Leteo en la pantalla
I. Un accidente
Cómo culparme siquiera. A las seis de la mañana, aturdido por el grito de la alarma, el cuerpo es apenas una masa confundida que se estira y retuerce en medio del descanso que pronto le será arrebatado. Con un ademán ciego, había extendido el brazo para callar el teléfono antes de levantarme de la cama.
Lo que me levantó fue el golpe.
Recogí el celular del suelo para encontrar la parte inferior de la pantalla en un estado similar al de los espejos que se desgajan por un martillazo. Pequeños fragmentos del cristal comenzaron a desprenderse como polvo filoso alrededor de mis dedos. Con todo y su tacto punzocortante, el resto de la pantalla funcionaba aun. Corrí al trabajo con más prisa que preocupación.
Tras un par de días pude acostumbrarme a mirar mis facciones opacas entre los rayones del cristal. Las aplicaciones se deslizaban, la música se reproducía. Abusé de la interfaz rota con toda normalidad hasta que al fin apagó sus pixeles malogrados. En medio de la oficina, el teléfono se ahogó en su propia oscuridad mientras rasgaba sobre mi escritorio las migajas de un tupper recalentado.
A pesar de mi eterno espanto ante los niños que no pueden aguantar un minuto sin mirar la tableta electrónica que los cría, la ausencia de redes me había orillado a sentir en la piel una comezón ansiosa similar a la que sufren ellos cuando los despegan de la pantalla. Maquillada por la habituación, no había sido consciente hasta entonces de la manía ridícula con la que cada cierto tiempo solía alejarme de la tabla de Excel en la computadora para ponerme a hurgar entre en mis aplicaciones.
Aquello fue como si descubriera en mí mismo un vicio incómodo gracias a las palabras salidas de una boca ajena. Con extrañeza, me noté repitiendo el movimiento de desbloquear el teléfono solo para terminar topándome con mi rostro fragmentado en el cristal oscuro. Empecé a rascarme el dorso de la mano como si la desesperación me punzara entre los dedos. Pasado un rato me di cuenta de que no podemos ser más neuróticos solo porque no tenemos más piel encima.
II. El Leteo
Prestar atención representa, en mayor o menor grado, el acto de extenderse uno mismo hacia el exterior del cuerpo, como si fuera posible alargar los axones de las neuronas para cobijar un objeto y ocuparnos de él. Una fuerza deliberada —un estímulo, una alerta, una excitación eléctrica— emerge de entre los pliegues del cerebro y nos obliga a enfocarnos en los contornos de una idea o de una acción, dejando transitoriamente de lado todas las demás. De cierto modo, atender es discriminar.
Los malabares fisiológicos que subyacen a la atención resultan muy a menudo difíciles de entender. Daniel Kahneman, famoso por su trabajo sobre la toma de decisiones, es uno de los muchos psicólogos que han resaltado la naturaleza compuesta de la acción de enfocarnos en una tarea:
Algunos tipos de actividades de procesamiento de información pueden desencadenarse únicamente mediante una entrada. Otros requieren un aporte adicional de atención o esfuerzo. Como la cantidad total de esfuerzo que se puede ejercer en cualquier momento es limitada, las actividades simultáneas que requieren atención tienden a interferir entre sí.1
El ambiente, pues, está en concurso constante por cautivarnos. Las vías de comunicación con las que el cuerpo media nuestra estancia en el mundo se encuentran bajo un ataque perpetuo de sensaciones y estímulos, arremolinados en su paso hacia el cerebro. Es normal (sano incluso) que nuestra atención se traslade de vez en vez entre los diferentes objetos que la reclaman.
Sin embargo, como todo lo concerniente a la conducta humana, las formas en las que uno se concentra son un asunto de habituación, reflejo de las manías con las que la mente convive consigo misma. Las normas neuronales, aunque flexibles, pueden resultar un indicador del estado del cuerpo. Apenas en 2023, un equipo de investigadores de la Universidad de California sometió a un grupo de 262 personas, entre los 7 y los 85 años, a un estudio que tenía por objetivo comprobar si la capacidad de atención está condicionada por el envejecimiento. Acaso demostraron una conjetura cotidiana: la facultad para mantenerse atento durante periodos más largos de tiempo alcanza su pico en la adultez temprana, mientras que se ve reducida en la infancia y la senectud.2 Niños y ancianos parecen compartir una predilección por habitar el mundo desde la inmediatez.
