A David Ojeda
Quién hubiera pensado que tiempo después, la pequeña Margarita llegaría a romper el televisor. Nadie habría imaginado ese domingo en que miraba el partido de futbol: ella escuchó la porra, “a-la-cachi-cachi-porra. Pim-pom-gorda. Pim-pom-gorda. Universidad. Gorda”. Y sin pensarlo dos veces, con un florero despedazó a los porristas.
Tendría cinco años Margarita cuando se dio cuenta de que era gorda. Fue la tarde de un sábado. Luego de bañarse, mientras miraba su figurita en el tocador, descubrió con asombro que todo su cuerpo era redondo, como la sonaja de esferas de la niña de la vecina. Desde esa vez empezó a odiar los espejos, y nunca más quiso volver a escuchar del cuento de la bruja que tenía un espejito mágico.
Gorda, gorda le decían en voz baja los aparadores de las tiendas, y en todos los vidrios ella miraba un globo con vestido.
Aunque Margarita no entendía muy bien las desventajas de la gordura, se imaginaba que era malo, que no era de buena suerte, pues si jugaban a los encantados, ella todo el tiempo tenía que quedarse en el mismo lugar, encantada, sin moverse, engordando más.
Margaritona panzona, le gritaba siempre desde la ventana una niña flaca y despeinada, todas las mañanas cuando ella iba para la escuela. Muchas veces la profesora castigó a Margarita por llegar tarde; y es que para no encontrarse con la maldosa había que dar grandes rodeos.
Entre el terror a los insultos, y los más severos principios religiosos, el miedo a los espejos y a las burlas de sus compañeros, Margarita iba creciendo. A los diez años empezó a tener crisis de misticismo; se ponía a rogar fervorosamente por un milagro, se hincaba sobre piedritas a rezar el rosario, y a veces, por estar pidiendo a los santos que cuando saliera el sol ella estuviera delgada, no dormía en toda la noche.
Más de un año rezó incansable, y comuniones, y misas, y novenarios, y miles de oraciones, y ayunos, y azotes, y se amarraba un áspero cordel en la cintura, y, en fin, todas las penitencias que la iglesia recomienda. Así hasta que una vez tuvo un sueño.
SUEÑO
Se apareció la santísima trinidad, el padre, el hijo, y el espíritu santo, los tres de carne y hueso, y un pedazo de pescuezo como dicen los niños. El padre era un hombre maduro, bigotón, con un hábito café; el hijo, un muchachito con el pelo dorado y una túnica blanca; el espíritu santo, viejísimo, con un sarape y en una silla de ruedas, casi el puro espíritu sin nada de santo. Aparecieron frente a Margarita que traía en la cabeza una corona de espinas y en la cintura un cordel ensangrentado, en una mano un rosario, en la otra un escapulario, y en las bolsas de su vestido dos libros: La Sagrada Biblia y La Santa Cruz de Caravaca. Lo que sigue debe cantarse como un corrido: “Ella cayó de rodillas/ postrada y de hinojos/ pidiendo un favor/ que le quitaran las llantas/ que la hicieran flaca/ por el amor de dios”. Fuera mariachis. El hijo al verla que se empieza a reír, y a decirle gorda, albóndiga, pelota; el padre con una bofetada hizo callar al niño, y jalándolo de la oreja “discúlpame pequeña, pero no puedo ayudarte, tengo muchos problemas (con María)”, y se alejaron. Sólo quedaba el espíritu santo, y éste, con la voz cansada, le dio a entender que su vejez le impedía prestar auxilio a ningún cristiano; dicho esto comenzó a mover los brazos y se fue, haciendo girar las ruedas de su relumbrante silla trabajosamente. Esa mañana al despertar, la niña quemó todas sus estampas.
Desesperada, la madre llegó a utilizar técnicas de propaganda como las que usa el gobierno; pegaba en todas las paredes de la casa, lemas contra los flacos y a favor de los gordos, y posters de horribles hombres y mujeres de armoniosos cuerpos. Bueno, hasta una carta le mandó al señor obispo, suplicando que enviará un mensaje para Margarita, amenazándola con la excomunión si no comía.
Gorda, gorda, gorda y no la querían, y ella se quedaba en los rincones, como pelota con la que nadie juega.
Una vez el diablo se le apareció, fue en el cuarto de atrás, donde ella tenía su escondite, acariciándole el pelo con su roja mano, le estuvo explicando que no había problema, que las gentes obesas también pueden gozar, que no se creyera de la moda ni de los comerciantes. Ella lo escuchaba con atención, pero como el demonio al hablar, con la punta de la cola, le estuvo haciendo cosquillas en la panocha, Margarita sintió pena y mejor se fue por el agua bendita.
