Tierra Adentro
El árbol. 4. Isidro R. Esquivel

Para diseccionar lo innombrable, se necesita un escalpelo.

Michel Houellebecq

El sonido plañidero de una sirena se filtró por los resquicios de la habitación advirtiendo el inminente ataque aéreo, pero se encandiló por lo blanco de las paredes y se ahogó en el éter que flotaba en el ambiente.

El doctor Heimlich, ajeno a lo que ocurría afuera, ajustó el cubre-boca y se colocó los guantes quirúrgicos. La blancura inmaculada que irradiaba su cuerpo hacía pensar en un santo o en un fantasma, pero sus ojos negros encendidos delataban su origen terrenal. Eligió un escalpelo de la charola y se acercó a la camilla, donde una mujer se arqueaba.

—¡Eres hermoso! —exclamó con los ojos aun más encendidos— Pero serás perfecto  —murmuró mientras cortaba el cordón umbilical.

La mujer abrió los ojos y, al ver a su hijo en las manos de aquel extraño ser resplandeciente, sacudió brazos y piernas, tratando de librarse de los amarres de cuero que la tenían sujeta a la camilla.

—¡Monstruo! ¡Eres un monstruo!

Los gritos de la mujer se mezclaban con el llanto de la criatura.

Inmune al caos acústico en que se había convertido su quirófano, colocó al recién nacido sobre la fría mesa de disección y cogió una jeringa de la charola.

—Suficiente —ordenó mientras clavaba la jeringa en el pecho de la mujer.

Rimel corrido, uñas rojas descarapeladas.

A los pocos segundos la mujer dejó de retorcerse y el recién nacido, de llorar.

Se despojó de los guantes quirúrgicos y comenzó a escribir, con calma y caligrafía perfecta, en una bitácora. Cuando llevaba más de dos hojas, levantó la mirada, fijándola en la mesa de disección.

—Te llamarás Hans.

Después de escribir dos hojas más, cogió la cámara fotográfica y disparó varias veces, enfocando al pequeño Hans, quien intentaba chuparse el dedo gordo de su pie izquierdo.

Salió del quirófano empujando la camilla. La mujer yacía inmóvil, escurriéndole sangre de las comisuras de los labios.

—Al rato regreso, Hans.

La puerta se cerró y se escuchó una explosión que estremeció las paredes blancas del quirófano.

 

 

Las luces se encendieron iluminando la habitación, sin ventanas ni muebles, de paredes blancas. En un rincón había un escusado y una regadera a presión. Sobre la única puerta colgaba una bocina y dos tubos. En el centro, una incubadora. A lo lejos se escuchaba, aunque amortiguado, el llanto de la sirena.

El doctor Heimlich, ataviado con su resplandeciente bata blanca y su cubre-boca, que sólo permitía verle los ojos y el cabello del mismo color, entró a la habitación empujando un carrito que transportaba la charola de instrumental.

La irrupción provocó que Hans comenzara a llorar, pero el doctor, inmutable como siempre, cogió una mamila y se acercó lentamente a la incubadora.

Los bracitos rechonchos de Hans se estiraron, buscando aferrarse de la botella de cristal. El llanto fue sustituido por el sonido de la deglución. Al terminarse la leche tibia, el doctor Heimlich retiró la mamila y se colocó los guantes quirúrgicos. Hans balbuceaba alegremente hasta que el doctor lo inyectó en uno de sus bracitos. Mientras el contenido ámbar de la jeringa surtía efecto, aplicó yodo a todo el instrumental de la charola. Cuando Hans dejó de balbucear y descansaba lánguido a su lado, se acercó de nuevo sosteniendo escalpelo y tijeras.

Los movimientos del doctor eran firmes, pero suaves. Sólo se escuchaba el chasquido de las tijeras y el sonido inconfundible de la piel al rasgarse.

Colocó el intrumental ensangrentado sobre la charola y se retiró los guantes quirúrgicos. Luego cogió un trozo de venda y se acercó a la incubadora.

—Listo.

Salió de la habitación empujando el carrito. Al cerrarse la puerta, las luces se apagaron y, no tan lejos, se escucharon rágafas de armas de fuego y gente gritando.

 

 

Sí, padre, he recorrido mucho mundo; ¡gracias a Dios que respiro de nuevo aire fresco!

La voz suave y monótona del doctor Heimlich provenía de la bocina colgada sobre la puerta. La habitación estaba iluminada y lucía exactamente igual, salvo que en el centro ya no estaba la incubadora, sino una pequeña cama.