Solemos limitar las manifestaciones de la atención a un dominio exclusivamente espacial, como si el estudio de la actividad cerebral se concentrara solo en los objetos y las formas. Sin embargo, no se puede omitir la importancia de su dimensión temporal, sometida al capricho de los eventos que transcurren cronológicamente.3 Sedentarios en nuestro aburrimiento digital, ahora hemos asimilado la incidencia de esos eventos desde un cúmulo de pixeles en la pantalla.
Buena parte de las plataformas audiovisuales más usadas han atravesado un proceso tiktoficante —disculpen ustedes el neologismo— a lo largo del último lustro. No es casual que los conglomerados de Meta y YouTube estén llenos de clips que no superan el minuto de duración, reels los primeros y shorts los segundos. Hay una clara tendencia de consumo dominada por la brevedad. Un peculiar aspecto de este fenómeno es que, en buena medida, muchos de los clips que brotan en Facebook e Instagram no son más que tiktoks reciclados. La aplicación china se ha mantenido, pues, como la reina del nicho.
Sin el mayor de los rigores metodológicos de por medio, tengo la impresión de que TikTok es potencialmente más adictivo que el resto de las aplicaciones multimedia con las que compite debido a su mecanismo de consumo: funciona como una suerte de perpetuo experimento conductista. Me temo que no bromeo del todo. Skinner nos enseñó que ciertos comportamientos pueden condicionarse bajo la intermitencia de recompensas. Como ratas o palomas a las que se les promete comida bajo el capricho de la irregularidad, los adictos a TikTok no tienen problema en consumir basura que no les interesa la mayor parte del tiempo pues, sometidos a su mecanismo de visualización ininterrumpida, saben que el siguiente video en su lista de reproducción sí podría gustarles; es decir: el scrolleo automatizado obedece la promesa de una gratificación futura. ¿La habituación al contenido brevísimo y multitudinario tiene un efecto negativo en el funcionamiento de la mente? Aunque hacen falta estudios al respecto, los escasos con los que contamos ahora parecen apuntar a que sí. En adultos, mediando factores como la ansiedad, el estrés y el insomnio, se ha asociado la adicción a las redes sociales con una clara disminución en el rendimiento de la memoria.4 Por otro lado, a grupos experimentales de pacientes con depresión y ansiedad les ha bastado un descanso de redes sociales a lo largo de una sola semana para ver reducido su estado de malestar.5
La mitología griega situaba al Leteo como uno de los principales ríos del Hades; antes de reencarnar, las almas que por él pasaban debían beber de su caudal para obtener el olvido de sus vidas pasadas. A menudo, TikTok se me antoja una entidad sobrenatural semejante. Para comprobarlo, propongo el siguiente ejercicio a quienes usen la aplicación con regularidad: pasados unos cuantos videos, procuren recordar su contenido y el orden en el que aparecieron. ¿Se trata de un esfuerzo sencillo o de una derrota ante la amnesia?
Somos, sí, carne que se debate los contornos bajo el manto de la piel, pero también somos mente y por lo tanto atención, memoria. ¿Qué será de nosotros cuando perdamos el ejercicio pleno de esas invisibles partes del cuerpo?
- Kahneman, D. (1973). Attention and effort. Prentice-Hall Inc.
- Simon, A. J. et al. (2023). Quantifying attention span across the lifespan. Frontiers in Cognition, Volume 2.
- Seibold, V. C., Balke, J., & Rolke, B. (2023). Temporal attention. Frontiers in Cognition, Volume 2.
- Dagher, M. et al. (2021). Association between problematic social media use and memory performance in a sample of Lebanese adults: the mediating effect of anxiety, depression, stress and insomnia. Head & face medicine, 17(1), 6.
- Lambert, J., Barnstable, G., Minter, E., Cooper, J., & McEwan, D. (2022). Taking a One-Week Break from Social Media Improves Well-Being, Depression, and Anxiety: A Randomized Controlled Trial. Cyberpsychology, behavior and social networking, 25(5), 287–293.