Cuando las quince primaveras llegaron al calendario de Margarita, y le dijeron que hoy es día de la edad de las ilusiones, su mamá le hizo una fiesta a la que asistieron puros gordos y gordas; quería que su hija viera que también ellos pueden divertirse. Con media copita de rompope la festejada se puso peda, y comenzó a insultar a los invitados, que lárguense bodoques, que yo nunca seré como ustedes, y poniendo la mano en posición de juramento dijo: “voy a cambiar de cuerpo, y tendré una nueva figura, para enloquecer a los hombres, y parecer una estrella de cine”. Y se tomó la otra mitad de la copita.
Por ese tiempo enamorose por correspondencia, fue de un muchacho también gordo, al que había conocido a través de CONFIDENCIAS, “La revista que busca la felicidad”.
ANUNCIO
153726.- Tengo 26 años, 1.62 m., 91 kgs., nacido y radicado en el Distrito Federal. Quisiera conocer chica no muy delgada, cuna modesta, con buenos principios morales, sea seria en su conducta, porque yo busco una mujercita que sea sincera, fiel, honesta, católica. Si usted cree reunir estas cualidades y es señorita, escríbame lo más pronto posible, no se arrepentirá. Remitir fotografía que retornaré con la mía. CONFIDENCIAS tiene mi dirección.
Y entonces Margarita fue otra, por primera su madre la escuchó tararear una canción, y hasta le parecía que sus ojos brillaban. La vio arreglarse como nunca, con las pestañas enchinadas y llena de bucles. Se fue derecho a un retratista y se hizo fotografía en tres poses distintas, para poder escoger. Ilusionada se puso a escribir a su desconocido enamorado. Con el lapicero húmedo del sudor de la mano: Estimada – revista – CONFIDENCIAS – desearía – que – el – joven – 153726 – supiera – que – leí – su – anuncio – y prontamente – me – he – puesto – a – escribirle – porque – sé – que – él – es – el – compañero – anhelado – el – único – que – podrá – comprenderme – yo – reúno – las – características – que – él – exige – y – estoy – segura – de – hacerlo – feliz – sólo – tengo – dieciséis – años – pero – me – creo – con – la – madurez – suficiente – como – para – compartir – mi – vida – con – un – hombre – como – él – adjunto – fotografía – reciente – y – espero – con ansia – la – contestación.
Su razón de vivir fue una carta, y gastaba su tiempo atrás de la ventana mirando pasar al cartero, inventando historias, justificando la tardanza. Así lo hizo todos los días de muchos meses, hasta que una vez ya no pudo más; entonces lloró muchas lágrimas oscuras, tantas, que el color de sus mejillas se le fue para siempre, pero pudo olvidar a su príncipe azul. Comenzó a imaginar un príncipe negro, y pequeño, cada vez más negro y más pequeño, más pequeño, hasta borrarlo de su cabeza y de su corazón; ya sólo fue un puntito negro que nunca la dejó en paz.
Gorda, gorda, imaginaba que los moscos le decían al pasar zumbando junto a sus oídos, en esas largas noches en vela, cuando prendía una vela y se ponía a velar su pena.
Margarita enflacaba, pero sus ojos tan acostumbrados a mirarla redonda ya no lo sabían.
En la retina se quedó la imagen gorda, obsesiva; por eso la mirada no se daba cuenta del cambio. Víctima de sus anhelos de delgadura, la joven enloquecía gramo a gramo.
Las cinco letras implacables de la terrible palabra la acosaban en todos los lugares, la perseguían como lapas chupándole la vida. En los baños donde decía DAMAS, ella leía GORDAS; en las tiendas donde decía ropa, ella leía GORDA; hasta en las paredes donde decía PUTO YO, ella leía GORDA YO.
En el anochecer de codos en la ventana, con la cara apoyada entre las manos, a Margarita le gustaba escuchar el silbato de los trenes que corrían lejos; entonces volaban canciones: chachachás, mambos, boletos, la voz de Javier Solís: “Gorda, reina de mi vida, cuánto te quiero”. Y ella se desmayaba, y en el sopor de su desmayo se veía bailando con un charro, abrazados amorosamente, solos, de pronto estaban en un teatro, lleno de gentes que al descubrirlos explotaban en una carcajada inmensa que le hacía despertar.
A veces, antes de acostarse se ponía a meditar, queriendo encontrar al culpable de su pena. “Creo que el culpable de todo es mi padre, sé que fue un hombre muy gordo y que de eso murió, grasa en el corazón. Pero no, el culpable no es él, sino mi madre: yo no sé cómo pudo vivir con alguien así, lo debe haber querido mucho. entonces la culpable no es ella, sino el amor”. Y se dormía maldiciendo el día en que nació el amor.
Así el tiempo anduvo metiendo en un costal: los meses, los años, los kilos de Margarita, que ahora había descubierto que la bicicleta era un gran ejercicio para la figura.
Por las mañanas se iba a la carretera/gorda gorda le gritaba todo/a pedalear con rabia/y ella se sentía como una albóndiga con pies/hasta que vomitaba y el mundo era negro/ y rodaba y rodaba para huir. El último suspiro lo dio sobre la bicicleta.
MORALEJA: Más vale gordo feliz que flaco muerto.