¿Por dónde has estado? ¡Ah!, padre, estuve en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo; ahora estoy con vosotros.

Hans balbuceaba, humedeciendo la venda que sólo dejaba al descubierto boca, nariz y ojos, y movía sus pequeños dedos, como si se tratasen del ratón, de la vaca y del lobo.

Y no te volveremos  a vender ni por todo el oro del mundo.

—Es hora de dormir —concluyó el doctor Heimlich mientras se apagaban las luces.

 

 

Los balbuceos de Hans y el sonido de las sirenas creaban una extraña melodía. Las luces de la habitación se encendieron cuando el doctor Heimlich entró empujando el carrito. De nueva cuenta lucía su bata blanca inmaculada y su cubre-boca, que dejaba escapar algunos mechones de su cabello negro. Se colocó los guantes quirúrgicos, inyectó a Hans, cogió el escalpelo y las tijeras. A los pocos minutos regresaron ensangrentados a la charola. Impregnó yodo en varias bolitas de algodón y las aplicó sobre el rostro de Hans, quien comenzó a llorar.

—Ya, ya —le dijo con voz tranquilizadora mientras se quitaba los guantes quirúrgicos para escribir en la bitácora y fotografiarlo. Al terminar, cortó un trozo de venda con el que cubrió el rostro de Hans y salió empujando el carrito.

Se apagaron las luces y la oscuridad llenó la habitación, sólo se colaba el sonido de los helicóperos sobrevolando la zona.

 

 

Colocó el disco de acetato en el gramófono y se sentó en el sillón mientras tarareaba la melodía de Claro de luna de Beethoven. En una mano sostenía un vaso con whisky y con la otra se mecía el cabello, que comenzaba a teñirse de gris.

 

 

El haz de luz atravesaba la habitación hasta chocar con una de las paredes blancas, donde se extendía proyectando la letra V.

—Ve —se escuchó la voz clara y firme del doctor Heimlich a través de la bocina.

—Ve —contestó Hans desde la cama. Estaba sentado, abrazándose las rodillas. Las vendas con manchas de sangre.

En la pared se proyectó la letra W.

—Doble ve.

—Droble ve.

—¡Doble ve! —el doctor repitió con voz enérgica.

—Doble ve.

El haz de luz desapareció al terminar el abecedario.

—Es hora de dormir.

—No… —murmuró Hans.

—¿Dijiste algo, Hans?

—No, señor.

 

 

Hans, visitiendo únicamente una camisola blanca y su inseparable venda sobre el rostro, corría por la habitación saltando la cama en cada vuelta.

—Ahora con la pelota —se escuchó la voz del doctor Heimlich a través de la bocina.

Cogió la pelota de cuero que estaba sobre la cama y la sostuvo entre sus brazos mientras hacía flexiones.

—Suficiente: a bañarse.

Soltó la pelota y caminó hacia el rincón. Se desnudó, dejando al descubierto una espalda aun más blanca que la camisola. Se despojó lentamente de la venda que cubría su rostro y jaló la cadena.

El agua fría a presión lo hizo titiritar.

 

 

… La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que ella había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos…

Hans recitaba a todo pulmón para poder escucharse ante el sonido ensordecedor de la sirena.

… Pregunté a una vieja criada, que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje. ¡Ah, mi pequeño Nataniel!, me contestó, ¿No lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre…

Se llevó la mano al rostro para descubrir que sangraba a través de la venda.

… Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos…

Se detuvo, mirando fijamente la lámpara que colgaba del techo.

—Hora de dormir.

—¡No quiero dormir! ¡Lo que quiero es salir de esta horrible habitación, ver la luna, conocer a mi madre! —contestó Hans, azotando el libro— ¡Y que me quites esta horrorosa venda! —concluyó con voz entrecortada, arrancándose violentamente la venda que cubría su rostro.

Un gas amarillento se liberó de uno de los tubos que colgaba encima de la puerta. Hans comenzó a toser y a frotarse los ojos. A los pocos segundos cayó inconsciente en el piso. El tubo dejó de expulsar el gas, que ya se había apoderado de la habitación, enturbiando la vista.

El doctor Heimlich entró empujando el carrito, pero esa vez portaba una máscara anti-gas. Cargó a Hans y lo colocó sobre la cama. Cortó la venda que cubría su rostro.

