El último de los amigos se despidió. Él cerró la puerta cuidando no hacer ruido. Eran las cuatro de la mañana y quería ahorrar a sus vecinos el golpe de un portazo; precaución extraña después de las voces altas y la música que, durante horas, habían partido de la reunión ahora muerta.
Ella permanecía sentada, en el sillón de cuero, deseando encontrar licor en la copa ya vacía. Encendió un fósforo mientras buscaba la cajetilla de cigarros. Él se acercó a la ventana, la abrió para limpiar la atmósfera pesada. Después se dirigió al baño.
Habían reunido a los amigos para celebrar sus siete años de casados, ¿o eran ocho? La velada resultó ni mejor ni peor que otras anteriores. Y, sin embargo, desde hora muy temprana, sin entenderlo cabalmente, él y ella experimentaron la presencia de un muro.
Al principio fue sólo una sensación. Pero al paso de las horas, la fábrica de aquella resuelta pared progresaba a ritmo franco. El más pequeño ademán de él, o la más simple inflexión en la voz de ella colaboraban, eficazmente, en su erección.
Había sido un descubrimiento repentino logrado al mismo tiempo por él y por ella, un hallazgo simultáneo reservado sólo a la pareja. Fue cuando él relataba la historia repetida en todas las reuniones, en que como siempre, la risa de los oyentes rubricaba el pasaje exacto, la frase precisa, siempre igual. Aquella historia que tanto había celebrado ella las primeras veces, al principio de su matrimonio, y que ahora, a fuerza de oírla, odiaba. El relato reveló el primer síntoma de lo que estaba ocurriendo. Las miradas de él y de ella se encontraron como si vinieran de muy lejos para cruzarse sin especial intención. Sin embargo, ambos advirtieron que la muralla estaba allí recién nacida, a la altura de las rodillas.
Ya no fue posible ocultarla. En realidad hacía tiempo que esperaban su advenimiento, pero no dejaba de ser extraño que ello sucediera precisamente en la fiesta de su aniversario.
Los invitados, los amigos íntimos, permanecían ajenos a la construcción que ante sus ojos ausentes progresaba. Para ellos era una espléndida ocasión de hablar de lo que siempre se había conversado.
Cuando el último invitado se despidió, el muro llegaba ya muy cerca del techo y la sala había quedado dividida, sin posibilidad de contemplarse uno a otro los rostros, ni los cuerpos ni nada.
Al salir del baño encontró que la sala estaba definitivamente cercenada por un cancel de cal y canto, pintado hermosamente de blanco, con grandes contrafuertes de piedra a cada extremo. Lo más sorprendente era la falta de asombro. Serenamente, él golpeó el muro con el puño, suaves golpes espaciados cuidando los intervalos, de modo que al otro lado pudiera entenderse la intención de un mensaje. Aguardó con atención: al cabo de un momento escuchó, muy lejanas, las noticias de ella al otro lado de la muralla.
Él se volvió camino de la alcoba. Buscó en ciertas gavetas un retrato de ella, hecho en los días de su primer encuentro; le colocó, amorosamente, un listón de luto alrededor del marco, volvió a la sala sin apresurarse y colgó del muro la imagen. Después se sentó en el suelo y lloró hasta que el sueño lo cubrió totalmente.
Al despertar, el muro permanecía allí. Algunas hiedras trepaban con audacia hasta perderse en las nubes tenuemente coloreadas por el sol; las manchas de una pátina bronceada aparecieron en la pared que un día había sido blanca.
Estudiaba las formas caprichosas que lograban, cuando escuchó aquel rumor, primero casi imperceptible, de una corriente de agua. Imaginó un escape en los grifos del baño, y al ir a comprobarlo descubrió que del muro nacía un manantial. Observando atentamente comprendió que no era una suerte de arroyo, sino un gran río de viaje largo que simplemente atravesaba la muralla.
