Expedición Tierra Adentro.
Un viaje en Librobús
Día 3: Maravatío
24 de noviembre de 2015
Llegamos a Maravatío muy temprano y con tiempo suficiente así que decidimos explorar los alrededores a pie. Para llegar a la plaza Nicolás Bravo, donde nos esperaba el Librobús, tuvimos que atravesar un mercado ambulante. Ahí descubrimos algunas delicias michoacanas: bolsas de garbanzos tiernos (todavía verdes) con chile y limón, camote de cerro con chile y limón, esquites, pan de nata, corundas, fresas, zarzamoras.
Afuera del Mercado municipal Vinicio platicó con un viejo del pueblo que decía no ser mexicano sino francés, aunque no supo decirnos cómo fue que llegó a vivir a Maravatío. La iglesia, ubicada a un lado del mercado, nos recibió con un par de perros cachorros en la entrada y dos mujeres cantando alabanzas. Los diseños de las paredes y techo (azul, rosado y oro) tienen reminiscencias indígenas. Un trabajador nos dijo que la iglesia se construyó en 1528 así que probablemente era tequitqui.
En las calles encontramos carteles anunciando nuestro taller y a Gigi, la cuenta cuentos. Pero la gente estaba sorprendida con nuestra llegada como si trajéramos un circo de un lugar muy remoto. Nos preguntaban constantemente cuándo vamos a volver. Un par de hermanos corrieron a su casa a romper el cochinito. Trajeron todos sus ahorros –según nos contó su mamá mientras ellos pagaban sus libros– para comprar los ejemplares que les faltaban (3 y 5) de la colección El diario de Greg.
Gigi contó cuentos a pleno sol mientras los niños se escondían con sus sillas bajo la sobra de los arcos de la plaza. Al principio todos parecían seguir con su movimiento normal, pero cuando ella empezó, todos quedamos atrapados con sus historias: la escuchaban desde lejos las mujeres sentadas en las bancas, los adolescentes sentados en la fuente, los vendedores de los puestos ambulantes. Todos. Toda la plaza tenía los ojos y oídos puestos sobre ella.
Para nuestro libro comunitario los niños inventaron historias y dibujaron con pinturas y plumones lugares que caracterizan a Maravatío. Las mamás escribieron recetas, y los más grandes hicieron grabados. Dos mujeres mayores nos contaron leyendas antiguas que, a su vez, les habían contado sus abuelos. Después de escribir su historia y dibujar el paisaje de su pueblo, Felipe me pidió que le enseñara a dibujar una rosa. Me senté, tomé un papel y le mostré, trazo por trazo.
Después le pedí que tomara una hoja y la copiara, pero muy grande. La suya, desde luego, quedó mucho más bonita: la pintó de rojo, le hizo unas enormes y muy picudas espinas verdes al tallo y al final escribió: “Te quiero mamá”. Su enorme sonrisa, con la rosa en mano, llenó el resto de la tarde.