—Ya eres perfecto, Hans —murmuró, manos temblorosas, mirada encendida. Apuntó en la bitácora y fotografió su rostro, que limpió con bolitas de algodón impregandas con yodo, para luego cubrirlo con una venda nueva.

Cuando el doctor Heimlich se retiraba, una explosión sacudió el piso haciéndolo perder el equilibrio, pero logró mantenerse en pie. Se quedó inmóvil un par de minutos y salió de la habitación empujando el carrito. Al cerrarse la puerta, las luces se apagaron.

 

 

Escuchaba la triste melodía de un organillo. Percibía el olor a estiércol y aserrín. Dos rostros, que no eran los de sus padres, se asomaron a su cuna. Miradas encendidas, sonrisas dibujándose en su piel rosa y arrugada. Lo levantaron. Su madre lloraba. Su padre dijo unas cuantas palabras y lo cubrió con una cobija. El organillo, el olor a estiércol y aserrín, los rostros y las voces de sus padres se disolvieron hasta ser un simple punto de colores que se aparecía de vez en cuando en sus sueños.

 

 

Hans despertó exaltado: el sonido de pasos apresurados retumbaba en el techo de la habitación, que se encontraba en oscuridad total, salvo por un círculo de luz casi imperceptible encima de la cama. Estirándose al máximo, logró asomar un ojo por el agujero, pero sólo vio reflejado su propio ojo. Pegó el oído en la pared.

—¡No!

Hans cayó de la cama. La voz era tan fuerte y tan diferente de la del doctor Heimlich que lo hizo temblar. El miedo lo abrazó para que no se levantara, pero la curiosidad le tendió su mano. Volvió a pegar el oído en la pared.

—¡Que no!

La voz angustiosa puso nervioso a Hans. Caminó de un lado a otro de la habitación sin saber bien qué hacer. Urgencia cosquilleando en su pecho, en su mente. Se detuvo frente a la cama. Tanteó la estructura hasta dar con una de sus patas metálicas. Se tumbó en el piso y encontró el tornillo que la mantenía fija. Intentó desatornillarla utilizando la uña de su pulgar, pero a medio camino se le quebró. Aunque no podía verla, sintió la lengua cálida de la sangre besando su mano. Se llevó el pulgar a la boca y el sabor ferroso lo colmó de un entusiasmo inusitado. Sacudió la pata de la cama con toda su fuerza hasta que se desprendió de la estructura. Se subió a la cama y golpeó el pequeño agujero que, con cada golpe, se fue agrandando hasta lograr el espacio suficiente para que Hans metiera la mano. La pared falsa se cayó a trozos y Hans salió de la habitación.

 

 

Encontró a la mujer en el mismo lugar donde encontró a las otras. Silencio desgajándose de las paredes. Apenas sus pasos retumbaron en el callejón, sombras se desprendieron de los postes de luz, de los cubos de basura. Le enseñó un fajo de billetes a la primera que se acercó y se dio media vuelta.

 

 

El pasillo estaba ligeramente iluminado por la luz de la luna que se colaba por una ventana alta. Hans estiró la mano, fingiendo que la tocaba. Permaneció embelesado hasta que escuchó de nuevo los pasos y las voces. Tanteó las paredes hasta dar con un interruptor. El pasillo se iluminó de una luz blanca, estéril. En el piso yacía destrozado un proyector. Al fondo, una escalera de caracol lo llamaba.

Al pie de la escalera encontró un espejo de marco dorado. Miró su reflejo mientras se arrancaba la venda. Su rostro era hermoso, delicado, muy blanco; cicatrices casi imperceptibles en la frente y en el mentón; la cabeza rapada.

Se acarició el rostro una y otra vez con la mirada encendida.

—¡Suéltame!

Subió la escalera.

Comenzó a llover, primero unas cuantas gotas golpeteando las ventanas, luego un aguacero que se colaba por las goteras y que amenazaba con reblandecer los cimientos de la vieja construcción.

 

 

Dos sombras forcejeaban. La más grande llevaba una jeringa en la mano que intentaba encajar en la más pequeña, que cargaba una bolsa y escupía maldiciones. La más grande soltó la jeringa e impactó a las más pequeña con un puñetazo en el rostro, haciéndola caer. Diversos objetos del interior de la bolsa rodaron por el piso.

 

 

Hans encendió la luz.

Luz cálida, hogareña, que se se escurría por toda la habitación. Piso alfombrado, paredes llenas de libros. Una chimenea al fondo, donde el fuego crepitaba plácidamente. Un reloj cucú que marcaba las 5:45 y un gramófono reluciente en el rincón.