Se sentó a la orilla para ver pasar las aguas que arrastraban recuerdos del mundo, y algunos detalles, sorprendentemente bien conservados, de escenas capitales en su relación con ella. A veces, semisumergidas, pasaban tarjetas postales de ciudades amadas por ambos, y también nadando por el río, antiguos amigos encontrados en tierras lejanas, que muy serios suspendían el ritmo del braceo para saludar muy correctamente, levantando con la mano sus chisteras.
De pronto, en un levantar la vista hacia el horizonte, aguas arriba venía un barco de papel. Sacó su pañuelo y lo agitó largamente hasta que el barco, seguramente al advertirlo, dirigió su proa hacia la orilla. Cuando hubo atracado, él subió anhelante a bordo porque creyó ver a ella en cubierta.
Estaba sentada en una silla de lona, contemplando una casa destruida que sostenía entre las manos, vestida con el uniforme escolar que llevaba el día en que la amó por primera vez. Cuando abrazó no a ella, sino a una estatua de sal, advirtió su soledad de muchos años.
Sintió entonces que el barco se movía, y corriendo a la baranda del castillo de popa pudo comprobar que la corriente del río había cambiado de sentido, y llevaba al barco rumbo hacia donde, si el astrolabio no lo engañaba, debía estar la muralla.
Las aguas iban ganando en caudal y los rápidos se sucedían en forma tan peligrosa que llegó a experimentar un ansia cierta de naufragio. Viajaba ahora por una zona de praderas portentosas, que se convirtieron después en bosques espesos de abedules. Empezó a navegar copiosamente y los abedules se disolvieron en la nieve quedando tan sólo algunas manchas negras, mariposas casi, que volaban. A lo lejos se veían aldeas sepultadas, adivinadas únicamente por el humo de sus chimeneas y las marcas del tráfico de trineos. Cuando la nieve se agotó, se encontró navegando en el desierto.
Subiéndose al mástil pudo divisar a lo lejos la muralla. Conforme iba acercándose surgían indicios claros de que el río acabaría por atravesarla.
Un día llegó al túnel enorme por medio del cual el río ganaba el otro lado. Era un túnel de piedra negra en forma octagonal en cuyas paredes se relataban, por medio de bajorrelieves, encuentros y regresos. Al lado de cada alegoría enormes lápidas de mármol labradas con inscripciones citaban el Texto de la Verdad y la Palabra, en traducción al chino, al tibetano, al mongol y al urdo.
Pudo comprobar que una vez atravesado el túnel, el río no desembocaba al otro lado de la muralla, sino que, mediante un caprichoso meandro, penetraba en la sala cercenada a través de la ventana que él dejara abierta aquella noche del desastre.
La barca atracó suavemente, él saltó a tierra y corrió al encuentro de ella. No dejó de entender, sin embargo, que avanzaba en verdad por la sala de su primera casa, la que habitaron en los primeros meses. Al fondo ella pintaba un retrato de su hijo enmarcado por una larga leyenda de caracteres armenios donde se contaba una historia de derrumbes. Estaba amaneciendo, y en la calle se escuchaba el paso majestuoso de los dromedarios y los pregones de los vendedores de tamales. Al acercarse a ella advirtió que había crecido.
—Buenos días —dijo él y notó que eran las primeras palabras verdaderas dichas en muchos años. Hombrecillos que reían mientras trabajan se dispusieron a demoler el muro. Apenas si podían ser advertidos allá en lo alto. Todo parecía indicar que se trataba de una tarea a largo plazo. Ella lo tomó de la mano, abrió la puerta y salieron a la calle.
Eraclio Zepeda
(Tuxtla Gutiérrez, 1937) novelista, poeta, dramaturgo, cuentista, promotor de la cultura, y profesor universitario. Entre sus obras sobresalen Benzulul (1960), El tiempo y el agua (1960), La espiga amotinada (1960), Elegía a Rubén Jaramillo (1963), Ocupación de la palabra (1965), Asalto nocturno (1975), Andando el tiempo (1982), Un tango para hilvanando (1987), Ratón-que-vuela (1999), Horas de vuelo, Las grandes lluvias (2005), Tocar el fuego (2007), y Sobre esta tierra (2012).