con besos.
—¿Es mía?
Keyla depositó a Pétalo en su caja, ceremoniosa.
—Gracias, pero antes tengo que despedirme de Princesita.
Guardé la mitad de la hamburguesa y cruzamos al camellón. El sitio en que Kevin había sepultado a Princesa, al pie de un tronco, estaba marcado con una cruz hecha con palitos de paleta. Keyla acomodó las flores mientras Kevin le juntaba las patitas a Pétalo, como si rezara.
Arriba, entre las ramas del árbol, decenas de garzas se posaron, acomodando su cuerpo de algodón apretujado, unas contra otras, como si de ese modo pudieran sustituir al follaje enfermo.