La sombra más grande se acercó. El corazón de Hans palpitaba con furia.

—Hans…

El doctor Heimlich se quitó el sombrero, dejando que la luz iluminara su rostro atiborrado de cicatrices, con trozos de piel de diferentes colores. Abrió la boca para decir algo, pero el sonido estridente de la sirena se lo impidió. Hans dio un paso hacia atrás, con el rostro desencajado, los ojos a punto de escapar de sus cuencas. El doctor comprendió la reacción y se llevó una mano al rostro y con la otra buscó desesperado el cubre-boca en la bolsa de la gabardina.

—¡Monstruo! ¡Eres un monstruo!

La mujer, desde el piso, disparó al doctor Heimlich. Hans se tiró detrás de un librero, cubriéndose los oídos. El doctor se quedó inmóvil, luego, al ver que la mujer volvía a jalar el gatillo, se acercó y pateó la pistola, que cayó cerca de un librero. Cogió un atizador de la chimenea y lo encajó varias veces en el vientre de la mujer.

Recuperando el aliento, miró a Hans, quien lo apuntaba con la pistola. Soltó el atizador y se acercó al niño con las manos extendidas.

Hans cayó al piso después de jalar el gatillo. El disparo reverberó en la habitación, alojándose en sus oídos. Se levantó. La pistola pegada a su mano, quemando la piel; olor a pólvora, que lo hizo restregarse la nariz. Debajo de los cuerpos del doctor Heimlich y de la mujer, un charco carmesí se extendía sobre la alfombra.

Evitando mirar los cuerpos, Hans recorrió la habitación, acariciando los lomos de los libros. Se detuvo frente a la chimenea, permitiendo que el calor de las llamas sofocara el temblor de su cuerpo. Encima, una pintura al óleo mostraba a una pareja de doctores, de rostros rosas y arrugados. DOCTORES HEIMLICH, leyó en una placa dorada incrustada en el marco de madera. Luego se acercó al gramófono. Manipuló todos los interruptores hasta que sonó la novena sinfonía de Beethoven. A su lado encontró un micrófono y un tubo, por el que miró el interior de su habitación.

Sobre una mesa baja encontró un maletín de cuero y dos bitácoras. Desdeñó el maletín al darse cuenta que guardaba instrumental quirúrgico y se concentró en las bitácoras. Una llevaba, en letra dorada y cursiva, por título HANS y la otra, FRIEDA. Cogió la de su nombre. Apuntes, dibujos, recortes de periódicos y fotografías.

Fotografías que mostraban a un bebé con el rostro deforme, invadido por tumores que, foto tras foto, iban desapareciendo y el bebé aumentando de tamaño, hasta llegar a la última, que mostraba a Hans como lucía actualmente.

Soltó la bitácora y caminó de nueva cuenta por la habitación, tratando de dilucidar lo que había pasado. Se detuvo al ver una fotografía enmarcada que colgaba de una de las paredes. El vidrio estaba roto y la foto agujerada. Mostraba a la misma pareja de doctores de la pintura cargando a un bebé de rostro deforme y mirada triste. Detrás de ellos, un hombre y una mujer de rostros también deformes. Al fondo, la carpa de un circo. Al descolgarla, se percató de un agujero en la pared. Acercó un ojo, pero se alejó instintivamente al ver que otro ojo lo observaba. Cuando se recuperó de la impresión, el otro ojo había desaparecido. Con el mango de la pistola golpeó la pared.

 

 

Detrás de la pared falsa encontró una habitación idéntica a la suya: paredes blancas, sin ventanas, con una bocina y dos tubos colgando encima de la puerta, una pequeña cama al fondo, donde un par de ojos azules se asomaron tímidamente.

—Sal, no te haré daño —dijo Hans con voz suave.

Una niña de tres años salió del escondite. Vestía una camisola blanca y su rostro estaba lleno de tumores, salvo la mejilla izquierda, que sólo mostraba una cicatriz.

—¿Cómo te llamas?

—Frieda —contestó la niña.

—Yo soy Hans, ven —dijo soltando la pistola y estirando la mano.

 

 

Hans metió las bitácoras en el maletín de cuero, cargó a Frieda con un brazo y abrió la puerta. Los rayos solares los encandilaron. Miraron hacia un lado, hacia el otro. Edificios en llamas, gente gritando.

Salieron de la casa.

Al cerrarse la puerta, el techo se derrumbó.

La novena sinfonía dejó de sonar.

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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